Nuestra cultura

En los días del último Carnaval preguntaban a unos niñitos de guardería de qué iban disfrazados. Habían elegido con claridad y coherencia: uno de Robin Hood, el otro de Ricardo Corazón de León y no faltaba la niña réplica de Lady Marian. Las criaturas respondían con la máxima lógica identificándose con héroes cuyos modelos formaban parte de su entorno desde que percibieron las primeras imágenes, de celuloide, electrónicas e incluso de papel. Y nada hay de malo en ello, aunque me pregunto –y prefiero no responderme– cuántos críos prefirieron disfrazarse del Cid, doña Jimena o Alfonso VI, personajes que caen cerca del supuesto Robin Hood y compañía. En un país tan acomplejado y de todo temeroso como el nuestro, donde la más mínima brizna de viento produce oleadas de histeria y pánico, sobre todo si te acusan de conservador, «de derechas» o fascista, no hay monitora, profesor ni director de escuela que se atreva a correr tales riesgos para que los niños se muevan en nuestro imaginario y no en ajenos corrales.

Por las mismas fechas, Esperanza Aguirre proponía en estas páginas (ABC, 18-2-13) recuperar el sentido ejemplarizante de figuras señeras de nuestra historia para ayudar en la mejora de la sociedad. Tiene razón y como es una de los escasos políticos que dan trigo en vez de marear con prédicas sin mover un dedo, creo que vale la pena añadir algunas observaciones. La primera, que siendo ministra de Educación intentó corregir la catástrofe en la enseñanza que nos trajo el trío Maravall-Alfredo PérezMarchesi, con la Logse y otras excrecencias, intento eficazmente saboteado por el mismo Alfredo Pérez, conchabado con los separatistas, que por entonces gozaban de muy buena prensa en Madrít. De lo que vino después en ese Ministerio, por piedad y cortesía, mejor no acordarse. Esperanza no está diseñando un plan de gobierno (es obvio que ahora no le corresponde), pero su escrito produce una cierta melancolía, fruto de conocer la realidad circundante, en abierta contradicción con tan buenos deseos.

La segunda es que no hay cultura, ninguna, sin base económica que la sustente (no confundir con subvención) y es no poco irreal ignorar que todo circula, en una arrasadora industria de consumo, en sentido opuesto al mero mantenimiento de nuestra cultura nacional: modas, músicas, bailes, ropas, comidas basurientas, tecnología (y todos los artilugios y juguetitos para mayores que conlleva), expectativas vitales, asuetos, viajes… Y el celtíbero tragando con todo: he visto a un guía turístico francés –al que hubo que cortar de mala manera y no pido perdón por ello– echándonos la bronca en Heidelberg a un grupo de españoles por «el oro que Carlos V robó en México». Ni que decir tiene: el resto de la partida permanecía silente y huidizo, tan desinteresados como cohibidos. Pero la cultura ajena que nos venden –sobre todo anglosajona– mueve montañas de dinero cuyos beneficiarios, de todos los colores políticos, no están por la labor de favorecer el recuerdo de chicos ni grandes de nuestra historia porque, sencillamente, va contra sus ganancias y hasta sus gustos, ya conformados en otros horizontes, desde que comenzara el asalto hace más de medio siglo. Por supuesto que a estas alturas, salvo cazurros aldeanos, nadie pretende volver atrás o resucitar «la pureza de las esencias patrias», porque eso jamás existió (es una construcción romántica del siglo XIX), porque los cambios en los medios de producción, de las relaciones laborales y humanas en general (la reurbanización, por ejemplo), de los contactos irrenunciables con el exterior, modificaron la cultura, los intereses de la gente, sus modos y sus modas. La autarquía cultural, como la económica, no sólo es equivocada, además es imposible. Pero algo se puede hacer en la línea que Esperanza y bastantes españoles pretendemos. Verbigracia que algún gobierno se tome en serio –y resuelva– el problema de la «eñe» en Internet. Es vital para nuestra lengua que la cana sea la cana y no la caña, y que no se vuelva a incurrir en el bochorno –sucedido en gloriosos tiempos socialistas– de que la Biblioteca Nacional compre un sistema informático inglés, naturalmente sin «eñe». Pero es que la sociedad, con un poco de respeto por sí misma, puede hacer muchas más cosas: los cineastas que, por sectarismo pesetero, han expulsado de las salas de proyección a la mitad de la población a base de insultos, pueden producir películas que reflejen nuestra realidad presente y pasada, al menos en nuestra lengua común (las hay que se filman en inglés o francés y se subvencionan en español: ¡bingo!); las empresas comerciales, financieras, constructoras pueden denominarse con nombres españoles y si no ¿de qué marca España nos están hablando?; los dobladores de productos audiovisuales, o los locutores deportivos, pueden usar los dignos Jonás, Jacob o Daniel de toda la vida, en vez de los cursilísimos Yónas, Yeicob o Dániel, mala práctica que siguen hasta con onomástica y toponimia manifiestamente castellana, de suerte que llaman Yorquera a un futbolista y a un político cuyo apellido es Jorquera (pueblo de Albacete: entérense) y no falta un periodista, tan omnipresente como cursi, que a la Florida llama, por mal nombre, Flórida (sic).

En contra de lo que ingenuamente creían Sánchez Albornoz y otros postrománticos, el carácter de los pueblos no es inmutable e imperecedero, aunque haya rasgos que perviven al repetirse sus condicionamientos y causas: la incuria y el desprecio por nuestras cosas –no en todos los españoles ni en los mismos grados, claro– no lo hemos inventado las generaciones ahora vivas. Hoy como ayer podemos rastrear –a veces por inquina y mezquindad: hay quienes pretenden arrasar el Valle de los Caídos; otras, por descuido e ignorancia– ejemplos múltiples tan lamentables como el caso que denunciaba ABC (2-11-12) del abandono, destrozos y cochambre que padecía la estatua de Vasco Núñez de Balboa, con tres burocracias escurriendo el bulto para no responsabilizarse de nada (Universidad Complutense, Ministerio de Exteriores y Ayuntamiento de Madrid), hasta que se aproxima la efeméride a estropearnos la siesta y hay que adecentarlo para soltar los discursos. Total, el tipo sólo descubrió la Mar del Sur, o sea el Pacífico, no hay por qué coger tanta lucha, como dicen los cubanos. S i cada quien hace lo que le corresponde y toma conciencia de sí mismo, la recuperación, al menos parcial, de nuestros héroes nacionales vendrá rodada. Y de muchos más rasgos culturales aun latentes. Y los bandidos justicieros y generosos Luis Candelas, el Tempranillo y los Siete Niños de Écija desterrarán por blandito y bobo a Robin Hood. Y es que en materia de ladrones no vamos a quedarnos a la zaga.

Serafín Fanjul, de la Real Academia de la Historia.

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