Nostalgia de la Guerra Fría

Joe Biden dijo en Naciones Unidas: “No buscamos una nueva Guerra Fría”. El que se excusa se acusa. Ahora se ha sabido que hace un año, el jefe de la Junta de Estado Mayor tuvo la sospecha automática de que si Trump perdía la elección lanzaría un ataque nuclear por sorpresa contra China que le permitiera anular los resultados de la votación y continuar en el poder, por lo que tomó las precauciones disponibles para evitarlo.

En las últimas semanas, Estados Unidos ha decidido instalar submarinos con propulsión nuclear en Australia; ha reactivado una red de inteligencia con sus aliados en el Pacífico, y Biden ha presidido la primera reunión en la cumbre del acuerdo militar Quad (o cuadrángulo) con los jefes ejecutivos de Australia, India y Japón.

La nostalgia de la Guerra Fría está siempre revoloteando en el famoso complejo industrial-militar y en la burbuja de expertos en política exterior de Washington. Bill Clinton dijo que envidiaba a Kennedy porque tenía un enemigo. George W. Bush denunció el “eje del mal” formado por Irán, Irak y Corea del Norte en analogía con el “eje” de Alemania, Italia y Japón en la Segunda Guerra mundial. Más explícitamente, sostuvo que los terroristas de Al Qaeda “seguían el camino del fascismo, el nazismo y el totalitarismo”.

La Guerra Fría había dado muchas ventajas a los gobernantes de Occidente. Lo primero era asustar a la gente. En los años cincuenta, el Gobierno de EE UU construyó refugios contra bombardeos y radiaciones y alentó a la población civil a que construyera refugios familiares en los sótanos o los patios de sus casas. La propaganda en radio y televisión fue ampliamente utilizada para esa misión. En las escuelas, los niños practicaban el ejercicio de “agacharse y cubrirse” debajo de los pupitres al son de una simulada sirena de alarma del inevitable ataque nuclear. Los mensajes gubernamentales advertían: “No haga nada más que esperar órdenes de las autoridades y relajarse”. Era todo un programa.

Muchos ciudadanos siguieron el consejo y adoptaron una actitud sumisa, un sentimiento de unidad, de amor por los valores patrióticos y orgullo del modo de vida americano. La mayoría confiaba en los gobernantes, que aparecían sobre todo como protectores y proveedores de seguridad. Desafiar al Gobierno en medio de una guerra habría sido una traición. En paralelo, los gobernantes podían mantener secretos de Estado, los resultados de sus políticas públicas no eran seriamente evaluados, gozaban de una discreta privacidad por los medios, y recibían reverencia y devoción.

La segunda Guerra Fría de los años ochenta repitió la estrategia. Los mayores podrán recordar como en la España de 1983 se difundió por televisión la película americana El día después, la cual mostraba los horrorosos efectos de la esperada guerra nuclear. Al final, la voz en off decía: “Los catastróficos acontecimientos que usted acaba de ver son, con toda probabilidad, menos severos que la destrucción que ocurriría realmente en caso de un ataque nuclear contra Estados Unidos”. La llamada guerra de las galaxias y el despliegue de misiles antisoviéticos en Europa occidental extendieron el alcance del mensaje.

Durante la mayor parte del periodo posterior a la II Guerra Mundial hubo en Estados Unidos y en la mayor parte de Europa occidental prosperidad económica interior y miedo a un enemigo exterior. Pero desde la disolución de la Unión Soviética, todo se giró cabeza abajo. Una vez hubo desaparecido la alerta permanente y el pánico a una guerra nuclear, la gente perdió el miedo. La atmósfera política de los últimos treinta años ha sido la contraria del periodo anterior: desconfianza general en los gobernantes, escrutinio de las prácticas de corrupción, filtraciones de planes y mensajes confidenciales, escándalos frecuentes por negocios o asuntos privados de los políticos, y sonoros llamamientos a más transparencia y rendimiento de cuentas.

¿Cómo no añorar la Guerra Fría, si uno es un pobre político cada vez más impotente para satisfacer las expectativas de los ciudadanos? Las agendas de la opinión pública se han dilatado, como un acordeón, con una enorme cantidad de temas económicos, sociales, culturales, de derechos de todo tipo que antes habían quedado relegados por la prioridad a la política exterior. En Estados Unidos la decepción de los ciudadanos se agrava por la ineficiencia del sistema político e institucional. La separación de poderes, los llamados frenos y contrapesos entre la Presidencia, la Cámara de Representantes y el Senado, los límites de un sistema con solo dos partidos viables, impiden que se puedan tratar muchos temas a la vez. La agenda política efectiva se pliega y la mayoría de las decisiones y proyectos legislativos permanecen paralizados.

La Administración de Joe Biden se enfrenta ahora a este desafío: cómo responder a tantas expectativas creadas o al menos peinar el desmelene general. La intuición del jefe del Estado Mayor no era desacertada. Hay nostalgia de la Guerra Fría. Y China está ahí.

Josep M. Colomer es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Georgetown en Washington y coautor de Democracia y globalización (Anagrama).

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