Nos privaron de la libertad

La recientísima sentencia del Tribunal Constitucional que ha declarado la inconstitucionalidad de algunos preceptos del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se aprobó el primer estado de alarma durante la pandemia, ha puesto de relieve graves anomalías.

La primera de ellas es que el Gobierno, que es un órgano constitucional muy poderoso que planifica, dirige y ejecuta la política del Estado, aunque esté sometido al ordenamiento jurídico, puede indebidamente adoptar decisiones que vulneren la Constitución. Este es el caso, entre otros recientes, de la prohibición de circulación de personas y vehículos que estableció el Gobierno en el artículo 7 del Real Decreto 463/2020. Mediante esa prohibición se nos encerró el año pasado en nuestros domicilios y se impusieron cientos de miles de multas.

Con esa medida el Ejecutivo no solo infringió la Constitución, sino que además lesionó el derecho fundamental a la libertad de circulación de las personas, porque la declaración del estado de alarma solo habilita para limitar derechos fundamentales, pero no para suspenderlos. La situación que se generó fue tan insólita y esperpéntica que mientras que los perros podían salir a pasear tranquilamente, nosotros, niños y mayores, estuvimos confinados y nuestro derecho fundamental suspendido mediante una disposición contraria a la Constitución. Es verdad que algunas personas pudieron salir de su casa, pero ello fue así porque en esas personas concurría una circunstancia excepcional que lo permitía. Ese no fue el caso de todos, y, en particular, no lo fue de los niños a los que no se les dejó salir a dar un paseo desde el 14 de marzo hasta el 26 de abril.

A mi juicio, la cuestión esencial en este asunto no radica en determinar si esas medidas debieron adoptarse bajo el mecanismo del estado de excepción en lugar del estado de alarma, sino en que esas medidas, consistentes en la suspensión del derecho a la libre circulación no son admisibles por causa de una pandemia, ni por orden del Gobierno. El propio Gobierno ha acabado descartando el confinamiento total y global, es decir, la suspensión del derecho a la libre circulación, a pesar de la evolución de la pandemia, probablemente por ser una medida inadecuada, desproporcionada y contraproducente, y por ser más convenientes medidas limitativas de derechos. Y, en los países de nuestro entorno se ha permitido a las personas salir a la calle, con ciertas limitaciones y controles, incluso en las fases más duras de la pandemia. En todo caso, si como efecto de la pandemia se hubiera visto gravemente afectado el sistema sanitario, como así fue, se podría haber declarado el estado de excepción, y se podrían haber suspendido determinados derechos fundamentales, pero la suspensión tendría que haber sido autorizada por el Congreso de los Diputados. No se trata de una formalidad intrascendente, sino de una importantísima previsión constitucional que impide que el Gobierno pueda suspender los derechos fundamentales de las personas.

En el Estado de Derecho la vida de las personas ha de ser protegida eficazmente respetando el orden constitucional. No hay excusa alguna para justificar la violación del Derecho, menos aún cuando se trata de pretextos populistas y demagógicos.

Es obvio que el Gobierno no debe adoptar decisiones inconstitucionales, pues es el primero que ha de cumplir la Constitución, tanto porque le obliga a ello la propia norma suprema, como porque si no lo hace se deslegitima frente a los demás y cae en el autoritarismo.

La urgencia en la declaración del estado de alarma no justificó el apartamiento del Consejo de Estado, al que no se le requirió dictamen sobre ese relevante asunto pese a ser el supremo órgano consultivo del Estado. Si el Gobierno hubiera solicitado ese dictamen se habrían analizado los vicios de esa disposición, y se habría podido advertir de la inconstitucionalidad de la medida, como hizo acertadamente parte de la doctrina académica en publicaciones y conferencias.

La segunda anomalía reside en el Parlamento. El Parlamento es formalmente el órgano central de la democracia representativa. De ese órgano emanan las leyes, que son expresión de la voluntad popular. Sin embargo, el peso real en la toma de decisiones se está trasladando al Ejecutivo, a los grupos sociales, y a los partidos políticos.

Algunos partidos políticos se unieron al Ejecutivo en sede parlamentaria durante el estado de alarma para prorrogar dicho estado a pesar de que existían serias dudas sobre su constitucionalidad. Ni el Parlamento, ni el Ejecutivo, ni los grupos políticos están al margen de la Constitución, aunque a veces lo olvidan porque se sienten todopoderosos. Y es que hemos visto cómo se han tratado de adornar las decisiones durante el estado de alarma sobre la base de una concepción equivocada de la democracia, que colisiona con el Estado de Derecho, y que fomenta la aprobación de normas o la adopción de decisiones cuya validez es muy cuestionable. La decisión por mayoría es un elemento clave de la democracia, y por ello, por ejemplo, el estado de alarma se prorrogó por mayoría en el Parlamento. Pero esa regla de la mayoría no es ilimitada, ni justifica cualquier decisión. Ni siquiera una mayoría parlamentaria puede infringir la Constitución. Y por razón de principios, ante la duda sobre la validez de una decisión o de una norma ha de elegirse la opción más respetuosa con la Constitución y no la que suscita mayores reparos.

La tercera anomalía está en el Tribunal Constitucional. Ese Tribunal es un órgano del Estado que debe velar por el cumplimiento de la Constitución, pero que siempre llega tarde cuando más se le necesita. Ya nadie nos podrá devolver la libertad de la que fuimos privados durante varias decenas de días con motivo de la declaración del estado de alarma. Situaciones así se podrían haber evitado si hubiera estado prevista la intervención inmediata del Tribunal Constitucional ante la declaración de los estados excepcionales como sucede en otros países.

Por todo ello, la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la declaración del primer estado de alarma ha puesto de relieve que el Gobierno no fue prudente en el ejercicio de sus poderes extraordinarios, que prefirió no pedir consejo jurídico a quien podía, y que priorizó el bienestar de los animales al de las personas; también nos ha enseñado esta sentencia que los partidos políticos unidos en mayorías parlamentarias en ocasiones menosprecian la Constitución y los derechos fundamentales de las personas; y, además, que el Tribunal Constitucional cumple tarde su función, cuando el daño ya está hecho y es difícil de reparar.

Miguel Ángel Recuerda Girela es catedrático de Derecho Administrativo.

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