Hace algo más de cuatro años, en un artículo publicado en este mismo periódico y que llevaba por título El género no marcado traté de explicar, con el talante más pedagógico de que fui capaz, que en español, lo mismo que en otras lenguas, el género masculino —entendida aquí la voz “género” en términos gramaticales y no sexuales— tenía la peculiaridad de funcionar como género “no marcado” o género “por defecto”, lo que lo habilitaba para acoger referencialmente y por igual a individuos de —ahora sí— ambos sexos, masculino y femenino. Es cosa tan clara y ya tantas veces repetida —con escasa eficacia, a lo que parece— que no valdría la pena volver sobre ella si no se hubiera producido, en las estrategias de quienes se resisten a aceptar evidencia tan inconcusa, una última vuelta de tuerca que sí puede merecer comentario.
En un pasaje de aquel artículo acudí al bien conocido recurso dialéctico de la reducción al absurdo cuando planteé con guasa —pues creo en la eficacia disuasoria del humor— la muy imaginativa posibilidad de que los quinientos millones de hispanohablantes nos reuniéramos en asamblea para decidir que, tras diez siglos de prevalencia masculinista, le tocaba ahora al femenino ser el género no marcado; con el compromiso, eso sí, de que una nueva asamblea otros diez siglos posterior —concurridísima: acaso ya con miles de millones de asistentes— estableciera haberle llegado de nuevo el turno al masculino. And so on.
Hay que tener mucho cuidado con lo que se sugiere, aun por vía de chanza. Así pude comprobarlo cuando tuve noticia, hará cosa de un año, de que los dos únicos concejales —hombre y mujer— de cierto municipio asturiano habían declarado con toda formalidad —y lo habrían empezado a practicar, supongo— que iban a emplear exclusivamente el femenino en sus intervenciones públicas y sus comunicados oficiales, de modo que cuando hablaran de las “vecinas” del concejo, por ejemplo, se estarían refiriendo a la totalidad de sus habitantes. Afortunadamente, la noticia que leí no hablaba de que aquellos dos munícipes hubieran congregado a sus convecinos —ellos dirían sus “convecinas”— para instarlos —que en la particular lengua de ellos dos, si eran consecuentes, sería “instarlas”— a secundar la iniciativa. Todo se andará. Tampoco me consta si alguien que no estuviera en el ajo de la novedad o aún no le hubiera cogido el busilis, oyendo decir, por caso, a uno de los dos ediles que “las vecinas deben sacar la basura” le habría recriminado su machismo, por no haber previsto la posibilidad de que fueran los maridos quienes se encargaran de esa tarea.
Pues bien, en la sesión de investidura (fallida) del pasado 31 de agosto subió a la tribuna la portavoz de un partido político, integrado en el Grupo Mixto, que cuenta con dos representantes en la Cámara. Cuando, al poco de empezar, utilizó el pronombre personal “nosotras”, yo procuré no ceder al estupor acogiéndome a la posibilidad de que su colega de partido en el palacio de la Carrera de San Jerónimo fuera también una mujer, y de que quien acababa de tomar la palabra hubiera decidido hablar en nombre de ambas (por más que lo esperable era que lo hiciera en el de la formación toda a la que pertenecen). Más tarde averigüé que no, que el otro escaño del partido estaba ocupado por un varón (quién sabe si con pretensiones de barón).
Pero lo más sorprendente es lo que vino luego. La sintaxis hizo que la oración que aquel sujeto —“nosotras”— encabezaba quedara algo lejos del verbo correspondiente, y de un inmediato predicativo. Estos, inevitablemente, llegaron, y el chocante resultado —que para evitar posibles imprecisiones mías de audición he cotejado en el Diario de Sesiones del Congreso— fue este: “Nosotras, que aspiramos a representar a todas las personas que, votándonos o no, han hecho mayoritaria esa apuesta por la ruptura, venimos dispuestos a hacer oír el clamor...” Etcétera. Prescindiendo de las subordinadas, nos queda la magnífica oración simple hermafrodita que me sirve para título: “Nosotras venimos dispuestos”. La diputada se proponía feminizar, sí, ma non troppo, no con todas las consecuencias.
Casi al final de su intervención, la oradora volvió a las andadas: “Igualmente, y con esto acabo, les decimos a quienes quieren recorrer este camino con nosotras, que tenemos la mano tendida para caminar juntos...” (“juntos”, nótese). Y —nuevo desconcierto—, terminó así, con dos pronombres masculinos sucesivos: “Frente a la unidad de España que reclaman, nosotros reclamaremos acuerdos de país; porque donde ustedes defienden el apuntalamiento del régimen del 78 a cualquier precio, nosotros buscamos desbordarlo, superarlo...”. Balance, en suma, de todo el discurso: dos “nosotras” y dos “nosotros”. ¿Calculado fifty-fifty? ¿Igualitarismo intencionado? ¿O más bien, en lugar de lo que ya se llama comúnmente “desdoblamiento de género(s)”, y alguien ha propuesto denominar “dobletismo” (“nosotros y nosotras”, etcétera), empleo alternante, o tal vez aleatorio, del masculino y el femenino, o, como si dijéramos, una de cal y otra de arena, o entre col y col, lechuga, por aquello de que en la variedad está el gusto? Señalemos que la interviniente leía un texto escrito. En su breve turno de réplica, forzosamente menos preparado, solo necesitó una vez acudir al pronombre de primera persona plural, y lo hizo en masculino.
En la sesión del viernes, 48 horas posterior a la primera votación, pudo oírse decir a nuestra parlamentaria que en su partido están “convencidas de que hay que buscar el cambio”.
Francamente intrigado y en busca de más elementos de juicio, he acudido a las intervenciones de la misma diputada en la sesión del 2 de marzo pasado, con ocasión del intento de investidura (también fallido) de otro candidato. Al que le espetó lo siguiente: “Convencidas de ello, nosotras se lo vamos a decir claro: no cuenten con nosotras”. Las dudas han vuelto momentáneamente tras informarme de que en la breve legislatura anterior los dos escaños del grupo político en cuestión sí los ocuparon sendas mujeres. Mas no había duda posible. El discurso de su señoría había empezado con un inequívoco “Buenas tardes a todas”.
Quién me manda acudir a la reducción al absurdo, sin caer en la cuenta de que en España el absurdo puede llegar a hacerse realidad... lo mismo que unas terceras elecciones.
Pedro Álvarez de Miranda es catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid, miembro de la Real Academia Española y autor del libro, de reciente aparición, Más que palabras.