Nostalgia de lo que abandonamos en Argelia

Placa de la calle de Cervantes, en Argel, donde se encuentra la cueva en la que el escritor se escondió en 1577 durante un intento fracasado de fuga. EFE
Placa de la calle de Cervantes, en Argel, donde se encuentra la cueva en la que el escritor se escondió en 1577 durante un intento fracasado de fuga. EFE

Los últimos republicanos que escaparon en barco de España hacia el exilio salieron de Alicante. Lo hicieron a bordo de un buque británico, el Stanbrook, que estaba fondeado allí para transportar azafrán y naranjas, pero que, por la decisión humanitaria de su capitán, cargó a miles de pasajeros (más de 2.500) que esperaban en el puerto y que sospechaban la represión que se les avecinaba si se quedaban en España. El viaje de este barco y su carácter simbólico lo han hecho famoso, pero se tiende a olvidar el lugar al que llegaron esos exiliados: el puerto de Mazalquivir, en Orán (Argelia). Muchos se quedaron en Argelia, y la Gendarmería colonial francesa no siempre lo puso fácil; otros permanecieron unos meses en el país del Magreb antes de buscar una nueva vida en América.

No era una Argelia idílica, pero era la época en que Orán contaba con una sólida comunidad española. Era un territorio muy hispanizado que mostraba aún su viejo pasado español: Orán había sido dominio de la Monarquía hispánica casi dos siglos hasta finales del XVIII y en 1874 fue el refugio de cientos de insurrectos murcianos; fue Orán, recordemos, el lugar donde Marcelino Camacho fue conducido tras escaparse en Tánger del campo de trabajo donde cumplía condena. Incluso Franco, en su irreal sueño africanista, codició a inicios de los años cuarenta apoderarse de Orán porque sostenía que rezumaba hispanidad.

La sociedad española en Argelia se manejaba entonces entre el francés colonial y el árabe, pero el español y el catalán sonaban en las calles argelinas; de hecho, estudios recientes localizaban en el árabe argelino de finales del siglo XX hispanismos como monigote, borrico o chico. Alguno aún subsiste hoy, pese a que tras la guerra de Argelia (1954-1962) esa comunidad española prácticamente desapareció y se fue desdibujando el pasado cultural hispánico.

La lengua española ha sido, pues, históricamente un idioma presente en Argelia. Lo es hoy, por sus dos institutos Cervantes y por ser lengua común dentro de los campamentos de Tinduf, donde los refugiados saharauis la mantienen con mayor lealtad que los saharauis que se quedaron en su territorio de origen y que hoy son súbditos de Marruecos. Lo fue en otro momento: Argelia funcionó como uno de los puertos de acogida de los miles de judíos españoles que emigraron a cuenta de la expulsión que decretaron los Reyes Católicos en 1492, y de los árabes que, en ese mismo año, tras la caída del reino nazarí de Granada, prefirieron la salida de la Península antes que la conversión. Que haya en Orán un balneario llamado Les Andalouses dentro de la playa del mismo nombre nos evoca esa salida de andalusíes y su establecimiento en Orán.

Un conflicto como el que ahora se ha levantado entre Argelia y España no es bidimensional: se mezclan la ruptura del aparente equilibrio histórico del Gobierno español respecto al Sáhara Occidental con unas relaciones desde hace décadas tirantes entre Marruecos y Argelia; además, a la fortaleza que dan a Argelia sus gasoductos se agrega la inestabilidad del Este europeo. Una situación tan compleja no se soluciona porque España y Argelia hayan compartido lazos en el pasado, pero una puede preguntarse qué hubiera pasado si, en su momento, la vinculación entre España y Argelia se hubiera cuidado mejor en términos culturales, si esa variedad de español argelino se hubiera considerado un dialecto del español fuera de España y si eso se hubiera rentabilizado en términos de diplomacia.

Rota la relación colonial con Francia, España no se esforzó por legar a la posteridad lo que hoy sería un lazo cultural provechoso. Y el caso es que España no tenía por qué haber renunciado a esa continuidad lingüística: de hecho, Francia incluye a Argelia en su organización internacional de la francofonía como parte de una misma comunidad lingüística.

Es iluso pensar que compartir la lengua evita el conflicto (de hecho, nuestras relaciones con la América hispanohablante tienen, de cuando en cuando, rachas pedregosas) pero contar con hablantes de español garantiza al menos una primera posibilidad de diplomacia con otras naciones. No podemos ser tan necios como para rechazar la validez de la lengua en la creación de lazos socioculturales hacia los que pueden proyectarse estados de opinión.

Claro que, para hacer uso de esa oportunidad, hay que definir qué supone España en el ámbito de la hispanidad: España no puede arrogarse el papel de dueña de este idioma, pero tampoco debe renunciar, en ningún caso, a convertirse en una referencia internacional en torno a la comunidad hispanohablante y a liderar alianzas institucionales en torno a ella. Es una postura anacrónica sacar la bandera imperialista de la lengua, pero es una torpeza inhibir el uso del español como poder blando y hacer dejación de la capacidad de influencia que tiene la lengua en sociedades que la hablan como segundo idioma o que han tenido relaciones históricas relevantes con ella.

Lola Pons Rodríguez, filóloga e historiadora de la lengua; trabaja como catedrática en la Universidad de Sevilla y ha sido profesora invitada en Oxford y Tubinga.

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