Nostalgia de las bellísimas personas

Viendo uno de los últimos capítulos de Boardwalk Empire, la magnífica serie de Martin Scorsese, cuando uno de los gángsteres protagonistas asesina a hachazos a su padre y se acuesta con su madre (a instancias de ésta, quien le asegura que no están haciendo “nada malo”), uno se pregunta qué extraño ensamblaje neuronal nos mantiene ante la pantalla para contemplar un espectáculo que contraviene todos nuestros esquemas culturales, éticos y morales.

Puede que sea la fascinación que el Mal nos provoca a quienes nos movemos simplemente entre lo correcto y lo incorrecto, la perplejidad estuporosa con la que observamos actitudes humanas que van mucho más allá, debatiéndose entre lo apocalíptico y lo integrado, que nos diría Umberto Eco, para no utilizar términos que incursionan en el terreno sobrenatural, como los de salvación o condenación. Lo cierto es que quedamos enganchados ante este tipo de relatos, preguntándonos siempre si realmente esos seres perversos nacen así o se hacen por condicionantes sociales, debate que apunta al corazón de la controversia entre conservadores y progresistas sobre la naturaleza humana.

Aunque también podría ser nostalgia subliminal por un mundo en que el bien y el mal estaban identificados en una sociedad jerárquicamente estructurada, sólida como el granito. Hoy, por el contrario, en plena sociedad en red, líquida o claramente gaseosa, sin más categorías que las del éxito o el fracaso, el mal se hace poroso, inaprensible y no acertamos a enmarcarlo: ¿quién es hoy capaz de definir al gángster en una sociedad en que los mafiosos, más o menos presuntos, son indistinguibles de los aparentemente inocuos pícaros, tan entrañablemente españoles, y por si fuera poco, son jaleados… y votados masivamente en las urnas?

Escribía hace unos meses Vicente Verdú en estas páginas que a la inmoralidad esencial del sistema económico se añade la carga de la débil moral cívica o personal, una pérdida de consistencia de las personas que puede llevar a una auténtica crisis de una civilización, organizada en buena parte en torno a la confianza interpersonal y a la solidez de las instituciones… Y tiene razón: ¿quién puede fiarse hoy de un prójimo lanzado por el tobogán del sálvese quien pueda, que no vacila a la hora de encaramarse sobre la espalda de los demás, incumplir la palabra dada, alardear de camuflaje tributario o deshacerse de su pareja como si fuera un kleenex usado? ¿Y qué decir de unas instituciones trufadas de corruptelas?

Quienes nos educamos en los años de postguerra, bajo los más rancios parámetros del nacionalcatolicismo, nos empeñamos luego en una cruzada higiénica contra todo lo que se moviera en la onda del antiguo orden jerárquico, elitista y casposo, desde la autoridad paterna a los asuntos de cama, pasando por los métodos de enseñanza (¡la pérfida memorización de reyes godos y otros floridos pensiles!), a aspectos elitistas del ocio, como la ópera, el golf ¡o incluso el tenis! Luego vendrían las sucesivas caídas del caballo de los progres instalados en el poder, hasta la apoteosis del “gatos negros o blancos, lo importante es que cacen ratones”, pero esa sería otra.

Naturalmente, en aquel ambiente contestatario, las denominadas bellísimas personas, propias de épocas anteriores empezaron a ser motivo de befa y escarnio y relegadas al museo antropológico. Aquellos extraños seres fieles a sus principios y compromisos, honestos, formales, solidarios, compasivos, prestos siempre a ayudar y socorrer si era preciso, hombres de una pieza (antes de los tiempos del todos y todas, las mujeres sólo podían y debían ser honestas y piadosas), fueron sufriendo la implacable erosión de las diferentes sedimentaciones posmodernas hasta desaparecer por el sumidero de la pequeña historia.

Pero es que con ellos, como el agua de la bañera que se lleva al niño, también han desaparecido los malos de la serie negra, identificados en el cine en los rostros de Edward G. Robinson o James Cagney. Con la difuminación del mal en mil vericuetos indistinguibles también acaba de desdibujarse el entramado social que entretejía la confianza mutua. El malo deja de mostrar las torvas muecas de aquellos actores y adquiere la faz neutra del vecino afable “que siempre saludaba”, ¿quién iba a decir que metía la mano en el dinero de todos o que pegaba a su mujer o que metía el dedo en el ojo de sus competidores?

La bellísima persona que se había ganado su reputación (otro concepto tristemente irrelevante hoy día) trabajando honradamente y que ostentaba un lenguaje pulcramente educado, que era la antítesis de la ostentación, ese extraño personaje ha sido sustituido en el ránking de los admirados, primero por los simplemente majos, personajes tan desinhibidos como leves, y finalmente por los famosillos o vivales o simplemente desvergonzados que han sabido dar con la tecla adecuada para ascender sin contemplaciones en la escala social y que sólo son capaces de balbucear latiguillos universales.

Volver a identificar y desenmascarar al Mal es hoy tan crucial como cuadrar las cuentas públicas. Rescatar la necesidad de admirar la excelencia, entendida como el trabajo bien hecho, la honestidad, la fidelidad a la palabra dada, la prudencia, la generosidad, es saltar la valla de espinos que nos mantiene en el imperio de la normalidad, esa pretendida y falaz igualdad de todas las opiniones y la supremacía de cualquier actitud que logre el triunfo. Esa entronización del ciudadano de a pie, que habla claro, sin complicaciones intelectualoides, esa apoteosis de la mediocridad, esa condescendencia con los pícaros y desvergonzados son algunas de las causas de la gran caída de nuestra civilización.

Es preciso rescatar si no a aquellas venerables bellísimas personas, sí a ciudadanos capaces de desplegar virtudes cívicas, esas que deberían enseñarse a todos los niños en la escuela (la burda desnaturalización de “Educación para la ciudadanía” pone la guinda a otro intento abortado), personas susceptibles de ser emuladas, capaces de generar una reputación de honestidad y solidez, doblemente exigible (un elemental plus de ejemplaridad) en quienes ejercen altas responsabilidades. Los últimos episodios de exóticas cacerías, semanas caribeñas, jubilados de oro y declaraciones de políticos nada compasivas con los que peor lo están pasando en la crisis, no son precisamente estimulantes.

Pedro J. Bosch es médico-oftalmólogo, periodista y escritor.

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