Nuestro Adlai Stevenson

Cuando pocas semanas antes de las elecciones de 2004 presenté en un artículo a Rajoy como el candidato «mejor preparado» para llegar a La Moncloa -anticipando lo que habría de ser un apoyo en toda regla, idéntico al que EL MUNDO le ha prestado también en 2008-, Zapatero me mandó un correo electrónico, haciéndose el ofendido. Alegaba que me había decantado por su contendiente sin tan siquiera esperar a conocer su programa o escuchar sus propuestas de campaña.

En parte por corresponder al sincero esfuerzo que había hecho desde su llegada a la Secretaría General por normalizar las relaciones entre el PSOE y nuestro periódico y en parte por un afán de precisar y dejar las cosas en su sitio, le contesté que la batalla de las urnas no siempre la ganaba el «mejor preparado». Y le puse como ejemplo el caso de Adlai Stevenson, doble perdedor ante el general Eisenhower en las elecciones del 52 y el 56, sin imaginar hasta qué punto estaba anticipando lo que habría de suceder entre él y Mariano Rajoy.

Miembro de una familia de Illinois cuyo arraigo político en el noroeste se afianzó con la llegada de su abuelo a la Vicepresidencia de los Estados Unidos -el de Rajoy fue prócer de la derecha republicana gallega-, Adlai Stevenson tenía el mejor currículo imaginable para conquistar la Casa Blanca. Como en el caso del líder del PP su cursus honorem le había llevado a adquirir la impagable experiencia de ejercer altos cargos en tres departamentos de la Administración: Agricultura, Marina y Estado. En ninguno de ellos llegó al rango de ministro, pero mientras en Galicia Rajoy no pasó de número dos de la Xunta, él consiguió convertirse en gobernador de Illinois en representación del Partido Demócrata.

No fue el dedazo del presidente saliente Harry Truman el que le designó candidato a la Casa Blanca, pero sí el de la maquinaria del aparato del partido controlada desde Chicago por el boss Jake Arvey. En aquella época las primarias tenían mucha menos importancia para obtener la nominación y era en las habitaciones llenas de humo de la Convención donde los factotum regionales intercambiaban cromos y ponían y quitaban nombres como tratantes de ganado.

El gobernador Stevenson tenía entre sus virtudes un fino sentido de la ironía que a veces le hacía parecer frío y distante ante el gran público y entre sus defectos una cierta tendencia a la indecisión a partir de la cual sus adversarios lo describían como un tipo blando y pusilánime. No le llamaban Maricomplejines, pero por ahí le andaba.

Algunas de las anécdotas que se le atribuían casi parecían el estereotipo de los «chistes de gallegos». Entre la prensa circulaba la especie de que una vez que estaba a punto de intervenir en un acto preguntó si le daba tiempo de pasar por el cuarto de baño y cuando le dijeron que sí, planteó una nueva duda: «Oiga, ¿y usted cree que es necesario que yo vaya al cuarto de baño?». El a su vez se vengaba de quienes difundían episodios como este, explicando que «la labor de la prensa consiste en separar el trigo de la paja... y publicar la paja».

Adlai Stevenson recibió un legado envenenado que incluía el cansancio del electorado por la gestión de los demócratas y el rechazo a una guerra tremendamente impopular que no era la de Irak sino la de Corea. Enfrente se encontró con un Eisenhower con prestigio militar pero sin apenas experiencia política. Quienes pensaban que el avezado profesional con su abrumadora preparación e inagotables conocimientos iba a dejar pronto en evidencia al ingenuo recién llegado se encontraron con la sorpresa de que el artífice del Día D tenía una capacidad natural de conectar con los electores y un inteligente equipo de publicitarios dispuestos a explotar esa empatía. Aunque los atributos del general eran prácticamente los opuestos a los que ahora nos han vendido los estrategas del PSOE -también los tiempos eran muy distintos-, la simplicidad rayana en la tontería de aquel slogan «I like Ike» que de repente se adueñó de la nación es todo un antecedente de la «Zeta de Zapatero» con que hemos sido inmisericordemente flagelados.

El voto femenino y la televisión hicieron el resto. Aunque los debates no llegarían hasta el 60, la pequeña pantalla ya estaba en gran parte de los hogares norteamericanos dando paso a la cultura de la imagen. Mientras Eisenhower -o sea Ike- se dejaba querer por las cámaras con su rostro limpio y sonriente, la prominente calvicie de Stevenson realzaba su aire académico y severo. Muy pronto un columnista republicano le bautizó como el «cabeza de huevo» y con ese mote se quedó para siempre. A Eisenhower le bastaba repetir ideas muy básicas para que la televisión disparara su popularidad, mientras Stevenson se declaraba incómodo ante la mera idea de hablar para un auditorio al que no podía ver y consideraba poco menos que ofensivo que le pidieran que resumiera sus ideas en spots de medio minuto.

Hombre inteligente y perspicaz como pocos, él mismo era consciente de sus grandes dificultades para conseguir que le votara la América profunda. Cuando uno de sus seguidores, elogiando su programa y sus bien argumentados discursos, vaticinó que «cualquiera con dos dedos de frente tendrá que votar por usted», Stevenson no pudo reprimir su ironía desdeñosa y exclamó: «Sí, con todos esos ya cuento... Mi problema es que necesito llegar a la mayoría».

Tratando de contrarrestar esa mala fama de político aristocrático y alejado de la calle su equipo de campaña pretendió hacer de la necesidad virtud, dándole la vuelta a una embarazosa foto que le sacaron en un aeropuerto enseñando un agujero en la suela del zapato. Esa era la prueba, vinieron a decir sus asesores, de que Stevenson no era sino el esforzado hombre corriente que se olvida de todo lo que le concierne personalmente para entregarse a la causa de recorrer el país de punta a punta, desgastando sus zapatos en el polvo del camino en lugar de hacer poses con la uve de la victoria ante los reporteros gráficos. Para su desgracia también eso se le volvió en contra a través de una cascada de bromas fáciles: la campaña de Stevenson estaba tan agujereada como sus zapatos, cómo va a ocuparse del país quien ni siquiera es capaz de cuidar de sus zapatos, este hombre quiere devolvernos a los tiempos de la Gran Depresión en los que no había ni para comprar zapatos... etc, etc.

Siendo un hombre íntegro, bien preparado y cabal al que los suyos adoraban, Stevenson nunca fue capaz de aceptar su propia responsabilidad en las dos derrotas cosechadas. Siempre pensó que en el 52 perdió por el embolado que le había dejado Truman y en el 56 por el súbito empeoramiento de la situación internacional fruto de las simultáneas crisis de Suez y Hungría. Y puesto que sólo esas inesperadas circunstancias le habían impedido llegar a la Casa Blanca, bien podía y debía intentarlo una tercera vez. Cuando, con el apoyo de toda su vieja guardia encabezada por la viuda de Roosevelt, Stevenson se declaró dispuesto a luchar por la nominación también en el 60, todo fueron sonrisas, palmaditas en la espalda y buenas caras pero el stablishment del Partido Demócrata se percató de que tenía un problema.

Con todas las diferencias favorables a los Estados Unidos en lo que a la vida interna de los partidos políticos se refiere, esa misma es la hipocresía que en estos momentos impregna la actualidad del PP. Los mismos dirigentes que en público orquestan el rigodón del cierre de filas en apoyo al líder son los que en privado comentan que Rajoy se ha creído la versión de Arriola y su propio gabinete según la cual hace cuatro años sólo se perdió por el 11-M y sin el atentado de Mondragón del viernes, él habría ganado las elecciones del domingo. Y añaden que aunque es cierto que ahí se pudo ensanchar la distancia en casi un punto, lo que habría que preguntarse es por qué un crimen de ETA ayuda al Gobierno que negoció con la banda engañando a los españoles y no a la oposición a la que el tiempo ha dado trágicamente la razón. Y si la respuesta es que el terrorismo siempre provoca la solidaridad y el cierre de filas en torno al Gobierno que lo padece, entonces la cuestión es por qué eso no fue así en el 2004. Y si al final resulta que entonces y ahora se gestionaron mal las respectivas situaciones y se jugaron de forma errónea las bazas que iba proporcionando el destino, lo que queda es el vértigo de que pueda cumplirse el dicho de que no hay dos sin tres.

Con la misma claridad con que hemos pedido por dos veces el voto para las candidaturas encabezadas por Rajoy, con el mismo respeto hacia el político y aprecio hacia la persona que ha peleado con todas sus fuerzas por buena parte de las ideas que defendemos, EL MUNDO dijo en el editorial publicado el martes -es decir, en el exacto momento adecuado en todo proceso democrático- que a nuestro entender lo más conveniente para las expectativas del PP y para los intereses de sus electores y por lo tanto de casi la mitad de la sociedad española era afrontar la renovación de su imagen, su estrategia y su liderazgo.

También nosotros somos «previsibles» en lo que atañe a las formas de la democracia. Es la misma tesis del artículo El hombre que sólo tenía una bala, publicado en esta misma página el 3 de octubre de 2004 con ocasión de la clausura del Congreso que ratificó el designio sucesorio de Aznar: «O el que hoy será coronado nuevo presidente del PP gana las próximas elecciones generales, o ya puede ir quitándole el polvo al Registro de la Propiedad de Santa Pola».

No lo hemos planteado ni con ningún propósito de jugar el papel de king makers, ni en apoyo de ninguna alternativa concreta. Proponíamos un Congreso abierto a los distintos aspirantes, conocidos o no, y una decisión democrática de las bases como la que tan óptimo resultado le proporcionó al PSOE en el 2000. El reflejo defensivo verbalizado por Gallardón durante el Comité Ejecutivo del día siguiente, alegando que el rumbo del partido no debía marcarse «desde fuera» -como si tuviera importancia quién es el primero en decir en voz alta lo que tantos piensan-, sólo es una prueba más de hasta dónde puede llegar la endogamia de una organización que se proclama abierta a la sociedad pero en la que todo fluye de arriba hacia abajo y nada de abajo hacia arriba.

En todo caso lo esencial no es eso, sino los argumentos esgrimidos por Rajoy para alegar que «lo mejor para España y para el PP» es que él continúe en el cargo, él vuelva a ser por tercera vez candidato a La Moncloa y no haya por lo tanto más renovación durante estos cuatro años que la que él mismo pilote. Dejando al margen tanto el elemento providencialista como el espejismo de que será ahora cuando pueda formar su «propio equipo», como si después de haber sido rehén de Aznar en el 2004, lo hubiera sido de Acebes y Zaplana en el 2008, lo que de verdad queda es la comparación con el tercer y el cuarto presidentes de la democracia.

Es verdad que González también perdió dos veces antes de llegar a La Moncloa, pero entre su primera derrota (julio del 77) y la fecha de su elección (octubre del 82) sólo transcurrieron cinco años y tres meses. Tras la segunda derrota, a pesar de que había dejado tambaleándose a Adolfo Suárez, González echó un órdago de tal calibre al statu quo de su propio partido que perdió un Congreso y abandonó temporalmente el cargo. Sólo tras esa catarsis convenció a los españoles de que el viejo socialismo marxista había sido sustituido por un proyecto adecuado para el cambio sin riesgos.

Es verdad que Aznar también perdió dos veces antes de llegar a La Moncloa, pero entre su primera derrota (octubre de 1989) y su amarga pero determinante victoria (marzo de 1996) sólo transcurrieron seis años y cinco meses. A diferencia de lo que ha ocurrido ahora su segundo asalto al poder se saldó en el 93 con una reducción en nada menos que 50 escaños -34 que ganó el PP, 16 que perdió el PSOE- de la distancia que le separaba de un González que se quedó, acosado por la sombra de la corrupción y el crimen de Estado, con sólo 159 diputados, a expensas de lo que todos percibíamos como una corta legislatura de transición.

Nada de esto sucede en la actualidad, pues el avance del PP ha sido tan exiguo como estéril. Vayan como vayan la economía, la lucha antiterrorista o los conflictos territoriales, Zapatero no va a tener problema alguno para llegar a 2012. Tiene margen pues para remontar cualquier escenario que con otro resultado electoral le pondría contra las cuerdas. De ahí que el único horizonte atractivo que les quedaba a los populares para estos cuatro años fuera la apertura de un decidido proceso de renovación, orientado a ampliar su base social con el objetivo de pelear no por una apurada victoria supeditada una vez más a CiU y al PNV, sino a conquistar algo parecido a la mayoría absoluta del 2000 para poder entrar en el fondo de los problemas que afectan a las reglas del juego del sistema constitucional.

Eso es lo que Rajoy acaba de zanjar de plano, abocándonos a una legislatura en la que la impotencia ante la ocupación de las instituciones por el PSOE y sus socios -ya verán lo que va a ocurrir con la Justicia- ni siquiera podrá encontrar el alivio de la ilusión en torno al proceso de germinación de una nueva alternativa. No le arriendo la ganancia a medida que su electorado vaya descubriendo que sólo le quedará aquietarse o recurrir al pataleo.

El Partido Demócrata impidió en 1960 a Adlai Stevenson intentarlo por tercera vez, decantándose por el ticket Kennedy-Johnson -fruto del inesperado pacto entre los dos principales aspirantes a la sucesión- que a la postre recuperó el poder. Nadie puede descartar que en el PP pueda ocurrir algo parecido hacia mitad de legislatura, pero quien lo intente siempre deberá hacer frente, además de a los obstáculos naturales que impiden el progreso de las cosas, a la actitud retadora de la briosa diputada que con los brazos en jarras y lo suficientemente alto como para que se la oyera lo más posible, defendía poco antes del inicio del Comité Ejecutivo del martes a su santo y su limosna, poniendo en su sitio a la figura percibida como una amenaza para la economía familiar: «Esa es una hija de puta y a ver si tiene ahora cojones para presentarse». En fin que, como bien ha dicho, el propio Rajoy, señoras y señores, «esto es lo que hay». La próxima semana, hablaremos del Gobierno.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.