Nuestras tres nacionalidades

Cada uno de nosotros, si nos atenemos al pasaporte u otros documentos oficiales, es legalmente ciudadano –o súbdito– de un solo país. Esta afiliación obligatoria tiene su lejano origen en el Tratado de Westfalia de 1648, cuando en Europa los monarcas y prelados se repartieron los territorios y sus habitantes tras unas fronteras supuestamente inalterables. Durante el reparto, en ningún momento se tuvo en cuenta el deseo de las poblaciones, como tampoco su libertad religiosa ni lo que por aquel entonces aún no se conocía como derechos humanos. En esta misma página de ABC, en «Adiós Westfalia» (31 de agosto de 2014), tuvimos ocasión de denunciar el arcaísmo de este «orden mundial» que ha perdurado hasta nuestros días, aunque desbordado en el interior y discutido en el exterior. China ve en él un complot occidental; los rusos, una forma de frenar sus ambiciones; y los islamistas, un obstáculo para la restauración del califato. Sin embargo, se da la circunstancia de que Henry Kissinger, que ha consagrado su carrera como diplomático a salvar este orden westfaliano, publica esta semana en Estados Unidos una obra titulada World Order, en la que lamenta el hundimiento de este antiguo sistema.

¿Se trata de una coincidencia? Más bien la comprobación de un hecho: todos aquellos que reflexionan sobre una época en voz alta tienden a pensar lo mismo al mismo tiempo. Esta concomitancia de los cronistas es un poco desconcertante y una lección de modestia para quienes se creen pensadores originales. Pero, al contrario de lo que lamenta Kissinger, me parece que nos hemos convertido en ciudadanos de nuestro tiempo al menos en la misma medida en que lo somos de nuestro lugar. Esta ciudadanía del tiempo la explicó e interiorizó muy bien Isaiah Berlin: era profesor de Filosofía en Oxford y originario de Riga, que fue rusa antes de convertirse en capital de Letonia, además de judío y sionista, todo ello siendo ciudadano británico. Un periodista (creo que fui yo) le preguntó un día de dónde era realmente. «Pregunta estúpida –replicó Isaiah Berlin–, soy de mi época y no de un lugar». A decir verdad, todos somos de nuestra época, mucho más de lo que imaginamos.

Aparte de ciudadanos del tiempo, y también del territorio, yo añadiría que, desde la década de 1990, con ayuda de la mundialización, nos hemos convertido además en ciudadanos del mundo; por tanto, tres ciudadanías como mínimo, porque algunos les añaden encantados una filiación étnica, religiosa o lingüística. Sumándonos a Henry Kissinger, nostálgico emblemático del «orden mundial», y a Isaiah Berlin, ciudadano del tiempo y yo añadiría que ciudadano triple, nos corresponde, a falta de tener verdaderamente la opción, aceptar esta triple nacionalidad y, si es posible, construir sobre ella un nuevo orden colectivo estable, así como una vida personal marcada por la esperanza más que por los temores o los remordimientos.

Quedarnos anclados en los viejos tiempos como Kissinger, que quiso ser Metternich y no lo habrá sido, me parece tan inútil como cínico. Porque ese difunto orden mundial que invoca Kissinger, bajo la apariencia del realismo contra el idealismo, nunca fue otra cosa que el reinado de una aristocracia preocupada por sus intereses y completamente indiferente a los pueblos oprimidos por dicho orden mundial. Este pragmatismo político sigue teniendo sus apóstoles. Hoy día, resulta significativo que sus partidarios, Kissinger entre ellos, propongan por ejemplo neutralizar a Ucrania –«finlandizarla», como se dice en la jerga diplomática– sin preguntarse ni por un momento qué desean los ucranianos. Por lo que respecta a los partidarios del pragmatismo político, Putin, Xi Yinping, Bashar el Asad, Abdel Fatah Al Sissi, tenemos aquí a interlocutores serios con los que se puede debatir en vez de escuchar a los exaltados de la plaza Maidan de Kiev, los de la plaza Tahrir de El Cairo, o los de Tiananmen en Pekín. Pero regresar a este antiguo orden supone olvidar esos atropellos lamentables del pragmatismo político que fueron los genocidios, la devastación de las guerras territoriales, religiosas e ideológicas, en una época en la que los poderosos del mundo miraban para otro lado en nombre del orden. Como escribió Goethe: «Más vale una injusticia que el desorden, ¿no es así?».

La triple nacionalidad acaba con este antiguo orden, sin querer ofender a todos los Kissinger y a sus asiduos, ni a Goethe. Tenemos que pensar que, a partir de ahora, la justicia vale más que el orden: el acceso de todo el mundo a la palabra, aunque solo sea a través de las redes sociales, nos otorga a todos la misma capacidad de expresión que tienen los grandes de este mundo. Mala suerte para los realistas; los idealistas van camino de ganar la partida. Estos idealistas pueden resultar incompetentes, pero ¿eran y son competentes los realistas?

Aún está por ver que los resultados del pragmatismo político sean más positivos y humanos que los de los idealistas incompetentes. En consecuencia, la triple nacionalidad que se ha convertido en la nuestra no nos hace entrar necesariamente en el mejor de los mundos posibles, pero nos invita a contemplar sin ningún remordimiento el mundo antiguo. Esta triple nacionalidad libera, porque ofrece la posibilidad de elegir entre distintas sumisiones: vamos dejando de ser los súbditos de los príncipes que nos gobiernan y, cada vez más, somos individuos libres de decidir, aunque estas decisiones sean inconsecuentes. Pero son las nuestras.

Guy Sorman

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