Nosotros, los de antes, no olvidamos a Alfonso de Salas

Se suele decir que los españoles, por lo general, suelen enterrar muy bien. No diría que no. Pese a lo cual, probablemente, no haya nada peor que hacer que habite el olvido y el desagradecimiento sobre aquellos que han jugado un papel importante en el devenir de España y en la consolidación de la democracia. Mucho más en un país en el que el cainismo no deja de hacerse presente en cada recodo del camino. Por eso, aunque no sea tarea fácil, para aquellos que le acompañamos en su larga aventura en el reflotamiento primero del Grupo 16, puesto en marcha por aquel visionario que fue su hermano Juan Tomás, y en la fundación de EL MUNDO, no podemos olvidar el legado de Alfonso de Salas, fallecido el pasado martes y al que ayer enterramos en medio de la conmoción de amigos y familiares. Alfonso, para todos los que trabajamos con él, encarnaba la sabia discreción. Sin aparecer en escena, hacía posible que todo saliera bien y que incluso el estreno resultara un éxito cuando tan sólo unos momentos antes de levantar el telón pudiera presumirse lo peor.

En el trance de rememorar a quien se ha apreciado, es como jugar a las siete y media, ese juego caprichoso en el que existe una alta probabilidad de que uno se pase o se quede corto. Aun así, como el periodismo es riesgo, hay que asumir el lance con la incertidumbre del equilibrista que se desliza sobre la cuerda. Sin querer caer en el exceso desmedido del elogio impostado, pero tampoco no hacer justicia con quien, sin lugar a dudas, fue decisivo en la construcción de EL MUNDO. Desde su salida traumática del Grupo 16, con un enfrentamiento entre hermanos de por medio, Alfonso se sentía orgulloso de la tarea realizada, rodeado de colaboradores extraordinarios en el ámbito gerencial como Antonio Fernández-Galiano, Juan González, Luis Enríquez o José Manuel Díez Quintanilla, entre otros, así como en el de la publicidad, con talentos como el de Balbino Fraga, Alejandro de Vicente o Jesús Zaballa, junto a la dirección del periódico de Pedro J. Ramírez al mando de un plantel extraordinario de periodistas de raza. Al tiempo, era muy consciente de que nada de lo hecho garantizaba lo conseguido si no se andaba ojo vigía y se perdía aquel espíritu que permitió poner en marcha EL MUNDO.

Nosotros, los de antes, no olvidamos a Alfonso de SalasLo hizo navegando a contracorriente en unos tiempos en los que la crisis económica y de los propios medios de comunicación, al igual que sucede ahora, no invitaban a botar nuevas naves ni aconsejaba aventuras de ese tipo. La prensa parecía tocada de muerte hasta el punto de asumirse como una verdad acrisolada que resultaba una actuación suicida el lanzamiento de un diario.

No obstante, navegando río arriba como el salmón, EL MUNDO no sólo se consolidó, sino que su inesperado éxito en un tiempo record se convirtió en un objeto de estudio de las escuelas de negocio, además de un incentivo para que otros proyectos -con diferente suerte- se atrevieran a desafiar los elementos, una vez que este periódico hubo superado su particular cabo de las tormentas que, en su caso, sí fue cabo de Buena Esperanza.

En aquella tarea, en la que descollaron aquellos a los que Juan Tomás de Salas había arrojado por la borda de Diario 16 en un acto suicida que lo que realmente produjo fue hundir el prestigio que se había labrado en el tardofranquismo con la fundación de Cambio 16 -espejo de la España del cambio de régimen-, fue primordial Alfonso de Salas. Sufrió el desgarro familiar al preferir la lealtad a un proyecto que comulgar con ruedas de molino sometiéndose a los dictados del poder. Por eso, evocando los versos de Pablo Neruda, nosotros los de antes, quizá hayamos cambiado, pero no tanto para confundirnos de camino ni olvidarnos de quien, comandando un equipo excepcional, nos lo marcó.

Mucho más cuando, al discurrir entre bambalinas, ese trabajo hercúleo carece del reconocimiento público que merece y que sí tienen, en cambio, otros actores periodísticos que saltan a escena y son reconocidos -en mayor o menor grado- por los lectores del diario o por la opinión pública general.

Ben Bradlee, el mítico director de los 18 premios Pulitzer de The Washington Post y debelador del escándalo Watergate, solía decir burlonamente que un diario requiere el talento de un gran número de gente trabajando muchas horas con el mayor esfuerzo para que el director pueda poner los pies sobre la mesa y recibir felicitaciones. Dicho lo cual, añadía que, por encima de todo ello, había una sola cosa que debía poseerse para ser un buen director. Esa cosa es un buen propietario, como era en su caso Katharine Graham, que preserve el alma del periódico, sobre todo cuando éste se encuentra en el punto de mira por su compromiso con el periodismo de investigación, como es el caso de EL MUNDO.

La independencia de un periódico pasa inexcusablemente por la solvencia de su cuenta de resultados, si bien debe labrarse sin pervertir la esencia del propio medio de comunicación, lo cual no resulta fácil en momentos en los que la crisis resiente la cuenta de resultados de las empresas y es más rentable la no publicación de noticias que la divulgación de las mismas. Claro que, cuando se cae en esa tentación fácil y se muerde ese anzuelo, ese medio pasa de ser pez a ser pescado y, al poco tiempo, a mal oler al resentirse la propia credibilidad del medio.

Desgraciadamente, garantizarse la independencia no es fácil, pues es una tarea que hay que librar todos los días y ante enemigos bien diferentes. Aun así, resulta inexcusable para un medio de comunicación que no hace otra cosa que administrar un bien ajeno como es la libertad de expresión y del derecho del ciudadano a estar bien informado. Suele aseverarse -y a fe que es verdad- que ningún viento sirve al hombre que no navega a ningún puerto. No era el caso de Alfonso de Salas, como luego ha demostrado en otras singladuras, como la fundación de El Economista, pues él sabía bien cuál era el destino de sus esfuerzos.

Decía Montaigne que "cada virtud sólo necesita un hombre; sin embargo, la amistad necesita dos". Y tanto Alfonso como yo, cada uno en nuestro terreno y en nuestras responsabilidades, desde que nos encontramos en los inicios de los años 80 -primero en el Grupo 16 y luego en EL MUNDO-, procuramos cumplir con nuestra parte. Lo hicimos sin traicionar a la verdad, a las que nos debemos más que a la propia amistad, siguiendo la máxima aristotélica. A ello nos atuvimos aun en los momentos de discrepancia y desavenencia profesionales, inevitables por lo demás en dos amantes apasionados del periodismo. Descanse en paz uno de los grandes editores españoles que bien se merece el reconocimiento de esta joven democracia española, cuya llegada y consolidación no hubiera sido posible sin la contribución de los medios de comunicación como gran ágora de la libertad. Y de personas del coraje de Alfonso de Salas.

Francisco Rosell es director de EL MUNDO.

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