Nuestra memoria histórica

Ha anunciado Carmen Calvo la inminente presentación de un nuevo proyecto de ley de memoria histórica. Dada la trascendencia de la cuestión, y a tenor de las controversias suscitadas por la Ley de Memoria Histórica (2007), la ocasión merece y exige algunas precisiones mínimas. En lo que a la ley de 2007 y al proyecto atañe, según ha explicado la vicepresidenta primera del Gobierno, cumple sopesar los siguientes extremos en los órdenes de la filosofía moral, la historiografía, la coherencia procedimental y la equidad política.

La filosofía moral proclama la conveniencia de las reparaciones históricas al tiempo que advierte de las dificultades sin número para su justa determinación. Michael Sandel, catedrático en Harvard, reconoce «obligaciones morales y políticas» e insiste en que la memoria histórica solo puede convertirse en «obligación» merced al «consentimiento» de toda la sociedad. El también catedrático harvardiano y premio Nobel Amartya Sen afirma que «no existe la justicia perfecta» y enmarca esta suerte de obligaciones entre las pugnas en que la mayoría utilitarista vulnera la libertad de la minoría que las rechaza por acción u omisión. Christine Korsgaard –a la sazón catedrática de Harvard– promulga, como única vía para afrontar esos litigios, el debate público sujeto a la razón científica. El consentimiento, en definitiva, no debe circunscribirse a la mayoría parlamentaria, sino que obliga a esa mayoría en Cortes a atender tanto a la minoría como a la la prensa libre y la historiografía. Esto es, a valerse de lo que John Rawls llamó la public reason y que Sandel parafrasea en la máxima: «Todo argumento deberá ser razonablemente aceptable para todos los ciudadanos». Thomas Scanlon, desde su cátedra en Harvard, define lo justo como «lo que otros no puedan rechazar razonablemente». En su Method of Ethics, Henry Sidgwick advertía de que lo bueno para unos sólo será bueno éticamente si así lo estiman todos.

En el supuesto de que alcanzásemos el consenso para legislar la Historia, nuestras leyes debieran reconocer las cuestiones de relevancia mayor. La Guerra Civil podría contarse entre ellas, mas sin menoscabo de cuatro principales. Primero, la riquísima aportación de los judíos a nuestra cultura antes y después de su conversión y expulsión. (Los legisladores tendrán que ver qué hacen con El Buscón de Quevedo, exaltación grotesca del antisemitismo, y con la ubicua iconografía de los Reyes Católicos).

Segundo, las virulentas persecuciones sufridas por la Iglesia. Recordemos, por ejemplo, que texto tan objetivo como The Oxford History of Christianity ha reprobado las matanzas de religiosos y creyentes acaecidas en España durante la Guerra Civil. Aunque el Vaticano haya honrado a las víctimas, es de justicia obligada que lo sean explícitamente en toda ley de memoria histórica.

Tercero, la destrucción de nuestra cultura celtíbera por Roma, culpable también de la cruenta merma de la población y de la sustracción a manos llenas del oro y la plata de nuestra tierra. Las víctimas de Italia no tienen hoy más reconocimiento que La Numancia de Miguel de Cervantes. Cuarto, la destrucción y el expolio de parte considerable de nuestro patrimonio artístico por la Francia napoleónica, como ha recordado José Valera Ortega.

La dificultosa coherencia en la legislación de la memoria histórica ha llevado a muchos países a rehuirla. Black Lives Matter, por ejemplo, no ha alumbrado ninguna ley en país alguno. En Reino Unido, el Ayuntamiento de Bristol había acordado ya en 2017 cambiar el nombre al Colston Hall. Entonces, según el Bristol Post, dos tercios de la población local se oponía a ese cambio. Y en Bristol aún quedan Colston Tower, Colston Street y Colston Avenue, e incluso uno de los dulces típicos locales se llama Colston bun. El Consistorio de Liverpool rechazó en 2006 una propuesta para cambiar el nombre de calles dedicadas a quienes se valieron de esclavos: las de Tarleton, Manesty y Clarence, además de Penny Lane, conocida internacionalmente por la canción de los Beatles. En 2017, el cabildo de Glasgow rechazó idéntica propuesta para las calles de Buchanan y Dunlop. En España, la ley de 2007 ha hecho posible que, por iniciativa de un partido minoritario, el Senado dicte a ayuntamientos de toda España cómo no deben llamarse sus calles. Legislar la Historia en una democracia liberal es tanto como legislar la religión en un estado laico.

Quien haga leyes sobre la Historia debiera ejercer, dicho en la expresión de Adam Smith, de impartial spectator. La ley de 2007 no solo careció de consenso parlamentario, sino que con ella culminaba lo que algunos destacados historiadores consideran la politización de la Historia. Julio Gil Pecharromán y Stanley Payne explican el interés político por la Guerra Civil, en su origen, como estrategia de Felipe González en las elecciones de 1993 ante encuestas adversas. En Transición. Historia de una política española (1937-2017), Santos Juliá recuerda la avalancha de proposiciones no de ley sobre la Guerra Civil presentadas desde 1999 y durante el gobierno del Partido Popular. A una de 2001 califica Juliá de «perfecta ilustración de uso político de la historia», y otras explica como iniciativas para «poner en dificultades el Grupo Popular y a su Gobierno», «elevar el nivel de la confrontación ideológica» y naturalizar una «creciente confrontación». Según se desprende de los apuntes de Juliá, la memoria histórica parecería tener como razón de ser la politización de la Historia, ejercida sin la imparcialidad de Smith, ni del consenso de Rawls, ni el método científico de Korsgaard.

Metidos a legislar sobre materias éticas tan trascendentales e intrincadas como lo es la Historia, a nuestros diputados debería recomendarse cautela. Ninguno hemos estudiado en Harvard, pero no está de mas que lean con sosiego a Sandel, Sen, Korsgaard y Scanlon, además de a Sidgwick y Smith, entre muchísimos otros, y también que conozcan la Historia cabalmente. No es algo que –dicho en la conocida expresión de un ministro a su presidente– «se aprenda en dos tardes».

Juan Antonio Garrido Ardila es miembro numerario de la Royal Historical Society y autor de Sus nombres son leyenda. Españoles que cambiaron la Historia (Espasa).

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