Notre-Dame de ‘tous’

Muchos hemos seguido con horror, televisadas en directo, las imágenes de Notre Dame en llamas. Y, a la vez, la secuencia de comentarios de periodistas, políticos y ciudadanos que perfilaban los valores de la realidad fenomenológica de la catedral. Ante las primeras imágenes, los inadvertidos presentadores se referían, una y otra vez, a los 850 años del templo. El valor de antigüedad (lo dejó claro Riegl en El culto moderno a losmonumentos) resalta como el más fácil de captar, el que —por encima de credos, culturas y personales niveles de formación— se dirige a todos. Pero enseguida, unos y otros fueron destacando las demás dimensiones patrimoniales del conjunto catedralicio: la histórica, la documental, la formal-artística, la de uso turístico y —como “patrimonio vivo”— la de uso religioso… La dimensión simbólica, en fin, como compendio de todo ello.

Algunas voces (la de Macron, destacada) se han referido al hecho de que la construcción gótica fuera incorporando nuevos valores a lo largo de los siglos. Lo pertinente de esa diacrónica mirada se ha puesto de manifiesto ante la conmoción que hemos sentido al ver desplomarse la aguja que Viollet-le-Duc concibiera a mediados del siglo XIX.

A la postre, aun con irreparables pérdidas, la fábrica se ha salvado. La ejemplar acción de los bomberos —¡qué contraste con la arrogante y disparatada sugerencia que les dirigió Donald Trump!— conseguía detener el incendio entrada ya la noche. Ahora se trata de considerar con cautela qué hacer con el organismo herido. Todos han coincidido en una misma voluntad: reconstruir. Con el edificio aún en llamas ya se había abierto una suscripción. La catedral reconstruida, sí; pero… ¿reconstruida cómo?

Dos días después del siniestro, el Gobierno francés se apresuraba a anunciar un concurso internacional para la reconstrucción. Pronunciamos “reconstrucción” y parece que evocamos, como una jaculatoria, el anhelo imposible de que nos sea restituido el monumento en su estado anterior al incendio; pero puede ser que no todos estemos dando el mismo sentido a esa palabra.

En la convocatoria ya planean dos criterios: si “dotar a Notre Dame de una nueva aguja adaptada a las técnicas y a los desafíos de nuestra época” o si reconstruir la aguja tal y como la diseñó Viollet-le-Duc. Dos modos cobijados por esa misma palabra, pero que significan actitudes y métodos por entero diferentes.

Se repiten las cosas. Cuando el campanile de San Marcos se vino abajo nadie dudó de que se debía reconstruir de inmediato; pero se suscitó la misma alternativa que ahora. ¿Reconstruirlo siguiendo el lenguaje arquitectónico del momento (1902) o como era antes del derrumbe? Un categórico lema —“Com’era, dov’era”— dejó la cosa zanjada; y es probable que gran parte de la muchedumbre de turistas que visitan Venecia no sean conscientes de que nuestro campanile es una réplica.

A la primera opción para la aguja de Notre Dame, la que propone la no renuncia a la modernidad, podemos contraponer la naturalidad —como ha señalado el profesor Fernández Galiano— de una reconstrucción “casi filológica”; esa misma naturalidad con que se han reconstruido, a lo largo de la historia, multitud de cubiertas y elementos dañados por el fuego. La diferencia de criterio entre una y otra postura no es ajena al planteamiento metodológico que subyace al concurso.

Disyuntiva que conviene plantear: ¿concurso de ideas o concurso de arquitectos? Lo primero propicia que los participantes intenten destacar con la propuesta de una idea / imagen llamativa, programáticamente “contemporánea”; en tanto que lo segundo favorece que el arquitecto seleccionado base su actuación, con menor apremio, en un conocimiento lo más profundo posible del edificio. ¿Qué actitud respecto a la reconstrucción de la catedral es más contemporánea? Personalmente, defiendo la segunda. Buscar al arquitecto capaz; capaz de dialogar con el edificio sin precipitación y capaz de “idear”).

En cualquier caso, el Gobierno francés ya ha marcado el plazo de cinco años para una u otra “reconstrucción”. No sería mala cosa contener las prisas y abrir un periodo de reflexión; una reflexión no limitada al ámbito francés. En las declaraciones ha brotado también la palabra “identidad”: parece difícil que en nuestros días se hable de patrimonio sin echar mano de esa algo resbaladiza y siempre divisoria palabra. ¿Qué identidad? ¿La de los franceses? ¿La de los católicos? ¿O se trata, acaso, de la de los europeos?

Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, afirmó esa terrible noche del 15 de abril que “Notre Dame de Paris est Notre Dame de toute l’Europe”.Notre Dame de tous podríamos decir quienes, ante la invocación de la “identidad”, solo vemos la de la condición humana: todos hemos sentido esta catástrofe como propia; y eso explica el contemporáneo sentido de patrimonio, su conservación y su progresiva socialización en procura de superiores cotas en el devenir de la humanidad.

Javier García-Gutiérrez Mosteiro es arquitecto.

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