Nostalgia de Cela a los 100 años de su nacimiento

“Cela es un gigante, un ser abrumador que encierra en sus dilatados confines una dedicación a la literatura verdaderamente extraordinaria” ('Cela: nada menos que todo un escritor'. David Jiménez Torres. EL ESPAÑOL).

El pasado 11 de mayo hizo 100 años que nació Camilo José Cela, ese incansable trabajador del lenguaje que a tantos, empezando por mí, nos aleccionó con su sabiduría y nos ayudó con su serenidad. Por este motivo se han organizado relevantes actos de homenaje, como la Exposición que desde el pasado 5 de julio acoge la Biblioteca Nacional de España bajo el título “CJC 2016. El centenario de un Nobel. Un libro y toda la soledad” o el Simposio Internacional que se ha celebrado en la Universidad que lleva su nombre.

Y es que como Juan Luis Cebrián escribió –Camilo, o las insidias de la libertad. El País 9 de mayo de 1978–, Cela “es, sin duda y desde hace mucho tiempo, el primer prosista español de nuestros días (…)” y para ello “(…) le han bastado su imaginación y su pluma, su condición de escritor por delante de cualquier otra condición (…)”.

Por mi parte, repito lo que dije en más de una ocasión: con Camilo José Cela tengo una deuda que jamás consideraré saldada. Uno de mis orgullos es el de tener dedicados con cariño muchos de los libros que escribió y ser destinatario de algunas cartas que cada vez que leo me producen un nudo en la garganta. Sagrado y venerable nombre es la amistad, nos dice Ovidio, pero yo añadiría que sólo en la adversidad se te muestra el amigo. Y sé muy bien lo que digo. Por eso, por mi gratitud infinita hacia Camilo José Cela, quisiera sumarme a tantos y tan merecidos cumplidos de los que ha sido destinatario y hacerlo en una dimensión que para mí tiene una significación muy especial: la del hombre de ley.

Comienzo estas palabras con un párrafo entresacado de uno de los pétalos de esas memorias tituladas La Rosa y que, a mi juicio, resumen bien el ideal de justicia que guió a Cela en sus aventuras y desventuras: “La noción de lo justo y de lo injusto fue en mí una sensación precoz, y la impotencia ante la injusticia, algo que me sublevaba y me hundía en hondos baches de tristeza”.

Lo mismo que Alonso Quijano, Cela llevaba la libertad y la justicia en el alma: “la libertad es la salud y la opresión el sillón de ruedas del enfermo”, decía. Le fascinaba la ley y pensaba que para ser eficaz tenía que “asentarse sobre bases no extrañas al derecho natural ni a la inercia de la historia”. Como Cicerón, Cela creía que para ser libres había que ser esclavos de la ley y, al igual que don Quijote, era partidario de “no hacer muchas pragmáticas” y si se hacían, al menos tendría que procurarse que fueran buenas y, sobre todo, que se cumpliesen.

De los sentimientos de Cela siempre me llamó la atención su amor a la justicia y a sus oficiantes. Para la primera deseaba lo mejor, o sea, aplomo y mesura. No quería una justicia agitada, ni brusca, ni violenta, sino templada. Con frecuencia dejaba constancia de que “si la justicia pierde su frialdad, puede devenir en venganza, lo que es tan no deseable como los abusos contra los que se debe aplicar”. Y en cuanto a los segundos, Cela admiraba la profesión de juez, hasta el punto de afirmar que quizá el oficio más bello y difícil era “el del prudente y clemente, y sabio, y equilibrado juez” y estaba convencido de que la Justicia funcionaría por sí misma tan pronto se le devolviera su independencia, paso que, según él, debería darse por los políticos que, sin querer servirse de ella, supieran respetarla y probaran hacerlo. Por eso lamentaba que los escalafones de las carreras judicial y fiscal estuvieran divididos en categorías no orgánicas y sí políticas y rehuía de los adjetivos en la justicia. Para Cela un juez debía carecer de afán de aventura y “no aspirar a la prebenda ni tampoco al poder” y sugería que todos los dichos y argumentos judiciales se ciñeran al papel de oficio, lugar de natural acogida de providencias, autos y sentencias judiciales.

Otras de las facetas de Cela era su posición crítica ante determinados delitos; por ejemplo, con la corrupción. En una especie de “consenso para la golfemia” sostenía que el asunto no se solucionaría mirando para otro lado y aconsejaba la terapéutica del aire libre, “pues las salpicaduras nos alcanzan a todos, y, por fortuna, aún quedan muchos españoles que no han metido la mano en la bolsa”.

Ahora bien, si había algo con lo que nuestro Nobel se mostraba inmisericorde era con el terrorismo, al que calificaba como la más estúpida, envilecedora y ruinosa de todas las violencias. De ahí su empeño en cortar por lo sano, pero, eso sí, siempre con el instrumento de la ley y ningún otro y, por tanto, con rechazo expreso de lo que se llamó guerra sucia o crimen de Estado, versión del principio de que el fin justifica los medios, al que siempre opuso muy serios reproches morales y jurídicos: “la última razón para el crimen no asiste a nadie, y crimen puede ser la desorbitada acción heraldo de una política desorbitada y vengadora”. Para Cela, la única herramienta válida contra el delito era el imperio de la ley, aunque no la del talión, que además de inmoral, jamás es eficaz ni sirve de consuelo.

En el terreno de la política criminal, Cela era muy partidario de Becaria al preconizar que las penas fueran precisas, prontas y de ineludible cumplimiento. En su dilatada obra se pueden encontrar varios pasajes donde recomienda no atemorizar al personal con las plagas del infierno, pues “los castigos en buena y equilibrada norma, no tienen por qué ser ejemplares sino justos”. Para él, a la cárcel tendrían que ir quienes tuvieran que ir, pero tampoco por más tiempo del debido y recomendaba “no perder la calma ni ensañarse con nadie”. Aun así, nunca se olvidaba de los que padecían el crimen y proponía que al noble principio de odiar al delito y compadecer al delincuente se añadiera pensar más en las víctimas. Por eso reclamaba rigor y seriedad en la aplicación del tratamiento penitenciario y las progresiones de grado, poniendo especial énfasis en las “ocasiones en que los permisos de fin de semana o los regímenes abiertos conseguían que no se frustrasen” determinadas vocaciones delictivas.

Cuando Camilo me decía estas cosas, a la memoria me venía la figura de aquel centenario juez del condado de Placer County y que él tanto admiraba, pues sabía que juzgar al prójimo “es un raro tejer y destejer de perdones y azotes”. Tan era así que en una ocasión llegué a proponerle que redondeara su vida como juez de paz de Iria Flavia, donde seguro que con los conocimientos adquiridos en la provechosa y hasta dolorosa escuela del día a día, acertaría cada vez que tuviese que dar a cada uno lo suyo.

Aquí pongo punto y final a este breve y modesto recordatorio. Tengo para mí que Camilo José Cela, aquel hombre justo al que no me canso de añorar y a quien, volviendo a la cita de Juan Luis Cebrián, “le sobraban coherencia intelectual y moral”, de vivir hoy hubiera celebrado su centésimo cumpleaños rodeado de leales amigos y, como cabe suponer, abrazado a Marina , su segunda y definitiva mujer y que para Camilo, según declara en la dedicatoria de Memorias, entendimientos y voluntades, fue su “peto y su espaldar”. Y es que como Picasso le dijo en una ocasión: “Camilo, nada puede hacerse sin amor; sin amor no puedes dar ni un solo paso”.

Javier Gómez de Liaño es abogado y magistrado excedente.

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