Nostalgias del Prado

El Museo del Prado ha sido uno de los lugares que más han estimulado entre intelectuales españoles y extranjeros la reflexión sobre el país, su historia y sus gentes. Su historia y su contenido lo han convertido en una institución fuertemente connotada, que ha adquirido altos valores simbólicos. La lectura de muchos de los viajes de extranjeros por España, o de la obra de gran parte de nuestros intelectuales es suficiente para comprobar ese estatus simbólico de la institución. También basta con detenernos e identificar las asociaciones que en cualquiera de nosotros genera el nombre del museo, una de las instituciones que han propiciado una mayor respuesta sentimental por parte de la sociedad.

Pero existe un medio para entender de la manera más viva lo que ha significado el Prado para muchos españoles. Se trata de rastrear los sentimientos de nostalgia entre aquellos que se encontraban lejos, y especialmente entre para quienes esa lejanía era consecuencia del exilio. Muchas de las páginas más perspicaces, reflexivas y cargadas de emoción que se escribieron sobre el Prado en las décadas centrales del siglo XX fueron redactadas muy lejos de sus salas, por personas que no sabían si iban a volver a pisarlas, y en ellas conviven íntimamente las vivencias personales con la reflexión sobre el país que han dejado atrás. Y hay que destacar que raramente se trata de una reflexión amarga, como si el recuerdo del Prado actuara como un filtro que les permitiera trascender la coyuntura política, y funcionara como uno de los principales cordones umbilicales que les seguían manteniendo unidos a su país.

Las obras nacidas al amparo de esa nostalgia sorprenden por la importancia de sus autores. En 1945, Rafael Alberti publicó en Argentina «A la pintura», que se abre con un poema («Mil novecientos diecisiete») que cualquier amante del Prado y de la poesía contemporánea conoce bien. El poeta evoca desde su exilio uno de los acontecimientos que marcarían su adolescencia: su encuentro con el Prado, el «cielo abierto». De memoria evoca los cuadros y los artistas que le asombraron; pero no solo conserva el recuerdo de formas y colores, pues el museo le evoca otros estímulos: «El aroma a barnices, a madera encerada,/ a ramo de resina fresca recién llorada». Unos años después, en 1956, volvería sobre el museo, pero esta vez a través de una obra de teatro que recupera uno de los momentos más dramáticos de su historia. En «Noche de guerra en el Museo del Prado» utiliza las salas desalojadas del museo y los personajes de sus cuadros para reflexionar sobre la naturaleza de la guerra, el devenir del pueblo español o algunas de las claves de su biografía personal.

Para entonces ya habían sido publicados dos pequeños ensayos sobre el Prado, escritos por dos personas amigas, y aunque con tonos diferentes, unidas por un fuerte sentimiento de apego hacia el lugar, y por el deseo de utilizar el museo como inductor de una profunda reflexión sobre el país. El pintor y escritor Ramón Gaya contaba en 1990 que lo que le llevó a escribir «Roca española», su apasionado ensayo de 1953, fueron las nostalgias que sintió en su exilio mexicano, «y una de las nostalgias más fuertes para mí fue, que de mi tierra me faltaba, sobre todo, el museo del Prado». Un museo que calificaba como «patria», como lugar que genera sentimientos de pertenencia, y en el que creía hallar las claves más íntimas de la personalidad española. Pues Gaya, como Unamuno y varios más, pensaba que era a través de la pintura como mejor había sabido expresarse el pueblo español, y que es ese lenguaje el que nos puede ofrecer «un suelo, tierra firme, seguridad». En eso era heredero de una sólida tradición acostumbrada a buscar en la pintura señas de identidad colectiva, que explica el lugar tan importante que ha ocupado el Prado en el imaginario de los españoles.

Casi simultáneamente, su amiga María Zambrano escribía en La Habana «Una visita al Museo del Prado», que evoca algún día antes de la guerra, cuando se internó por sus salas, en las que se topó con retazos de «la historia más enigmática de los países de Occidente», que le pusieron en contacto con reyes, santos, o la experiencia del pueblo español ante la muerte. Un paseo por el exterior le permitió obtener una «visión simultánea del Templo de la Tradición y de la vida nacional que se desbordaba al aire libre»; pero hay que llamar la atención que el filtro del Prado la llevó a hacer una definición de la tradición en términos de «liberación del hechizo del pasado. Sacándolo de ser pasado a ser futuro».

Del fuerte apego hacia el museo tenemos pruebas explícitas en otros intelectuales. Jorge Semprún, que escribió que «podría contar mi vida rondando en torno a Las meninas», contaba también que el Prado era uno de sus lugares más frecuentados en sus viajes clandestinos a Madrid, a partir de 1953, pues era el lugar ideal «para hacer vivir los tiempos muertos». Igualmente explícito es el pintor Eduardo Arroyo, que nos habla de la inquietud que sentía en París o Milán por volver a pisar las salas del museo; y a falta de un contacto directo se contentó con evocar los cuadros del Prado en sus propias obras, «y, de esta manera, manifestaba mis lazos personales con la pinacoteca madrileña».

Esos «lazos personales» son las circunstancias que mejor explican los sentimientos que se imponen en todas las obras anteriores, en las cuales el punto de partida nunca es un acercamiento abstracto al museo, sino un deseo de mantenerse en contacto, en la lejanía, con el mismo, de reivindicarlo como propio; y a través de esa reivindicación, de identificarse como parte de una comunidad cuyas claves históricas se buscan en nuestros pintores. Todos ellos, muchos de nosotros también, se reconocerían en la sentencia de Eduardo Arroyo: «Mientras vivas, la deambulación por el Prado no terminará. Mal que te pese, quedas pasmado y prisionero de sus salas».

Javier Portús Pérez, jefe de Departamento de Pintura Española (hasta 1700) del Museo Nacional del Prado

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