Nostalgia atávica de liderazgos

Un lamento insistente recorre la opinión política, global, europea o española: la ausencia de liderazgo. En la queja es permanente el contraste entre el presente (supuestamente con políticos faltos de grandeza) con tiempos pretéritos (cuando debieron existir líderes verdaderos). Así, el desencanto con Obama, comparado con históricos del progresismo, como Roosevelt o Johnson; los responsables actuales de Bruselas —ni sus nombres son familiares—, cotejados con Monnet o Delors; o dirigentes de países influyentes como Merkel, contrapuesta con gigantes, como Schmidt o Kohl. Y en España, los novísimos actores políticos, descalificados como populistas, ambiciosos e inmaduros, comparados con hábiles operadores de la Transición, como Suárez, o con líderes transformadores, como González.

Sin embargo, es posible que la jeremiada no esté justificada, que el ansia de liderazgo no sea más que un remanente de pensamiento mágico en épocas de incertidumbre, manifestación de la necesidad atávica de atribuir a una “gran” persona, o a su ausencia, la causa de lo que sucede, o debiera suceder. Quizás represente también el sesgo individualista de comparar personas en vez de la más compleja operación de contrastar dirigentes politicos en situaciones disimilares. Y quizás no tenga en cuenta que la globalización ha vaciado de contenido los liderazgos meramente nacionales.

Nostalgia atávica de liderazgosTres actividades constituyen liderazgo. La primera, visualizar futuros transformadores del statu quo, la ambición del fin. La segunda y la tercera se refieren a los medios de acción, los recursos necesarios para conseguir grandes objetivos: respectivamente, generar energía para la consecución de fines; y facilitar soportes que hagan sostenible la tracción política. Para dilucidar si es justo el pesimismo generalizado, examinemos primero los medios de acción de nuestros jóvenes responsables políticos.

Para empezar, no ha faltado energía. La hubo el 15-M y los dirigentes de Podemos la irradian, enragés, en cada una de sus apariciones. Colau elegía como disfraz en sus días de activismo callejero a Superwoman, heroína tan repleta de energía a la que ni le afecta la fatal kriptonita. Y es energía fiera, personal y política, la de Sánchez ¡qué contraste con Rajoy, el presidente más entrópico! Alta energía también en Rivera, capaz de germinar en Cataluña, ecología yerma para los no soberanistas.

La segunda característica son estructuras de apoyo que institucionalicen las iniciativas del liderazgo, por ejemplo, un partido. Rivera ha fundado Ciudadanos. Iglesias, Colau, Oltra han creado movimientos, coaliciones. Sus talentos televisivos les han facilitado plataformas de visibilidad imprescindibles para entrar al mercado electoral. Que algunos de sus apoyos mediáticos hayan sido interesados no es demérito, es aprovechar oportunidades.

Una espléndida, e incómoda, ilustración de liderazgo en los medios de acción —entusiasmo y organización— es el soberanismo catalán. Cuenta con estructuras como la Asamblea Nacional y Òmnium, con una energía y capacidad movilizadora sin par en Europa. También son soportes los medios catalanes, casi unánimes en la defensa del derecho a decidir, así como disciplinados grupos de opinadores y animadores, siempre perfilando y actualizando argumentos para reforzar intelectual y emocionalmente la motivación hacia el objetivo. Y la Generalitat, subvencionándolos o colocándolos, como estructura de apoyo financiero.

Hay liderazgo en un objetivo cuando este es ambicioso. Hay ambición tremenda en la facción de Cataluña, ni siquiera mayoritaria, que intenta apropiarse de todo el país. La hay en el reto de Podemos de sacar el país de las instituciones europeas. La relación entre calidad de fines y excelencia en medios, entre moralidad y liderazgo, es ortogonal, imperfecta, inquietante. Desazona. Mientras, significativamente, los partidos constitucionalistas carecen de ese grado de ambición en sus objetivos. Sus propuestas son meramente preventivas, de fine tuning de los mecanismos de la superestructura política, pero carentes de una visión de lo que debería ser su aspiración política prioritaria: cómo hacer que a los españoles les vaya bien en la globalización.

Aún sin grandes objetivos, o sin alcanzarlos, los logros de nuestros novísimos candidatos a líderes impresionan. Podemos y Ciudadanos no estaban en el Parlamento hace cuatro cursos. Hoy cuentan con millones de votantes e influyen en la gobernabilidad del país. Sánchez, posible presidente y “jubilador” de las generaciones históricas del PSOE, era hace poco desconocido. Sin relevo generacional, el país seguiría cohabitando con la corrupción, y la desigualdad no estaría en la agenda política. Gracias a las habilidades retóricas de bastantes de ellos, la política vuelve a ser sorprendente, espectacular, mediática. Hay mucho de decoración, estilismo, en sus maneras, pero ¿cómo se hubiera abierto brecha en el bipartidismo sin populismo? Este no es irresistible en una democracia europea con población educada. En política rige el caveat emptor. Y el antipopulismo es, a menudo, el populismo del statu quo.

Por supuesto, los nuevos liderazgos tienen que probarse. Es difícil que Ciudadanos deje de ser una estructura ad hominem. Es improbable que Podemos no sea víctima de la misma revuelta antijerarquías que promueve, y que su dirección pueda mantener el control requerido por la acción colectiva organizada. El reto más relevante del PSOE no es formar Gobierno. Es salir de su campo base —rural, sito en territorios poco desarrollados, con población de edad avanzada— para ocupar las ciudades, donde habitan los jóvenes y las fuerzas productivas competitivas. Sin éstos no hay progresismo.

En un pasaje célebre, Freud desvelaba a las religiones como escapismos ante el desamparo material, impotencia ante la muerte, rabia ante las injusticias. Las religiones consolaban con un orden moral justo, aunque fuese post mortem. Desprestigiadas, el pensamiento mágico que las sustentaba sobrevive agazapado tras fantasías pretendidamente modernas, laicas, como el liderazgo. Pero éste es a menudo un reclamo ilusorio. Y es un inhibidor de la acción porque externaliza el locus de control, la responsabilidad, ya que el liderazgo, su presencia o ausencia, siempre se supone en otros. Podrán ser líderes o no, pero los nuevos dirigentes políticos españoles no se inhiben. Rivera no se amedrentó ante el autoritario régimen catalanista. Iglesias y sus académicos colegas intentan transformar teorías revolucionarias en prácticas, conocimiento en acción. Sánchez desafía las expectativas. Aunque no entusiasmen sus objetivos, fracasen, se aniquilen mutuamente, se transmuten en vieja política, y sean más jóvenes que nosotros, no tienen una concepción pasiva, primitiva, externalizada de la acción colectiva. No esperan a un líder. Han imaginado objetivos, generado energías, y creado o actualizado estructuras. Demuestran que sí se puede (intentar).

José Luis Álvarez es profesor de liderazgo de INSEAD (Fontainebleau-Singapur) y autor de Los presidentes españoles.

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