El primer mundo sufre una crisis económica sin precedentes: por su duración y continuas recidivas; por su profundidad y por su generalidad, pues afecta incluso a aquellos países que siempre habían sido un referente de estabilidad y crecimiento económico sostenido. La superación de la crisis pasa por muy diversos registros, y no sólo económicos. La consecución de un cambio en el estado de ánimo de los ciudadanos es uno nada desdeñable.
Y entre esos registros hay uno de carácter netamente jurídico: el ofrecer un marco normativo fiable y eficaz. «Nada hay más miedoso que el dinero», suele decirse. Y, en efecto, no ya la inseguridad, sino la simple incerteza, constituyen un disuasorio motivo contra la inversión. Un país que aspire como el nuestro a retomar la senda del crecimiento precisa de un sistema legal, en su más amplio sentido, que ofrezca certeza y eficacia.
Así, en su primera comparecencia parlamentaria, el ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, señalaba como uno de los retos de su departamento en esta etapa el combatir el exceso de carga de asuntos que soportan nuestros tribunales. Y aseguraba igualmente que la solución habría de pasar por medidas más amplias que las meramente judiciales. Los datos expuestos por el ministro son incontestables. En España en 2010 se interpusieron más de nueve millones de acciones judiciales nuevas, con una población que superó en ese año por muy poco los 46 millones de habitantes. En Francia, en el mismo periodo y con una población de 66 millones, se interpusieron apenas seis millones de acciones. Resulta notorio que esta disparidad obedece no sólo a razones sociológicas, sino muy especialmente al diseño y estructura de nuestro proceso.
España debe sentirse orgullosa de sus jueces y tribunales. Pero por más que nuestra Administración se vuelque, y debe hacerlo sin duda, en atender las demandas de la organización judicial, posiblemente ello no bastará para solventar la principal causa de la congestión judicial, que no es otra que la excesiva litigiosidad que afecta a nuestra sociedad, fruto quizá, en mi opinión, de la confianza ciudadana en los jueces, que desmiente así ciertas encuestas contrarias.
Además, el problema de la excesiva litigiosidad no sólo es de carácter jurídico sino, muy al contrario, de una enorme connotación económica, pues el Estado debe emplear una ingente cantidad de recursos económicos para poder prestar en modo adecuado ese esencial servicio público que, lógicamente, se nutre de partida presupuestaria y, lo más importante, ese enorme volumen de pleito literalmente congela recursos económicos de los ciudadanos, pequeñas y medianas empresas en los tribunales que se sustraen del circuito económico porque son litigiosos.
La aproximación, por tanto, a los problemas de la Justicia no debe ser sólo jurídica, sino que, teniendo un profundo sustrato jurídico, ha de ser la más eficiente en términos económicos, ya se atienda desde la perspectiva del Estado -presupuesto y déficit-, de la economía real o de la simple pedagogía social, pues del mismo modo a como sucede en determinadas Comunidades Autónomas con la Sanidad, quizás fuera bueno que cuando se acude a los tribunales las partes conocieran el coste real del proceso, más allá del propio de su abogado y procurador.
Por ello, la rapidez y certidumbre en la resolución del conflicto pasa por ofrecer medidas, dentro del sistema, que los eviten -seguridad jurídica preventiva, donde el notario al controlar la legalidad del acto o negocio que documenta proporciona confianza jurídica a las partes y minora el pleito, así como la mediación-; o que permitan resolverlos en otras instancias -arbitraje-, y que, por último, extraigan del ámbito judicial materias que distraen sin razón medios personales y materiales del objeto principal de la actividad jurisdiccional: de ahí la importancia de la jurisdicción voluntaria, y de abordar su regulación.
Traducido en lenguaje muy coloquial, la jurisdicción voluntaria no es sino un conjunto de materias o de competencias, que, por unas u otras razones, se han ido confiando en su tramitación y resolución a los jueces y que, sin embargo, no comportan, en su fondo, un estricto ejercicio de la potestad judicial, ni por ende, reclaman la atención del valioso tiempo de un juez. La oferta del ministro de que los notarios asumamos determinadas competencias hasta ahora residenciadas en los tribunales, debe entenderse como un paso hacia la descongestión de los mismos y para permitir que los ciudadanos obtengan, cuando de verdad se precisa, la intervención de un juez; de una respuesta pronta y eficaz. Los notarios tenemos la condición de funcionarios públicos; ingresamos en un cuerpo de la Administración Pública por oposición, como los propios jueces o los abogados del Estado, o los inspectores de Hacienda, y somos destinados allá donde dispone el Ministerio, mediante un sistema de concursos sustancialmente semejante a los de otros funcionarios.
Es cierto que somos también profesionales del Derecho, que nuestra retribución no corre a cargo de los presupuestos generales del Estado, ni de ninguna otra Administración pública, sino de los propios particulares que recurren a nuestros servicios, y que cuentan además con el incentivo de elegir al notario. Esta elección no compromete la imparcialidad, pues el notario, como funcionario público, se sujeta ante todo al imperio de la Ley; fenómeno éste, el del control en competencia, que el mundo anglosajón contempla como una solución a muchos problemas derivados de la desregulación sufrida en los años precedentes. Es más, en el mundo anglosajón lo que provoca rechazo frontal es el control en monopolio porque desde la perspectiva económica es ineficiente.
La intervención notarial no sólo en matrimonios o divorcios, sino en otros muchos expedientes en materia civil o mercantil, que hoy gravitan sobre los juzgados, combina la presencia de un funcionario público designado por el Estado, con una descarga de partidas presupuestarias, pues esas cuestiones pasarían de ser sufragadas por todos, vía impuestos, a serlo sólo por los ciudadanos que precisan de la prestación del servicio.
Este aspecto económico es esencial, puesto que de modo grueso se leen aproximaciones del tipo de que una medida así disocia la Justicia en dos, una para ricos y otra para pobres. Nada más lejos de la realidad. Lo que debería reflexionarse por quienes así opinan es si tiene sentido que materias no jurisdiccionales (desde un matrimonio hasta un expediente de dominio, pasando por un depósito y venta de mercaderías mercantiles, entre otras muchas), como son las que se engloban en la mal llamada jurisdicción voluntaria, deben seguir siendo financiadas por todos los ciudadanos porque quienes actúan (juez, secretario judicial y personal judicial), así como sus medios, se sufragan por todos a través de los presupuestos.
Ésta es la disyuntiva a la que debe responderse: qué es más eficiente económicamente cuando, se insiste en ello, no interviene un juez porque esté comprometido el derecho de un menor o incapaz o se trata de dirimir una pretensión de parte o, mucho más, de fijar una responsabilidad penal. Lejos de ello, interviene un juez porque se requiere una manifestación de autoridad pública, que sólo reporta beneficio para quien la solicita, que no para el conjunto de la sociedad y que bien puede hacerse por otro funcionario público, como es el notario u otro que determine el Ministerio de Justicia. Ello sí, como sólo reporta beneficio para quien solicita ese acto, es lógico y justo que aquél sufrague su coste, para lo que el Estado deberá en su momento determinar cuál sea éste.
En definitiva, permitirían un alivio en la carga de trabajo de nuestros tribunales. Pues si es cierto que la decisión tomada en el ámbito de la jurisdicción voluntaria es revisable, si fuera el caso, por los tribunales, sin que padezca por tanto el principio de tutela judicial, la práctica demuestra cómo la intervención notarial constituye una prevención eficaz. Llevamos años, por ejemplo, tramitando declaraciones de herederos, sin que, en la práctica, casi en ningún caso se haya producido después ese posible recurso judicial.
Y únase el que los cerca de 3.000 notarios estamos distribuidos por toda España, llegando no sólo a los puntos donde hay un juzgado sino también a poblaciones más pequeñas; y ello con un nivel de preparación profesional, con una infraestructura técnica de calidad y homogénea, y con un costo para quien recurre a él regulado por el Estado y uniforme, que asegura la accesibilidad a todos.
En conclusión: en tanto exista acuerdo en la necesidad de descongestionar los juzgados, relevándolos de cuestiones que, racionalmente, no exigen la intervención de los mismos; y en la medida en que esa descarga puede pasar por confiar a otros funcionarios públicos la tramitación y resolución de esas cuestiones, los notarios constituimos una alternativa razonable, y recurrir a nosotros, en definitiva, es una opción de asignación de recursos personales y económicos a tener en cuenta.
Por Manuel López Pardiñas, presidente del Consejo General del Notariado.
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Buen artículo y totalmente de acuerdo con lo que expone.