Notre Dame que une y separa

Nadie podría haber previsto la emoción universal suscitada por el incendio de la catedral de París. Los franceses, generalmente tan divididos y tan poco practicantes, se encontraron repentinamente unidos en un mismo duelo colectivo. Nos han llegado mensajes de condolencia y simpatía de todo el mundo, como si todos los franceses hubieran perdido a un ser querido, y se han recibido sumas considerables para reconstruir la catedral. Del mismo modo que esta emoción no era predecible, tampoco es fácil de explicar, ya que une lo temporal con lo intemporal. Lo que es actual e ilumina esta emoción universal es el espantoso y fascinante espectáculo de ver en llamas una de las joyas más antiguas del arte occidental. Notre Dame pertenece a ese patrimonio intangible que la humanidad tiene en común: todos han visto Notre Dame, en la realidad o en una imagen, la han visitado o tienen intención de hacerlo. Un recuerdo personal: el día antes del nacimiento de nuestro primer hijo asistí con mi esposa a una misa de medianoche. Y este edificio no es solo piedra, sino que también está cargado de fe, historia, literatura y música. Pocos monumentos en el mundo, si acaso la Basílica de San Pedro en Roma, o los templos de Angkor, están tan cargados de siglos, historia y pasión.

Más allá del espectáculo de la tragedia en la era de las redes sociales, hemos descubierto, o redescubierto, que Notre Dame encarnaba la nación en el alma francesa. No estábamos seguros. Para que la catedral se revelara como símbolo nacional ha sido necesario, si no que se destruya, al menos que se vea amenazada en su propio ser. Y eso significa mucho. En la era de la globalización, los viajes y el individualismo, el concepto de nación tiene un significado más emocional que racional. Notre Dame, por lo tanto, pertenece al patrimonio simbólico de los ciudadanos franceses, es parte de su identidad y de sus raíces. Esto tampoco lo sabíamos o ya no lo sabíamos; lo que lo ha puesto plenamente de manifiesto es la falta, el riesgo de verse privado de algo. Si se me permite una metáfora biológica, no sabemos que tenemos un corazón mientras late normalmente y solo descubrimos su necesaria función cuando falla.

¿No es aún más sorprendente que esta identidad nacional se haya incorporado a una catedral, cuando la nación es laica y solo el 3% de los franceses, según dicen, es practicante? En verdad, redescubrimos lo que muchos historiadores y sociólogos nos repiten, aunque de una manera abstracta: Francia es esencialmente católica. Católica más que cristiana. Con esto quiero decir que los franceses han sido y siguen siendo moldeados por las formas materiales y espirituales del catolicismo, por los ritos más que por la fe y por su jerarquía temporal y espiritual. Incluso hoy, el menos cristiano de los franceses sigue respetando los ritos del bautismo, el matrimonio y el funeral; para esto sirven todavía las iglesias y su magro clero.

Notre Dame, que es teología mineral, un Deo gratias de piedra tallada, es la representación más perfecta de lo que significa ser eternamente francés. Si nuestra explicación está fundada, también aclara cierta complejidad francesa en un momento de grandes migraciones. El nuevo francés que acaba de llegar de África o de Asia, muy a menudo musulmán o budista, no tiene una relación histórica, carnal o cultural con Notre Dame. A él o a ella les resulta muy difícil convertirse en auténticamente franceses; o bien llegan a serlo de otra manera y Notre Dame será más bien la novela homónima de Víctor Hugo que una pasión interiorizada. Hagamos una comparación con Estados Unidos: convertirse en estadounidense requiere básicamente adoptar la constitución, un texto vivo, de aplicación diaria. Para ser estadounidense no se exige abrazar ni interiorizar la historia estadounidense; en cambio, ser francés, auténticamente francés, aunque ya no suponga, desde luego, reconocer a los galos como antepasados, como se enseñaba anteriormente a los pequeños africanos colonizados, sigue exigiendo, implícitamente, reconocer en Notre Dame a un familiar no muy lejano. Un familiar de ocho siglos. La edad no da igual; esta catedral es Francia porque tiene la edad de Francia, lo que dice mucho sobre nuestro país, que se reconoce más espontáneamente en su pasado y en la habilidad de sus artesanos anónimos que en su futuro no escrito. Por un lado, con Notre Dame en llamas, es nuestra identidad eterna la que arde, y ante esto el futuro nacional parece aleatorio, no necesariamente nacional, sino europeo, más técnico que sentimental. Resulta que algunos analistas y políticos excesivamente conservadores leen en la emoción del momento algo más de lo necesario, adivinando una especie de reconstrucción nacional nostálgica. Pero, de hecho, este incendio traza un límite mental entre el pasado, sin duda demasiado idealizado, y el futuro fríamente robótico. Esta tergiversación nacional entre pasado/pasión y futuro cerebral ya es evidente en el debate sobre la reconstrucción de la catedral. El presidente Macron asegura que se terminará en cinco años, reconociendo así el carácter central, nacional, de la catedral. Pero si se hace en cinco años, nos dicen los constructores, la reconstrucción no será una reconstitución. Los nuevos materiales, metal o cemento, sustituirán los viejos armazones de roble; Notre Dame estará llena de nuevos detectores de humo y otros artefactos modernos. Antiguos y Modernos libran ya una batalla. ¿Durará la unión nacional solo lo que dure el incendio? La pelea nacional tomará el relevo. Pero pelearse, aunque solo sea por el material para reconstruir un armazón, ¿no supone también ser auténticamente francés?

Guy Sorman

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