Nuestra extinción

El apocalipsis siempre ha gozado de gran popularidad. Las grandes religiones lo tienen previsto. Sus profetas han anunciado, mediante augurios, su inminencia. Ha habido sectas, en plenos tiempos modernos, que lo tenían por próximo. E incluso, en algunos casos notorios, provocando su propio suicidio colectivo.

Es esencial distinguir el apocalipsis de la extinción. Cosa que tal vez escapara a San Juan evangelista quien, a pesar de sus insuperadas dotes poéticas, no previó la extinción total de la humanidad. Lo saben aquellos que esperan reencarnaciones y hasta juicios finales. En cambio, los más agudos futurólogos han solido prever extinciones, empezando por Karl Marx, cuya predicción sobre el amargo destino que esperaba a la burguesía es harto conocida. Con decir que hasta vaticinó la extinción de las clases sociales, basta. Desde entonces las teorías de las grandes crisis y cataclismos no nos han dejado un respiro. Desde la de la hoy evidente Decadencia de Occidente, pasando por la de la Rebelión de las Masas (tremenda, pero falsa) les han ido en zaga.

Los agoreros de hoy vaticinan una humanidad degradada por la bioingeniería y la inteligencia artificial (ya no es un oxímoron) o por otras novedosas lindezas. El caso es que ya nadie pronostica convincentemente la extinción de la especie humana. Ello llama la atención porque nuestra especie, tan proclive a la matanza masiva, ya sea con cámaras de gas, con bombas atómicas, o demográficas, aunque también mediante la puesta en práctica del terror contra inocentes, continúa sobreviviendo. Aunque maltrecha, habrá que constatar que no hay aún buenas razones para esperar que, como especie, se extinga. Es un suponer, puesto que Stephen Hawking, nada menos, osó preguntarse lúcidamente si la AI, la inteligencia artificial, convertida en algo decisivo y esencial para todos, no podría conducirnos al fin mismo de la humanidad.

Los enemigos de la humanidad engendran sufrimiento y, naturalmente, matan sin tregua. Aunque nunca dejan de invocar algún mandato para ellos trascendental y para nosotros inasible e incomprensible, también tienen la siniestra desfachatez de herir a la humanidad en nombre de la humanidad. Mientras esto escribo lo están haciendo con denuedo en Siria y sus alrededores, pero mañana mismo lo harán en cualquier otro paradero o matadero. No obstante, sólo en la llamada ciencia ficción aparecen espíritus malignos cuyo objetivo no es otro que el de acabar de una vez con la raza humana, la del homo sapiens.

Algo habrá logrado esta melancólica disquisición al evocar el nombre del filósofo cuya fama descansa hoy sobre su proclama de la muerte del hombre, aseveración pobremente razonada por él, y contradicha por su propia y desesperada humanidad. Otro pensador, Benito de Spinoza, insistió en la idea de que siempre ‘hay grados de existencia’. Nosotros mismos, los humanos, piensa Spinoza, no existimos del todo, absolutamente, sino en cierta medida para cada cual. Aunque eso sí, para el sabio sefardí, soy en la medida en la que existo, mas sólo en esa medida.

Más allá de las evocaciones filosóficas, y de las poéticas, las esforzadas labores de nuestros exploradores de la inteligencia artificial y la neurología, por un lado, y los fabricantes, por otro, de ingenios de toda suerte, a los que se les atribuye inteligencia, y hasta voluntad, pretenden dar resultados que no dan. No obstante si fabricamos un robot capaz de la mayor autonomía e iniciativa propia, no tendremos la menor prueba de que pueda poseer conciencia. La que tenemos tu y yo, pero ellos, los robots, no tienen. Falta por inventar el dron pensante, además de volante. Los creyentes en la religión laica del cientifismo creen que es tan sólo cuestión de tiempo. Sólo ellos vislumbran la posibilidad de que ese ingenio posea conciencia moral. Que se le programe para hacer no hacer ciertas cosas (para ejercer el bien o el mal, según nuestro criterio, como si fuera el suyo, como simulacro moral). Ello nada tiene que ver con su conciencia moral, ausente, sino con la de quienes fabriquen semejante criatura de artificio.

Somos expertos en extinciones locales y parciales de muchas especies animales, incluida la nuestra. A veces, al querer erradicarlas, les insuflamos nueva vida. Cada día vemos cómo quienes desean acabar con un nacionalismo hacen cuanto pueden para exacerbarlo o por lo menos darle alas. Por poner otro ejemplo, los racistas del fascismo alemán que quisieron acabar con el pueblo hebreo, en el más horrendo cataclismo moral del siglo pasado, ayudaron ferozmente a la creación de Israel. A pesar de ello, la extinción general de la especie humana no es inconcebible, pero no vendrá únicamente por la senda inmisericorde del fanatismo. Vendrá acompañada de las buenas intenciones, que no buenas razones, de los fabricantes de sucedáneos para el espíritu humano. Los que preparan industriosa y tozudamente en el laboratorio la manufactura del ánimo humano, lo que solía llamarse el alma humana. Concepto hoy a todas luces desacreditado. ¿Quién iba a decir que hubiera también fabricantes de presunta conciencia humana? Los hubo ayer de naranjas mecánicas: un juego de niños para quienes hoy se enfrentan con más arduas tareas.

Ya tenemos hoy. cómo no, productores de lo que ellos mismos llaman ‘seres humanos mejorados’ por traducir de algún modo la expresión de human enhancement, de quienes, ufanos, practican el arte biónica. ¿Con qué criterios? ¿Quién decide la presunta mejora?

La modernización de la soberbia –que en griego clásico se llamaba ybris, o ubris, según la grafía que prefieran- es ya tan evidente que se ha puesto en boga evocarla a diestro y siniestro, sin encomendarse uno ni a los dioses ni a Satanás. Mientras, vamos produciendo cyborgs. Algunos van y se presentan de candidatos a elección. Eso sí, siempre dentro de la democracia y de la Constitución. Menos mal que eso no pasa en nuestra querida patria.

Salvador Giner es profesor emérito de Sociología de la Universidad de Barcelona. Autor de El origen de la moral y Sociología del mal.

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