Nosotros, los rifeños

Este es un recuerdo muy antiguo: estamos en casa de mis abuelos, en medio del patio, y de repente unos aviones enormes sobrevuelan nuestras cabezas, casi a ras de la azotea. En la imagen que guardo los aviones son oscuros y lanzan papeles que nos caen encima. Durante mucho tiempo no supe si aquello fue real o era algo que había imaginado, el ruido ensordecedor, la instintiva y visceral sensación de peligro. Muchos años más tarde empecé a preguntar, primero a la familia, luego a los libros de Historia, si el recuerdo era auténtico y a qué correspondía.

Mis parientes me dijeron que sí, que aquello había sucedido pero no me dieron más explicaciones. Buscando descubrí que se trataba de las maniobras intimidatorias llevadas a cabo por el Estado después de que se produjeran lo que se conoció como Revueltas del hambre, entre 1981 y 1984. En todo Marruecos los precios llegaron a niveles insostenibles mientras el paro y una economía precaria, salarios bajos y congelados y una sequía permanente condenaron a la mayoría de la población a la miseria absoluta. El Rif, además, había estado deliberadamente abandonado a su suerte. Las protestas de esos años fueron duramente reprimidas.

Cuando pregunto a conocidos de más edad, alguien me cuenta que sí, que recuerdan desapariciones de algunos que participaron en ellas, la mano dura y hasta las fosas comunes donde se arrojaron cadáveres que a veces aún respiraban. A los hijos de los rifeños diseminados por todo el mundo, no nos han contado nada de todo eso. Como no nos relataron lo que fueron los años de plomo bajo el reinado de Hassan II. Eso sí, nuestras familias nos transmitieron un miedo difuso, una desconfianza hacia las autoridades, el consejo de no acercarnos a la política o nada que se le pareciera. Fue nuestro particular tiempo de silencio.

En 1999, con la muerte del monarca, se abrió un proceso llamado de «reconciliación nacional». Como si realmente hubiera habido dos bandos que se pedían mutuamente el perdón. Se prometieron cambios importantes, el flamante Mohamed VI había de encarnar una especie de revolución desde arriba. Se rompió por primera vez la ley del silencio, aunque de forma controlada. Las actividades organizadas por la Instancia de Equidad y Reconciliación sacaron a la luz testimonios de desaparecidos, prisioneros políticos y muchas barbaridades cometidas por el régimen prácticamente desde la independencia. Eso sí, sin señalar nunca a los verdugos ni mucho menos llevarlos a juicio por los crímenes cometidos.

Fue oficialmente proclamada la reconciliación con el Rif, zona que aún hoy vive de una economía de subsistencia, salvo algunos focos de actividad como el de alrededor de la frontera de Melilla. Es cierto que se mejoraron las comunicaciones, sobre todo las carreteras. Pero a parte de esto, poca cosa más. Las inversiones que se esperaban en desarrollo, educación, sanidad y trabajo, sobre todo trabajo para una población mayoritariamente joven condenada a la nada, todo eso no llegó nunca. En cambio, lo que sí siguió fue la corrupción endémica del antiguo régimen, la sensación de que unos cuantos siguen disfrutando de la impunidad de siempre.

La muerte del pescador Mohcin Fikri el pasado octubre ha prendido de nuevo la mecha de una sociedad quemada por décadas de agravios y una falta absoluta de esperanza. Durante años la emigración fue una válvula de escape, las remesas de los «trabajadores en el extranjero» (que es como llama el Gobierno marroquí a los emigrantes y a sus hijos) contribuían de forma significativa a la economía rifeña. Pero desde que empezó la crisis mundial, el paro se ha encarnizado con los residentes en Europa, que ya no pueden enviar dinero. La emigración y el acceso a la educación superior han dejado de ser vías de ascenso social.

Sorprende descubrir que en el imaginario tanto marroquí como internacional sigue vigente el tópico colonial que pesa sobre los rifeños: somos unos rebeldes, protestar está en nuestra naturaleza. Nos lo han repetido tanto, que hasta nosotros hemos acabado creyéndonoslo, olvidando que motivos para protestar hay de sobras.

Nasser Zafzafi y otros miembros de su movimiento no dicen nada que no sea conocido por todo el mundo, pero ponen nombres y apellidos a la corrupción, a la impunidad y la dejadez de los que gobiernan. No hacen más que señalar el vestido nuevo del emperador. Hablan sin tapujos, rompiendo del todo aquella ley del silencio que tanto nos habían inculcado.

Najat El Hachmi, escritora.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *