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Qué semana tan desconcertante. Por primera vez, Fernando Simón ha dicho verdad: «Voy a meterme un dedo en la nariz». Un anuncio inequívoco de cumplimiento inmediato. De haberlo proferido otro político (Simón es un político disfrazado de científico disfrazado de cooperante), habríamos creído que hablaba en clave. No sé, que mandaba un mensaje al laboratorio chino de los murciélagos, a descifrar solo por gente que está en el rollo. Pero es Simón. O sea que si dice que va a meterse un dedo en la nariz, dedo quiere decir dedo, y nariz, nariz.

Otra cosa que ha pasado esta semana por primera vez en democracia es que ni dios ha acudido a manifestarse en la llamada diada. El temor al contagio es una perfecta justificación para los ingenieros sociales habituales del nacionalismo. Como si no se hubieran contagiado millones de personas de terribles males, sobre todo de índole moral, asistiendo a las otrora multitudinarias demostraciones callejeras. Pero bien está lo que bien acaba, y si el Covid ha sido más temible que esa enfermedad supremacista propagada a partir de la mentira histórica, sea motivo de celebración.

Con la imaginación que les caracteriza a la hora de organizar juegos infantiles, gincanas, festivales para excursionistas y fiestas de barrio, los amigos de Òmniun Cultural (dos palabras, tres mentiras) han conseguido montar un sarao de los suyos ¡sin gente! No era fácil, partiendo de nadie, pero nadie nadie, lograr las fotos de rigor para la prensa del régimen, agitar una causa e incluso introducir el elemento dramático que siempre busca el monitor experto en manipular mentes inmaduras. Así que han colocado tres mil sillas, lógicamente vacías, con el Arco del Triunfo al fondo, han comunicado que estaba prohibido el paso -como si alguien estuviera pensando en acudir- y han obtenido su instalación artístico-propagandística. La reivindicación de 2.850 supuestos represaliados ha operado como excusa de tanto vacío. Por la razón que fuere -yo me inclino por el hartazgo, que acaba endureciendo los corazones- el montaje no ha resultado todo lo lacrimógeno que se esperaba. Muchas más lágrimas se vertieron, aunque de risa incontenible, cuando se plantaban en macetas, evocando sin saberlo escenas surrealistas de Amanece, que no es poco. O cuando se ajustaban jaulas a la cabeza. Son respetables escenógrafos, pero no siempre están inspirados.

Otra cosa que ha pasado por primera vez, desde luego en España, y seguramente en el mundo, es que un presidente de gobierno lamente profundamente en una cámara legislativa la muerte de un terrorista. Se les dijo, se les avisó, y no quisieron creerlo: Sánchez está dispuesto a cualquier cosa. Entre sus particularidades destaca la carencia de límites. Para dar con algo lejanamente parecido a este desprecio a las víctimas, a esta infamia, hay que remontarse a Zapatero, que insultó a la madre de Irene Villa, simulando que la consolaba, al comunicarle que también habían matado a su abuelo. Aquel adverbio, administrado de modo típicamente zapaterino y sulfúrico, era un agujero negro al que no escapaba el menor resquicio de compasión o de prudencia. Se tragaba la luz. Una observación tranquila de los dos últimos presidentes socialistas, y su traslado a arquetipos, invita a proponer la hipótesis de que estamos ante el mismo hombre. O bien, como la quimera Simonilla, es otro ser plural: Zapasánchez, Pedrotero, Pedro Botero.

Quizá estemos en una época de primeras veces y no se ciña el fenómeno a la semana sino a los nuevos tiempos. A fin de cuentas, hemos visto hace un mes a policías y militares arrodillarse ante una turba, la imagen es difícil de borrar. Es más, acabamos de tener noticia de que un grupo de mujeres ha decidido dejarse barba y lo ha presentado como una opción política, no circense. Sabemos que otras se organizaron no hace mucho para robar gallinas de los corrales y que, en vez de explicar su acción como un homenaje al Lute primigenio, invocan una causa urgente: impedir que los gallos las violen. Y en cuanto a violaciones de verdad, tampoco hallaremos antecedentes de una Administración Pública metiendo tan grave delito en el mismo saco que las miradas lascivas, fabricando así una estadística aterradora. Todo tiene su primera vez, y va quedando claro que vivimos una época propicia para que un millardo de actitudes inéditas, sucesos, convicciones hasta ayer inimaginables, corran a materializarse para asombro de las gentes.

Lo del alcalde de Burdeos merece estar, sin duda, en esta lista precipitada. No serán capaces de encontrar precedentes, ni retrotrayéndose a los primitivos animismos, de considerar tabú la exposición de un árbol talado. Seguro que fue tabú derribar árboles concretos. Incluso ahora no podría esperar felicitaciones quien talara y expusiera el árbol de Guernica, a cuya sombra juran el cargo los lendakaris, o el Pi de les tres branques (Pino de las tres ramas), que simbolizó en tiempos la Santísima Trinidad y ahora los Països Catalans (Cataluña, Valencia, Baleares). Pero el alcalde ecologista Pierre Hurmic ha resuelto acabar con la bestial costumbre de colocar un árbol de Navidad frente al Ayuntamiento. Vemos que aquí lo sagrado no es un árbol concreto, sino cualquier árbol. ¿Cuál es el problema? Que es un cuerpo muerto. Y exhibir cuerpos muertos, por lo visto, solo mola cuando son humanos y los plastiniza el Doctor Muerte, Gunter Von Hagens. Pero un árbol, qué barbaridad. Compadezco al pobre edil bordelés. Lo que debe sufrir cada vez que se topa con una mesa de nogal, una cómoda de roble o un palo con manita rasca espaldas de ébano. Una carnicería.

Juan Carlos Girauta

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