Nuestra mayor amenaza y mejor esperanza

Nuestro campo de estudio es la cognición social, el proceso que usa la gente para entender el mundo social: cómo piensan los individuos sobre sí mismos, sobre otras personas, sobre los grupos sociales, sobre la historia de la humanidad y acerca del futuro. Este autoconocimiento y conocimiento social empieza a desarrollarse en la infancia, crece a lo largo de toda la vida y guía nuestro autoconocimiento, las creencias sobre los demás y nuestra conducta social.

Hay un dicho en Estados Unidos que capta muy bien la dicotomía de la cognición social: «No puedo vivir con los otros, pero tampoco sin ellos». La actual pandemia pone de relieve este dilema, al pensar acerca de los otros seres humanos de los que dependemos. Son la fuente de nuestra mayor amenaza y, al tiempo, nuestro mayor apoyo. Una de nosotras [Fiske] ha dedicado su carrera a estudiar cómo las personas manejan la amenaza procedente de otros individuos, mientras que la otra [Taylor] ha investigado la forma en que la gente se enfrenta a la adversidad. Ambas líneas de estudio toman como punto de partida problemas típicamente humanos y llegan a la conclusión de que los humanos somos seres adaptables, con una pequeña ayuda de nuestros amigos, familias, compañeros de trabajo y vecinos. Así pues, estudiamos tanto la faceta de amenaza como la de apoyo en la interacción social.

La vertiente negativa de la interacción con otras personas se ha hecho evidente durante esta pandemia. No podemos vivir, literalmente, con los otros, porque cualquiera es un potencial portador de la enfermedad. ¿Cómo decidimos quién es seguro y sensato? La cognición social nos permite hacer una lectura rápida de la mente de los demás e inferir sus intenciones: ¿tiene el nuevo vecino la intención de aplicar las recomendaciones del Gobierno? ¿Sabrá cómo ponerse la mascarilla cuando lo necesite? En una situación ideal, sacaríamos conclusiones acerca de las intenciones y capacidades de cada individuo mediante el trato personal. Pero esto requiere un tiempo y un esfuerzo de los que a menudo no disponemos. Una pandemia consume ancho de banda, tanto personal como electrónico.

Debido a este problema de ancho de banda, con frecuencia actuamos como avaros cognitivos, conservando nuestros limitados recursos mentales. Con demasiada frecuencia, tomamos atajos para decidir quién es fiable y quién es competente, recurriendo a categorías sociales, tales como raza, sexo, edad y estatus migratorio. Forma parte de la naturaleza humana sentirse incómodo ante personas a las que percibimos como diferentes a nosotros, y la diferenciación por categorías es una de las formas de las que nos servimos para juzgar a las personas. Enjuiciar aplicando categorías es nuestro primer impulso.

Por fortuna, con el paso del tiempo, las personas se acostumbran a quienes parecen diferentes. La mera exposición a una categoría social desconocida puede disolver la ansiedad y percepción de amenaza de lo nuevo. La evidencia empírica muestra que la incomodidad inicial de la gente ante lo diferente desaparece gradualmente a lo largo de un intervalo de 6 a 8 años –siempre, claro está, que los políticos y grupos de odio no prolonguen el ajuste alimentando los peores impulsos de las personas–.

No sólo la exposición, también la interdependencia –estar en el mismo equipo– cura a la gente de sus sesgos sociales. Los vecinos pueden unirse porque la proximidad lo exige. Podemos también unir nuestras fuerzas como comunidad global, con independencia de nuestro origen étnico, para compartir lo mejor de nuestra naturaleza humana. No podemos vivir sin los otros.

En la vida de cada cual habrá días con algo de lluvia (otro dicho popular en EEUU). Pero nos las arreglamos. Gracias a nuestra vida social, recibimos y extraemos apoyo social de los demás. El apoyo social incluye también la cognición social: creer que eres querido y valorado por otros y que formas parte de una red de personas que se preocupan por los demás. Esta red incluye a nuestra pareja, la familia y los amigos más cercanos, así como relaciones más ocasionales que nos labramos en el trabajo o en instituciones sociales y comunitarias.

En circunstancias normales, el apoyo social es uno de los recursos más efectivos que poseemos las personas para enfrentarnos a las amenazas. Dichos vínculos sociales positivos son psicológicamente gratificantes, contrarrestan las de otro modo potencialmente devastadoras consecuencias emocionales y físicas del estrés, y reducen la probabilidad de que dicho estrés conduzca a la enfermedad mental o física, e incluso a la muerte.

Un aspecto especialmente preocupante de la pandemia del coronavirus es que socava y puede incluso llegar a eliminar este recurso vital. La vía de transmisión de la enfermedad es, por supuesto, social: una persona probablemente se infectó a través de un contacto social y es posible que, a su vez, la transmita a otros sin saberlo. Es devastador saber que nuestra red de apoyo social podría verse anulada por el propio factor de estrés que estamos tratando de combatir o evitar.

Además, uno querría creer que la mayoría de personas responderá ofreciendo apoyo, generosidad y preocupación por los demás. Pero una minoría, esperemos que pequeña, hará exactamente lo contrario. Ya circulan estafas que promueven falsos remedios o inducen a la gente a comprar productos inútiles que supuestamente protegen contra el virus. Otros estafadores se han hecho pasar por representantes gubernamentales para persuadir a propietarios de pequeños negocios y autónomos de que soliciten préstamos o subvenciones por los costes sufridos a causa del virus.

Los estafadores utilizarán nuestros atajos mentales para manipularnos: aparentarán ser amigables y desvivirse por nuestro interés, pero tenemos que saber cuándo debemos pararnos a pensar. Una sonrisa amistosa y una atención personal suelen identificarse con alguien susceptible de confianza, pero por supuesto no siempre es así. Para entender los motivos por los que un desconocido se comporta de forma amistosa, necesitamos resistirnos a los atajos mentales y aplicar un pensamiento cuidadoso.

Una vez que se levante el estado de confinamiento, la vida social volverá lentamente a la normalidad, aunque si la amenaza es percibida como algo recurrente y con probabilidades de regresar en otoño, la gente podría empezar a actuar defensivamente y limitar exclusivamente sus contactos sociales a los amigos y familiares más allegados. A su vez, las actividades sociales podrían quedar restringidas a lo absolutamente necesario.

Son imaginables otras consecuencias. El impulso de entablar nuevas amistades podría reprimirse; podríamos fundar nuestra visión del mundo social sobre la sospecha y el recelo; los niños podrían ser educados, no en la habilidad de desarrollar relaciones sociales, sino en cómo limitarlas a aquellas necesarias y seguras.

Pero existe también la probabilidad de que salgamos de esta compleja situación con una renovada apreciación de nuestros vínculos sociales y de los beneficios físicos y emocionales que nos aportan. Nunca se hace más evidente que durante una crisis que nadie puede resolver solo problemas de tanto calado. Debemos depender de los demás para obtener afecto, amabilidad y ayuda, y para proporcionar y recibir el apoyo que está en la esencia de nuestra condición humana.

Shelley E. Taylor es Distinguished Research Professor de Psicología en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) y Susan T. Fiske es catedrática de Psicología en Princeton. Ambas acaban de recibir el Premio Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento en Ciencia Sociales.

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