Nosotros vamos a tomar las riendas

La voz es lo primero que nos captura. No encaja con un cuerpo de niña. Una voz metálica, afilada como una cuchilla, temblorosa, pero no por tensión ni por timidez, sino por la cólera, una cólera fría. Después fueron las palabras. “No tenéis la madurez necesaria para decir las cosas tal como son. Hasta esa carga nos la dejáis a nosotros, los jóvenes. [...] Nuestra civilización está siendo sacrificada para que un puñado de personas pueda seguir amasando todo el dinero posible”. Una inversión semántica extraordinaria: vosotros, los adultos, gobernantes, líderes o consumidores exultantes, sois los inconscientes, los inmaduros. Nosotros, hijos del siglo XXI, vamos a tomar las riendas, puesto que vosotros sois claramente incapaces de hacer nada nuevo. “El verdadero cambio llegará, os guste o no”. Deja el escenario y desaparece.

Así descubrió el mundo entero en la COP24, celebrada en diciembre en Katowice, a Greta Thunberg, de 15 años, hoy 16. Desde agosto, cada viernes, no acude a clase para plantarse ante el Parlamento sueco con un cartel: “Huelga por el clima”. El primer día estaba sola, hoy son decenas de miles de estudiantes de todas las edades en Alemania, Bélgica, Suiza, Australia los que cada día o cada semana toman las calles de sus ciudades. En enero, ante los líderes mundiales reunidos en Davos, Greta Thunberg subió al estrado. Su calma, su fuerza, su mirada y sus palabras lúcidas volvieron a impresionar. Por primera vez, los jóvenes nacidos con el siglo han tomado la palabra. Y los hijos del siglo XX los escuchan sorprendidos, preocupados por el monstruo que ellos mismos han engendrado. A los 16 años, ellos se divertían y disfrutaban de los recursos infinitos de un mundo en expansión. La pequeña Greta no ríe. No puede permitírselo.

Nosotros vamos a tomar las riendasPor primera vez, tenemos una imagen de la destrucción de un mundo: una niña de 16 años que ya no tiene interés en ir al colegio porque no hay nada después de él. Antes estaban los corales y los animales, pero su llanto es demasiado débil para que lo oigamos. Pero estos chicos, que son los que arderán vivos, miran a sus padres a los ojos y les dicen: gracias.

Ha surgido la gran brecha: por un lado, los niños y adolescentes —sobre todo chicas— que se levantan para formar unos movimientos a menudo sin líderes; por otro, los rescoldos del viejo mundo, cada vez más horribles y decrépitos, desde Trump hasta Bolsonaro, que se aferran a los andrajos de la democracia del carbono y a un suelo que se hunde bajo sus pies. La ola que viene frente a la que se encabrita y resiste. Aunque tarde, la pelea acabará forzosamente inclinándose hacia lo que se mueve.

La ola actual reúne las dos revoluciones de nuestro siglo: al frente de esta lucha por el planeta hay sobre todo mujeres. No es casualidad, desde luego, dado que es el mundo del petróleo, la vieja política, el patriarcado y el capital lo que nos ha traído hasta aquí.

En febrero de 2018, después de la matanza de Parkland, Estados Unidos descubrió, boquiabierto, el cráneo afeitado de una chica de 18 años, Emma González, que con el puño alzado y la voz penetrante exigía a Trump que modificara la Segunda Enmienda, sobre el derecho a llevar armas. Junto a ella, toda una generación de activistas 2.0 ha abordado la política de forma totalmente nueva. En noviembre resultó elegida para el Congreso Alexandria Ocasio-Cortez, nacida hace 29 años en el Bronx, de padre estadounidense y madre puertorriqueña, que ha desembarcado en Washington como un huracán. Brillante, radical, acaba de proponer un ambicioso new deal verde cuyo objetivo es que el 100% de las energías sean limpias y renovables de aquí a 2035; el dinero saldría fundamentalmente de un impuesto del 70% sobre las grandes fortunas, que podría recaudar aproximadamente 70.000 millones de dólares anuales. En el Reino Unido, un movimiento de desobediencia civil no violenta, la Rebelión contra la Extinción, nacido en octubre, con ese mismo deseo de cambio radical, tardó solo unas semanas en convertirse en fenómeno mundial. Mientras la retaguardia va a rastras, a regañadientes, mientras los Gobiernos de todo el mundo ofrecen arreglos menores para el sistema económico y político pese a la envergadura de su fracaso, los jóvenes han asumido que habrá que cambiar todo y que tendrán que hacerlo ellos. Ya no esperan nada de sus padres, que los trajeron al mundo mientras lo destruían.

Como siempre, son los cuerpos los que escandalizan. Alexandria Ocasio-Cortez baila con voluptuosidad en un vídeo, algo impropio de una política; Emma González se afeita el cráneo, proclama su bisexualidad, llora su rabia y se dirige al presidente; Greta Thunberg, con su Asperger y sus trenzas, habla desde un cuerpo que no es el suyo y, de todas formas, debería estar en clase. Anuna De Wever, 17 años, una de las estudiantes que encabezan la revuelta cada vez más amplia en Bélgica, se niega a que le asignen una identidad de género. Las fronteras se borran y los frentes se unen en estos cuerpos transnacionales, transgénero, transluchas.

“No quiero vuestra esperanza. Quiero que sintáis pánico”, dice la voz. Estos chicos nacidos con el siglo no necesitan la imaginación de la que carecen sus padres para comprender el enorme combate que les espera. No hablan contra ni a favor, sino para sustituir todo lo que se derrumba.

Saben que limitarse a sabotear la nave no le interesa a nadie. En cambio, ¿no es apasionante reinventar modos de existencia, refundar una manera de estar en el mundo, elaborar un nuevo pacto natural, una nueva ética? Si consideramos la crisis medioambiental como un tablón de anuncios y una oportunidad para explorar y ocupar de otra forma el mundo, transformamos la amenaza en reto y el miedo en búsqueda.

En plena crispación sobre las fronteras, las naciones y lo local, cosas que ya no tienen validez, los hijos de este siglo piensan en el movimiento y la globalidad, y el dominio de las herramientas digitales les permite expandir sus actuaciones con una velocidad y una eficacia nuevas.

Un mundo, por definición, siempre se niega a morir. Cuando muere, se lleva consigo sus valores, sus virtudes y sus defectos. Y lo sustituye otro mundo, ni mejor ni peor. Por primera vez, en este recorrido caótico e impulsivo del Homo sapiens, el mundo que viene será peor que el anterior. Nuestra especie acaba de sufrir la mayor herida en su narcisismo, quizá peor que las infligidas por Copérnico, Darwin o Freud: la noticia de que ha contribuido a su propia destrucción y a la de todo su entorno. Ha tardado, a propósito y como para protegerse, en absorber esta derrota ontológica. Los brazos encargados de sostener este nuevo mundo deberán modificarlo por completo, replantearse una manera de estar en las cosas y ponerla en práctica, pero, al mismo tiempo, asimilar esa derrota espiritual de todo lo que condujo a la modernidad: el progreso y la fe en la razón y en las capacidades del ser humano. Es una tarea inmensa y compleja. Y sin embargo, al ver esos cuerpos, ese ímpetu, creemos que podrán con ella.

Pierre Ducrozet es escritor, autor de L’invention des corps. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. Este texto ha sido publicado en Libération.

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