Nosotros y los otros

El episodio del insulto que la semana pasada un niño dirigió al hijo de Najat el Hachmi, llamándole «moro de mierda», ha suscitado reacciones contundentes por parte de la propia escritora y de algunos expertos a los que este periódico pidió su opinión. La condena del insulto parece que es mayor en tanto que el hijo de Najat el Hachmi nació en Vic, y por lo tanto, debe considerarse a todos los efectos parte del nosotros y no de los otros. Más allá de lo absurdo que resulta este argumento -nada debería ser atenuante para no ser insultado-, entiendo que tanto la escritora como algunos expertos quieren llamar la atención sobre lo alarmante que resulta el hecho de que ni el lugar de nacimiento pueda ponerte a salvo del insulto, y de que, a pesar de tener las aulas llenas de niños y niñas inmigrantes de segunda generación, el aspecto físico o el nombre de pila sigan siendo determinantes para recibir insultos. Se alerta así sobre la no superación de la integración, sobre la racialización de las relaciones sociales y sobre los peligros que ello conlleva para la cohesión social.

No voy a entrar a valorar el episodio en cuestión. No me interesa comparar la gravedad de que a uno le llamen «moro», «polaco» o «charnego» en según qué contextos. Disponemos afortunadamente cada vez más de investigaciones sobre las relaciones sociales en las escuelas, y sabemos que el insulto basado en características fenotípicas de los alumnos, en la lengua o en la religión, es un recurso muy utilizado. Probablemente siempre fue así, pero ahora tenemos más evidencias de ello que deberían servir para conocer mejor cómo se relacionan los niños y adolescentes en las escuelas y cómo podemos gestionar las distintas formas de violencia verbal o física.

Me interesa llamar la atención sobre las razones que explican que sea tan difícil desplazar del imaginario social la identificación de los otros por sus atributos étnicos, de origen o por sus opciones lingüísticas o religiosas. Estas clasificaciones nos indican cuáles son los ejes de segmentación de las sociedades y las dinámicas de exclusión social. La mayor presencia de inmigrantes en nuestro país en la última década ha acentuado sin duda las percepciones de la diferencia basada en los atributos étnicos. Percepciones que se proyectan socialmente de distintas maneras, desde el racismo más extremo hasta las formas más sutiles de tolerancia cultural. ¿Qué es lo que mantiene estos imaginarios? A riesgo de simplificar una cuestión tan compleja, creo que pueden hallarse respuestas a tres niveles.

En primer lugar, el discurso político no ayuda en absoluto. Sea por sus silencios clamorosos o por el uso burdo de la inmigración como amenaza y fuente de votos, no ha aparecido un discurso político con suficiente fuerza que facilite la visión de los recién llegados como parte del nosotros. La pedagogía de las aportaciones económicas de la inmigración es débil y mala, y no consigue contrarrestar la visión de que «vienen a quitarnos nuestros puestos de trabajo». La rentabilidad política parece situarse mucho más en el «aquí no cabemos todos» o en la inseguridad asociada a determinados colectivos de inmigrantes. Tampoco el discurso político muestra voluntad de contrarrestar las percepciones sociales relacionadas con el acaparamiento de los servicios sociales por parte de los inmigrantes. Los datos agregados nos demuestran lo falso de esta percepción, pero nadie parece interesado en desmentirla.

En segundo lugar, los mayores emisores del rechazo de los inmigrantes son los que los tienen más cerca. Y este rechazo parece mayor cuanto mayor es la concentración numérica de estos colectivos. El insulto o el rechazo no nacen tanto de un repudio natural a los atributos étnicos, sino de un tipo de relaciones sociales complejas y a veces conflictivas que conducen a percibir al otro como amenaza o causa de todos los males. Estamos más ante un problema social que cultural. Podemos lamentar y condenar el racismo verbalizado, pero poco conseguiremos si pretendemos corregir la ideología supuestamente racista de los individuos, y sí, en cambio, si trabajamos sobre la complejidad de esas relaciones en el terreno de la vivienda, el uso de los servicios públicos, el empleo o la educación.

En relación con lo anterior, en poco o nada ayuda que los modelos de socialización escolar tengan que producirse en entornos altamente segregados. La segregación escolar en Catalunya es hoy tristemente una realidad consolidada, con algunos centros con niveles de concentración de alumnado de origen inmigrante cercanos al 100%. La pasividad política ante el problema es alarmante, y el resultado es que una presencia elevada de alumnado de origen inmigrante en determinados barrios o escuelas produce un efecto de huida o de rechazo de la población autóctona. Una escolarización segmentada por identidades difícilmente facilita la integración y menos aún desplaza del imaginario social la división entre lo propio y lo ajeno.

Todo insulto que apele a los atributos de los individuos es repudiable. Pero, dadas las circunstancias, no debería sorprendernos, aunque sí alertarnos.

Xavier Bonal, profesor de Sociología de la UAB.