«Nuestra» Siria

Surgida del desmembramiento del Imperio Otomano al término de la Primera Guerra Mundial merced a la firma del Tratado de Sèvres (10 agosto 1920), fue determinada por los intereses de Gran Bretaña y Francia en el Cercano Oriente; no obstante su carácter reciente, el país es antiquísimo, en razón de su remota historia, de ahí que reciba calificativos altamente honrosos como cuna de la civilización, museo al aire libre o narración de las artes. Todos ellos son acertados y ofrecen una imagen aproximada de lo que es este mosaico de regiones, a cual más bella y atractiva, tanto por sus paisajes como por los recuerdos de un espléndido pasado que remonta sus orígenes a varios miles de años antes de Cristo, en los albores de la civilización.

La expresión «nuestra» encaja en tan prodigiosa nación porque la cultura occidental y, particularmente la tradición cristiana, indisoluble de la anterior, poseen sus raíces en estos lugares de vocación erudita universal y soberbio abanico de monumentos, unos en ruinas, y otros en permanente utilización, a pesar de los conflictos bélicos que han sacudido al Creciente Fértil durante milenios. Muchos de sus espacios son admirables, independientemente de su protagonismo cultural: abruptas montañas, ubérrimos valles, fértiles llanuras, corrientes fluviales, dilatados desiertos, acogedores oasis o frondosas costas con playas.

Siria se encuentra entre Mesopotamia y el Mediterráneo, en cuya cuenca oriental se emplaza; está situada al sur de Anatolia y al norte de Arabia poseyendo límites con diferentes países y compartiendo con ellos el rico tapiz histórico, hecho de tradición y modernidad al ser la palpitante encrucijada de distintos pueblos, costumbres y creencias. La definieron las inesperadas invasiones, que penetraron por sus abiertas fronteras, y las ambiciones de imperios, con su cortejo de realidades y leyendas: el despertar de la escritura —en las tablillas de Ugarit se descubrió el alfabeto más antiguo del mundo—, el comercio fenicio, el enfrentamiento entre egipcios e hititas, los antiguos reinos extintos, el yugo de Asiria y Babilonia, la expansión persa, las conquistas de Alejandro Magno, el dominio romano, la difusión del cristianismo, el apogeo bizantino, la oleada del Islam, las Cruzadas, la presencia de mongoles, mamelucos y turcos otomanos.

Antes de 1918 se designaba con el nombre de Siria una amplia región natural que cubría cerca de trescientos mil kilómetros y abarcaba el núcleo de hoy, además de Líbano, Palestina y Transjordania; era la llamada «Gran Siria» (Bilad Al Cham). Las condiciones climáticas de la nación actual, la complicación de sus suelos y una localización que la hace depender de Asia y África, explican la riqueza de la flora, que es mediterránea, alpina en las cadenas montañosas y esteparia en las tierras altas y en las mesetas.

Su población posee múltiples orígenes, aunque el principal es el arameo (cuya lengua existe aún en Ma’alula y según se dice era la que hablaba Cristo). Las aportaciones de las grandes migraciones desde el IV milenio en adelante —amorreos, fenicios, cananeos, arameos, beduinos de Arabia, turcos, kurdos, armenios— dan lugar a que la estructura étnica sea muy diversa.

Los árabes se infiltraron, primero pacíficamente con las incursiones de los beduinos y las caravanas de mercaderes procedentes de Arabia, antes de conquistar el territorio en la crucial batalla del Yarmuk (20 de agosto 636), cuatro años después de la muerte del Profeta. Después, las dos dinastías posteriores al Califato Ortodoxo, la de los Omeyas que trasladó la capital de La Meca a Damasco, y la de los Abasidas, que llevó el centro del imperio musulmán a Bagdad, prosiguieron la arabización de las regiones. A pesar de una historia plagada de dificultades, la población árabe domina la vida política, económica y social de Siria. En este largo proceso pueden distinguirse cuatro períodos: de la primitiva ocupación islámica al fin del dominio otomano, que se inicia en 636 y concluye en 1916 con la Primera Guerra Mundial; el nacimiento de la nación y el Mandato Francés, hasta 1941; el proceso que culmina con la independencia, finalizado en 1946 y, por último, la etapa de los golpes militares, el partido Baas en el poder y el control de la familia Al-Assad desde 1970 que abarca más de cuatro décadas, llegando al momento presente.

Por todo lo antecedente, la asombrosa abundancia de testimonios de las grandes etapas culturales que se han vivido en estas atormentadas tierras sorprende a cualquiera que se detenga ante ellos. Las grandes mezquitas de Damasco y Alepo, así como muchas otras y los vestigios de monumentos cristianos, como las ruinas de Qalat Semaan —el monasterio de San Simeón «el Estilita»— y los recuerdos de San Pablo en la urbe damascena hablan de la religiosidad de las comunidades. Súmense a ellos los imponentes vestigios de Palmira y Apamea, destacando sus columnatas y los mosaicos de la segunda, a la vez que los restos de la oscura Bosra, en donde un colosal teatro romano sobrevive en el centro de un castillo árabe o los de Dura-Europos, asomados al curso del Éufrates… Sorprenden las imponentes fortalezas de los bizantinos, como Halabiyé, las de los cruzados, como las del Krak de los Caballeros, Saona (hoy Saladin), Chastel Blanc y Al-Marqab o la formidable ciudadela de Alepo y el castillo de Palmira, ambos musulmanes. Atraen el puerto de Tartus, el islote de Arwad, los pasos de la Ruta de la Seda, los palacios y caravasares de Damasco, los laberínticos zocos de las áreas viejas de las aglomeraciones urbanas, las enormes ruedas de las norias sobre el Orontes, cuyo hidráulico canto prosigue en Hama, las ciudades muertas de Ressafa, Mari, Qanawat, Ebla, Galb-Lozeh, AlBara o Raqqa, en cuyos yacimiento arqueológicos se descubren tesoros seculares, el valle de las tumbas en torre de Palmira, con sus retratos funerarios evocadores de la legendaria reina Zenobia.

Valgan estas pinceladas para evidenciar el valor de este mundo vivo, cuya sutil belleza no se revela al primer golpe de vista; por el contrario, necesita una degustación reflexiva, propiciadora de un enamoramiento del espíritu que ya no se interrumpirá jamás y justificadora de la consideración de que esta tierra debe ser tratada con el respeto y la reverencia que su histórica trayectoria le ha ganado ante la posteridad.

Juan J. Luna, conservador y jefe de departamento del Museo del Prado.

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