Nostalgia de la libertad

Estos días, en medio de unas circunstancias inéditas y excepcionales, solamente creíbles en la ficción, se me vinieron a la cabeza estas dos historias ejemplares que, para gran parte de nuestros conciudadanos, les serán desconocidas. Una transcurrió en Lisboa, mientras que la otra en Nápoles. Ambas urbes están cargadas de tantas maravillas naturales como artísticas que, para los visitantes, se les hacen desapercibidas estas vidas. A finales del siglo XIX vivió el doctor Sousa Martins (1843-1897). Había nacido en Alhandra, una pequeña población a 30 kilómetros de la capital portuguesa, donde está enterrado y su casa es ahora un museo y tiene una estatua. Estudió farmacia y medicina. Fue empleado en la Farmacia ultramarina de su tío, que aún está en la Rua de San Pablo, casi enfrente del gran portalón que bajo techo oculta en su interior el Elevador de Bica. Catedrático de la Universidad de Lisboa y siempre médico de los desfavorecidos. Ayudó a los pobres e intervino generosamente contra todas las epidemias de su tiempo, especialmente la tuberculosis, enfermedad a la que él mismo sucumbió. Tanta fue su dedicación a los demás que, aún hoy, en la Plaza lisboeta del Campo Santo, rebautizada como Campo Mártires da Pátria, se alza una gran estatua en su honor. Y no es la grandiosidad de la misma, frente al edificio de la Facultad de Medicina, lo que atrae y llama la atención, sino la multitud de exvotos que la rodean: placas de mármol agradeciéndole los favores sanitarios recibidos. Sousa Martins es un santo laico, y no lo es de la Iglesia católica porque él creyó más en la ciencia que en la fe; pero, sobre todo, porque cuando se vio ya perdido, aislado en su pueblo por la tuberculosis, se suicidó. Ángel Crespo en Lisboa mítica y literaria, se refiere a él como médico taumaturgo que compite, sin pretenderlo, con nada menos que con San Antonio de Padua (que era de Lisboa) y con el Patrón San Vicente. Azulejos, velas, incensarios, escapularios, figuras de cera, pinturas y otros muchos objetos de recuerdo y culto llevan su rostro. Hoy, ante la situación en la que vivimos, se habrán incrementado el cúmulo de peticiones. En el año 1990 fue santificado con una ceremonia universitaria en el Aula Magna de la Universidad de Lisboa. El Premio Nobel de Medicina, el portugués Egas Moniz, dijo que Sousa era una persona «irreprochable», «maestro de la medicina» y un «científico avanzado».

El doctor Moscati (1880-1927) es nuestro segundo y último ejemplo. Este italiano sí era muy religioso. Fue médico ejemplar y se dedicó, aparte de atender a los pobres, a cuidar de los incurables. En sus muchos y varios escritos afirma que no hay mayor virtud que la caridad: «Dios es caridad, quien está en la caridad está en Dios». Moscati, además de dedicarse a esta cotidianeidad triste, intervino decisivamente en los desastres provocados por la erupción del Vesuvio, o las diversas epidemias de cólera y tuberculosis. También tuvo un papel decisivo en la organización de un hospital de campaña que reunió a más de 3.000 soldados italianos heridos en la Primera Guerra Mundial. Fue canonizado por Juan Pablo II, en el año 1987. Si Sousa murió a los 54 años, Moscati lo hizo con 46, víctima del agotamiento físico. Está enterrado en la Iglesia de Gesú Nuovo, en pleno casco histórico napolitano. También luce Moscati, en su estatua, delante de su sepulcro, la bata médica. En varias salas cuelgan de las paredes cientos de exvotos. También hay una reproducción de su consulta. Ambos no tuvieron familia más allá de los pobres y enfermos. Ambos también despreciaron todo lo material y criticaron a aquellos que se beneficiaban económicamente del dolor de los demás. Giacomo Campiotti, en el año 2007 y para la RAI, rodó una película sobre su vida.

Hoy la medicina no se basa en el esfuerzo gigantesco de una serie de personas individuales, sino que la tarea es ya realizada por un gran colectivo de magníficos profesionales preparados para combatir los muchos males con los que todavía la humanidad se ve aquejada. Gracias al esfuerzo de personajes como los nombrados, arquetipos de otros muchos, el estado fue tomando conciencia de que la libertad tampoco existe si cada uno de sus ciudadanos no tiene derecho a recibir atención médica, sea del estrato social que sea. Y para eso una democracia como la nuestra, hoy tan vilmente acosada, incluso desde los socios del Gobierno, debe proporcionar recursos económicos suficientes para que los médicos y quienes los rodean puedan desarrollar bien su trabajo en beneficio de todos. La democracia también enferma, y gravemente, cuando sus ciudadanos mueren en situaciones tan precarias y trágicas, como las de ahora, por las malas y tardías decisiones de sus incapaces gobernantes. Una vez pase todo esto, a la profesión médica se le debe devolver el respeto que se le robó, y antes de homenajes y placas y discursos vacíos hay que dignificarlos con muchos más medios y honorarios. Ese será el agradecimiento que se merecen por su heroico comportamiento. En los últimos años ha sido uno de los colectivos peor tratados.

Da asco escuchar a Rufián pedir que se retire el despliegue del ejército y el de los cuerpos de seguridad estatales, para invertir ese dinero en la sanidad. A gran parte de los españoles de bien, nos hubiera gustado que el despilfarro de millones de euros dedicados al independentismo se hubieran invertido en la sanidad de Cataluña. El ejército y los cuerpos de seguridad, en una democracia, están para ayudar a sus ciudadanos que son quienes les pagan. ¿Acaso Rufián no ha visto en Francia, sobre todo en París, desde hace años, desplegado al ejército francés para impedir atentados? ¿Acaso Rufián no ha visto lo mismo en Italia y en otros países europeos también democráticos? Probablemente no, pues ya sabemos que su categoría cultural es todavía más ínfima que su catadura moral. Decía Croce, contemporáneo y coterráneo de Moscati, que la historia no es más que la historia de la libertad. Rufián, como su troupe populista-independentista, tiene tal falta de talento que roza la genialidad, una genialidad estúpida y malévola.

El mundo lleva décadas intoxicándose y, ahora, ha llegado un periodo de desintoxicación obligatoria. El frenesí en el que hemos vivido nos conduce a este paro forzoso, a este silencio. La comercialización del espíritu, la manipulación de las masas, el fraude intelectual, el permanente fomento del fanatismo y la discordia, el ahogamiento de los medios de comunicación libres, la explotación de las emociones más bajas, la traición a la solidaridad terráquea, la destrucción continua y sin piedad de la naturaleza, conduce a la muerte de la sociedad y la extinción de la civilización. Sayer y Schumacher, filósofos y publicistas de la paz, en los años cuarenta ya lo advertían, como tantos otros pensadores y escritores. Tanto es así que se acusó a toda la filosofía contemporánea de ser apocalíptica. Derrida, en el año 1982, escribió ¿Sobre un tono apocalíptico recientemente adoptado en filosofía? Y allí ya hablaba del agotamiento de los recursos del planeta, la deshumanización, el todavía incipiente totalitarismo tecnológico y el control sobre la vida y las libres opciones individuales. La filosofía pero, sobre todo, la poesía, siempre han sido premonitorias, han sido las Casandras. Pero ya sabemos el caso que le hicieron y lo que luego pasó. Duras pruebas vamos a pasar en los próximos meses y, como le sucedió a Job, seremos capaces de soportar el dolor, pero no así la conciencia de haberlo merecido.

La Unión Europea está también ante una de sus pruebas más difíciles. Cuando se firmó el Tratado de Maastricht se hizo para superar unos intereses nacionales profundamente arraigados para crear una verdadera unión política basada en el compromiso con una identidad europea. Lo que ha venido pasando estos días lo pone todo en entredicho. Cada vez nos alejamos más de aquella propuesta de Kant de crear una república cosmopolita gobernada por una sola ley. El hablaba de algo universal, yo me conformo con la propia UE. Es esta una época muy peligrosa para lo que Max Weber denominaba «autoridades carismáticas». Es decir: autoritarias, despóticas y totalitarias. Lo que está pasando ya en Rusia y los EEUU. Safranski, en El drama de la libertad, escribe: «El hombre a través de la civilización se emancipó de la naturaleza y ahora la civilización se emancipa del hombre. Pero ahora los hombres han producido la civilización de la ciencia técnica. ¿Tras la muerte de Dios vendrá la del hombre? Un hombre pasado de moda, que todavía sigue haciéndose ilusiones con su libertad». Esperemos que el estímulo del miedo nos haga reflexionar.

He escuchado infinidad de veces la Sinfonía nº 7, Leningrado, de Shostakóvich; nunca la he llegado a entender tan bien como ahora. Estamos sitiados, y nuestras culpas colectivas son la materia de ese virus invisible y enemigo. Lo venceremos pronto, pero no se si de la misma manera derrotaremos nuestros odios, intransigencias, avaricias, venganzas y demás graves miserias. Ahora, más que nunca, los españoles deberíamos renunciar a nuestras rencillas instigadas por aquellos que solo van a obtener beneficios para sí mismos a costa de las emociones irracionales de los demás. «España es el último país que aún tiene alma», escribió Cioran. ¡Que nadie, visible o más o menos invisible, nos la arrebate!

César Antonio Molina es ex director del Instituto Cervantes y ex ministro de Cultura. Autor de La caza de los intelectuales (Destino), Las democracias suicidas (Fórcola) y Para el tiempo que reste (Vandalia).

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