Nostalgia de libertad

Confieso mi sorpresa por la disciplina y abnegación con que los ciudadanos españoles llevan el confinamiento al que están obligados desde hace ya casi dos meses. Sería mejor si su conducta obedeciera a su confianza en las recomendaciones de las autoridades y de las fuentes de información a las que acceden y no simple consecuencia del miedo al virus o a las multas. En todo caso, el confinamiento es toda la respuesta que los Gobiernos de todo el mundo han encontrado hasta ahora a esta amenaza y los españoles la siguen a rajatabla, mejor que nadie.

Aunque esto sea motivo de celebración, creo que debe ser también una oportunidad para la reflexión. Permanecer encerrados en casa durante tan largo periodo de tiempo no es un sacrificio menor. La libertad de un individuo empieza con la libertad de movimientos. Andar, desplazarnos de un lugar a otro, es lo primero que hacemos en la vida, antes incluso de tener conciencia de nuestro ser. Todas las demás libertades vienen como complemento de esta tan básica. Un preso puede ver su sentencia rebajada al arresto domiciliario, pero aún es una condena. Por ser tan elemental y primaria, la libertad de movimientos resulta tan natural. Todas las grandes oleadas migratorias de la humanidad fueron fruto del instinto humano de desplazarse de un lugar a otro en una eterna búsqueda de satisfacción.

Nostalgia de libertadEs conveniente, por tanto, plantearnos qué efectos puede tener una pérdida tan prolongada de esa libertad y cómo va a afectar eso a todas las demás libertades. En definitiva, en qué medida puede degradarse nuestra condición de hombres y mujeres libres, hasta qué punto estamos haciendo un sacrificio que puede, a la larga, actuar en detrimento de las sociedades democráticas en las que vivimos. Es muy posible que, por razones de supervivencia, no quede más remedio que hacer lo que estamos haciendo. No lo dudo. Pero aun así, sería oportuno que, junto al debate sanitario, se generara otro político sobre nuestra realidad y nuestro futuro.

Es posible y necesario discutir lo que hacemos con nuestra democracia al mismo tiempo que discutimos lo que hacemos con nuestra salud. Tenemos que asegurarnos de que el Gobierno no confunda nuestra disciplina con docilidad y de que la “nueva normalidad” no equivalga a una pérdida de nuestros derechos. Ya se han producido alrededor del mundo algunos signos del peligro de que la pérdida de la libertad de movimiento sea aprovechado para la incautación de otras libertades. A rebufo del silencio provocado por el coronavirus, el Gobierno chino ha incrementado la represión contra los líderes de las protestas en Hong Kong. En Líbano han crecido las detenciones de opositores. Chile ha postergado el referéndum constitucional con el que el Gobierno había transigido después de meses de manifestaciones. Incluso en Estados Unidos existe el temor a un retroceso democrático, incluido el retraso de las elecciones del próximo mes de noviembre. El candidato demócrata, Joe Biden, ha alertado públicamente sobre la posibilidad de que Donald Trump pueda intentarlo con la excusa del peligro para la salud.

La suspensión de unas elecciones son el grado máximo de degradación de nuestro sistema político. Corea del Sur, que votó en medio de la pandemia con cerca de un 70% de participación, la mayor en 30 años, es un ejemplo de que puede hacerse compatible la preocupación por la salud y por nuestra democracia. Existen hoy, afortunadamente, medios y tecnología suficiente, al menos en los países desarrollados, para poder votar sin poner en peligro a los ciudadanos. “La causa global de la democracia se vería gravemente debilitada si las naciones occidentales fracasan a la hora de celebrar elecciones libres, justas y seguras”, afirma un editorial de The Washington Post.

Nuestra salud democrática exige seguir votando, pero no solo; necesitamos seguir ejerciendo nuestros derechos al máximo posible y gozando de nuestra libertad con los límites mínimos exigidos para hacerla compatible con la vida. Esa es la responsabilidad y la obligación de nuestros Gobiernos. Nuestros dirigentes deben, por supuesto, seguir las indicaciones de los expertos sanitarios en una situación de tanto riesgo para la población. Pero eso no puede ser excusa para la dejación de responsabilidades políticas o la negligencia; mucho menos, para la merma injustificada de nuestra condición de ciudadanos.

Las difíciles circunstancias sanitarias actuales no deben impedir que cada cual y cada institución cumplan con sus obligaciones. El primero, el Gobierno, al que le corresponde asumir la responsabilidad de dirigir y administrar el país, asesorado por expertos, como siempre debería de ser, pero no sustituido por ellos. Solo el Gobierno, no los expertos, debería ser capaz de tomar las decisiones equilibradas que concilian intereses diversos en busca del bien común. Es al Gobierno también al que corresponde la creación del clima político adecuado para vertebrar a la sociedad y fomentar la solidaridad y la colaboración. Es el Gobierno el que tiene que fomentar el diálogo y los acuerdos con otras fuerzas en busca del mayor respaldo posible a sus medidas.

Es al Gobierno al que corresponde eso, y no a la oposición, cuyo papel en una democracia es el del control y la vigilancia, el de analizar las decisiones del Ejecutivo y criticarlas o respaldarlas de acuerdo a su criterio y ante la mirada de los votantes, que se pronunciarán después. Incluso en circunstancias excepcionales, la oposición no puede eludir su obligación fundamental de ser una alternativa al Gobierno constituido. Para eso existe.

Como los medios de comunicación no pueden renunciar a la crítica constante. No he visto en Estados Unidos, con cerca de 60.000 muertos por el virus, una reducción de la crítica a Trump. The New York Times publicaba ayer en doble página un análisis de las 260.000 palabras pronunciadas por el presidente desde el comienzo de esta crisis, con todas sus contradicciones, inexactitudes y mentiras. Trump sigue empeñado en administrar la verdad y en combatir la supuesta difusión de bulos. Cuando un Gobierno se atribuye la autoridad de intervenir en el contenido de la información, con poderes diferentes al que la ley pone en manos de cualquier ciudadano, está atacando la raíz de la libertad de expresión. Lo mismo que cuando inunda los medios públicos con la verdad oficial.

Quizá tengamos que seguir encerrados en casa, pero cada uno tiene que estar en su lugar en la defensa de nuestra libertad y nuestra democracia: los ciudadanos no son los vigilantes de sus vecinos, el Parlamento ha de seguir siendo el lugar en el que el Gobierno responda y los jueces deben continuar con los procedimientos esenciales para que no se produzca una situación de desprotección y desamparo entre la población. Contamos con recursos técnicos para que así sea.

Cualquier gobernante, incluso democrático, ha soñado secretamente alguna vez con un paradisiaco escenario en el que la gente permaneciera en silencio en sus casas y todas las instituciones acalladas por fuerza mayor. No es la primera vez que los líderes políticos se encuentran ante circunstancias que hacen su poder casi absoluto. Ahí es donde se comprueba la estatura de cada cual. El historiador Jon Meachan cuenta que una de las cosas que aprendió John Kennedy en la crisis de los misiles fue la necesidad de imponerse a sí mismo límites al enorme poder que tenía en sus manos, incluido el botón rojo. La estrategia de Trump, en cambio, tal como la describe Michael Gerson, es la de aprovechar sus privilegios —incluido el de las constantes comparecencias televisivas— para dividir al país, satanizar al adversario y polarizar hasta tal punto la situación que solo queden dos grupos: “Los que creen su versión y los que llegan a la conclusión de que no existe ninguna versión que merezca ser creída”.

Antonio Caño

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