Notas sobre el coronavirus

El vocabulario relacionado con el Brexit ha caído en el olvido. Ahora tenemos una tarea nueva ante nosotros. Todos sabemos lo que es “aplanar la curva”, pero ¿están familiarizados con “fómite”, una palabra que mi hijo mayor, que es virólogo, nos enseñó desde los primeros días? Un “fómite” es un objeto o superficie en el que un agente infeccioso, como un coronavirus, puede estar posado, al acecho, esperando a contagiarnos. Una carta que llega por correo, el gato del vecino, las pelotas de tenis con las que estamos a punto de cometer una doble falta; todos son buenos candidatos. Ya lo sabíamos. Y qué me dicen de la “envoltura lipídica”, la capa externa de algunos virus. Nos enteramos, con alivio, de que la envoltura del coronavirus que nos preocupa hoy tiene una constitución especialmente grasa y el jabón y el agua pueden destruirla fácilmente. Más cosas positivas: este virus tiene un genoma formado por ARN monocatenario que es mucho más grande o más largo que la mayoría: 30.000 bases. Los virus, en general, mutan de forma aleatoria y con una velocidad asombrosa. Pero este tiene que proteger la estabilidad de su genoma inflexible y no es fácil que se encuentre sin querer con una versión más agresiva de sí mismo. Una cosa no tan buena: a medida que se propaga por el planeta y sus contactos se multiplican de forma exponencial, puede tener suerte y encontrar esa versión. Por último, está la “inmunidad de rebaño” o “inmunidad de grupo”. A los cristianos, que gustan de considerarse a sí mismos ovejas dentro de un rebaño, no les importará, pero los demás nos sentimos ligeramente ofendidos cuando un epidemiólogo o un político se refieren así a nosotros. ¿Por qué no “resistencia popular”? ¿Suena un poco incendiario? A esto le hace falta un toque de poeta.

Notas sobre el coronavirusEn 1950 se instalaron micrófonos en la Cámara de los Comunes. Pasaron 38 años antes de que se transmitiera un debate por la radio. Ahora seguramente nos ruborizaría oír los argumentos que se utilizaron para justificar que no se nos permitiera seguir en directo las complejidades del debate parlamentario. Pero la costumbre institucional de tratar a los votantes como niños es difícil de extinguir. A la mayoría de nosotros nos asustó enterarnos de que el primer ministro había tenido que ser repentinamente hospitalizado y, más tarde, que se encontraba en la UCI, con un caso grave —según informó el número 10 de Downing Street— de “jovialidad”. Sabíamos muy bien que la jovialidad, en estos tiempos, se cura estupendamente en casa. El miedo a extender “la alarma y el desánimo” es uno de los elementos más cansinos de nuestro legado de la II Guerra Mundial. Ya va siendo hora de que todos, incluido el equipo de comunicación del primer ministro, seamos adultos. La próxima discusión que se celebre en el Consejo de Ministros sobre cómo continuar o cómo terminar con la estrategia del confinamiento, o sobre si los colegios podrán abrir en septiembre, debería retransmitirse por televisión. No pedimos tener voz ni voto; solo queremos estar involucrados. Estamos involucrados, mucho y de forma muy concreta. Si existen discrepancias entre los intereses económicos y los intereses sanitarios, queremos oírlas. Es un debate importante. Si hay variaciones entre los consejos de los expertos, podemos asumirlo. Si Boris Johnson, contento de estar de nuevo sentado a la mesa, se impone a algunos o todos sus colegas, que lo haga. Se le concedió esa autoridad con las elecciones de diciembre. Sabemos muy bien lo que son las disensiones entre políticos, igual que sabemos lo que es la responsabilidad colectiva del Gabinete. En esta crisis hay riesgos, sea cual sea la política del Gobierno. Y eso es lo fundamental: los riesgos los corremos nosotros.

¿Cómo nos están transformando estas semanas? El propio tiempo está cambiando. Se extiende por una vasta llanura a nuestro alrededor, dispersándose, quizá a punto de desaparecer. La semana pasada estaba trabajando cerca de medianoche. Quería que un personaje se distrajera, una mañana, por un sonido junto a la ventana de su dormitorio. Escribí que eran “los pájaros peleando en el alero”. De inmediato supe que la frase no era mía. Era de una fuente muy conocida, pero que no recordaba. Fui a la estantería donde tenemos la poesía y saqué un tomo de poesías escogidas de Penguin, con su papel “libre de ácidos”, del color de un plátano maduro. Estaba casi seguro de que la frase era de un poema de D. H. Lawrence, End of Another Home Holiday [El fin de otras vacaciones en casa]. Pero no. De todas formas, me senté a redescubrir media docena de poesías que me encantaban, entre ellas, el hermoso poema, escrito en el lecho de muerte, Bavarian Gentians [Gencianas bávaras] y el extraño momento de odio que muestra Lawrence en Meeting Among the Mountains [Encuentro entre las montañas]. Releí un magnífico ensayo sobre el poeta escrito por James Fenton. Examiné la guarda del tomo de poesías. Mi nombre, Woolverstone Hall (el internado en el que hice el bachillerato) y 1965. ¿Qué otro poeta me obsesionó aquel año? Yeats, nadie más. Y ahí estaba, en mi libro, también anotado en 1965. The Sorrow of Love [La tristeza del amor], de 1925, con su primer verso, ‘La pelea de los gorriones en el alero...’. Mi yo de los 16 años (cuánto lo eché de menos, de repente) había copiado una versión anterior, de 1892, que era la que prefería utilizar. Y me di cuenta de que seguía prefiriéndola. Eran pasadas las tres de la mañana. ¿Qué más daba? Estamos viviendo fuera del tiempo. Detrás de mí, un aire casi cálido entraba por la ventana abierta. La Luna estaba poniéndose. Podría haber encontrado el verso de Yeats en Google en solo cuestión de segundos. Pero preferí horas de poesía y recuerdos agridulces en un paisaje mental atemporal.

Un último punto sobre el vocabulario. “Serología”: el examen del suero sanguíneo en busca de anticuerpos. El Gobierno lleva tiempo prometiendo un test que mostrará quién ha pasado ya la enfermedad y por tanto está inmunizado. Es nuestro salvoconducto para salir de casa y volver al trabajo. En ese mismo espíritu de política adulta, y para ahorrarse nuevas críticas, el Gobierno tiene que hacer público el consenso científico de que está resultando muy difícil dar con una prueba que sea absolutamente fiable. Hay demasiados falsos positivos y, cosa aún más peligrosa, falsos negativos; muchos que han sido asintomáticos no tienen anticuerpos detectables; muchos test detectan respuestas inmunológicas a otros coronavirus causantes de resfriados comunes; todavía no se sabe cuánto tiempo dura la inmunidad. Las palabras de Larry Brilliant, el distinguido epidemiólogo que se hizo famoso por su contribución a la erradicación de la viruela, son escalofriantes. “Este manojo de ARN en su envoltura de grasa... se sienta a esperar con paciencia hasta que no haya más personas vulnerables”.

Ian McEwan es escritor. © Ian McEwan, 2020. Este artículo ha sido publicado en The Spectator. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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