Nuestra derecha medrosa debería leer a Swift

El humor feroz de Jonathan Swift ha sido siempre para mí una fuente de dicha e inspiración. En julio de 1977, a raíz del apagón que sumió en las tinieblas a la totalidad de Nueva York, asistí al alba en directo, cuando se restableció la electricidad, al pillaje general, en los barrios piadosamente llamados desfavorecidos, de tiendas, almacenes y supermercados por parte de su jubilosa población. Recuerdo las imágenes de una familia afro, no sé si en Harlem o South Bronx: el papá con una inmensa nevera, la mamá con un televisor mucho mayor que aquel desde el que la contemplaba, los niños con radiocasetes o algún otro objeto de su predilección. La felicidad que irradiaban me conmovió. Escribí entonces para la revista Triunfo, Una modesta proposición a los príncipes de nuestra bella sociedad de consumo, trasunto del panfleto de Swift, en el que aconsejaba la institución anual de los apagones, con nocturnidad y alevosía, para permitir a los marginados el acceso a unas felices navidades sin promoción. Dicha medida, dije, aliviaría las tensiones provocadas por la brutal desigualdad social. Actuaría de válvula de escape y fortalecería a la postre a nuestra cómoda sociedad consumista, enfrentada a las anticuadas recetas de Marx.

En los tiempos que corren, de hundimiento en la recesión de la economía, aumento imparable del paro y desprestigio de la clase política por su incapacidad para hallar un remedio a dichos males, he pensado en nuestra timorata derecha —más timorata en sus programas de regreso a los valores tradicionales que la de Romney y Ryan en la reciente convención del Partido Republicano estadounidense—, tendría que leer y aplicar, adaptadas a las circunstancias del día, las recetas del autor irlandés en su ya citada Modesta proposición y en Proyecto de distribución de enseñas identificatorias a los mendigos de las distintas parroquias de Dublín que me he permitido traducir libremente, convencido de su justeza y utilidad. El perplejo lector nacional, con la cabeza y sus atributos bien puestos, me dirá si tengo o no razón. Veamos:

“Me he esforzado durante años en obtener(de las autoridades) la adopción de medidas idóneas para acabar con la plaga de mendigos venidos de fuera de la ciudad y todas me parecieron dispuestas a aprobar una proposición muy sencilla: poner enseñas identificatorias a cuantos pordiosean para obligarles a no extralimitarse y a permecer en el territorio de su parroquia. Portarían sus enseñas bien cosidas en los hombros, siempre visibles, so pena de azotes y expulsión de la villa”

Swift, como vemos, adopta el principio de preferencia local, que hoy llamaríamos nacional o incluso autonómica. Resulta en efecto absurdo vaciar nuestras arcas casi exhaustas para ayudar a indigentes y parados foráneos y cuyo mantenimiento recae en nuestra abrumada Seguridad Social a costa del contribuyente, con grave perjuicio para quienes con sus artes y mañas han sabido labrarse una gran fortuna y escalar uno a uno los peldaños de una brillante carrera en el campo político, el empresarial o en la Administración. Las enseñas “mendiga española” a diferencia de las de “rumana” o “búlgara” —las moras o africanas se identifican por su cara— permitirían gestionar mejor las obras de caridad. Esta preferencia nacional se aplicaría, asimismo, a las prostitutas callejeras y otros oficios propios de las clases más bajas. El pordiosero sentado en la acera de la plaza de Catalunya, a la salida de El Corte Inglés y frente a Telefónica, que pedía limosna con una cartel indicativo de Jo soc català, ablandaba sin duda el corazón de los posibles miembros de las grandes familias burguesas que rigen los destinos de la Comunitat si casualmente pasaban por allí. Ante todo, la marca España. O Catalunya. O Comunidad de Madrid. ¿No creen? Pero sigamos:

“Algunos pesimistas natos se alarman a propósito del gran número de ancianos, enfermos o lisiados, y he sido invitado a centrar mis investigaciones al respecto: ¿de qué modo se podría zafar a la nación de semejante carga? Vayamos al grano. Para mí no hay la menor duda. Todo el mundo sabe que el hambre, el frío, la suciedad y la miseria los despachan diariamente a carretadas al sepulcro.

Y las perspectivas son igualmente tranquilizadoras tocante a los ganapanes jóvenes. Carecen de trabajo y la penuria les debilita de tal modo que, si por casualidad encuentran un empleo, un esfuerzo cualquiera se los lleva sin remedio, liberando así a la nación de las secuelas propias de la vejez”.

De nuevo, en líneas generales, la actual situación económicosocial da la razón a Swift. En tiempos de mundialización y de una crisis cuya salida se aleja del horizonte como un espejismo, resulta indispensable reducir drásticamente el número de bocas inútiles. Sin necesidad de recurrir a medidas expeditivas no conformes al espíritu del tiempo, bastaría con dejar a los enfermos y necesitados nacionales remediar por su cuenta sus males y enviar a los de fuera a sus países de origen con medios de transporte mucho más cómodos que las pateras con las que se orillaron a nuestras costas. A quienes clamen contra lo que llaman injusticia, se les podría imponer una cuota de alojamiento de extranjeros en sus domicilios, en función del número de habitaciones del que dispongan. Que no nos vengan con charangas de derechos humanos y de otra palabrería hipócrita. Cada uno a lo suyo y Dios con todos.

La particular meritocracia de la monarquía inglesa y de la nobleza y Administración irlandesas a su servicio suscita igualmente provechosas reflexiones al autor de Los viajes de Gulliver, reflexiones que se ajustan como la vitola al habano a nuestra clase política y a figuras del orden de los Urdangarin, Fabra, Matas, Millet, Camps y otros personajes universalmente admirados por su habilidad para crear riqueza:

“Habiendo observado —dice— que en los tribunales, la facultad y la sagrada cátedra, quienes disponen de menor conciencia y discernimiento son generalmente los mejores servidos en dignidad y prebendas (he aprendido la lección)”.

Por consiguiente, los lectores avispados de Swift buscarán y encontrarán el medio de incrementar dichos honores y prebendas en función del bien público. Así, el número de directores generales de algo, parlamentarios autonómicos, diputados, senadores, alcaldes, concejales y notables al frente de bancos, asociaciones culturales, deportivas o benéficas que disponen de coche oficial y de escolta debería multiplicarse por cinco, quizá por seis. De este modo, la cifra de chóferes pasaría del módico 35.000 correspondiente a su actual parque móvil a 210.000 y el de guardaespaldas a una suma aún mayor. A ello habría que añadir el personal de mantenimiento —uno por cada automóvil de alta gama, como el A 8 de Pérez Touriño—, con lo que el número ascendería según los expertos a más de 90.000. En corto, se generaría empleo, se reduciría el número de parados y se dinamizaría nuestra maltrecha economía abocada hoy a la recesión por los despilfarros del llamado Estado de bienestar y otras invenciones de la izquierda más rancia. Nuestra desorientada opinión pública encontraría una causa noble a la que aferrarse y una indispensable aguja de navegar. La audacia de Swift ha de servir de ejemplo.

Queridos conciudadanos: ¡No nos resignemos!

Juan Goytisolo es escritor.

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