Los fastos no están resultando tan imponentes como lo fueron en 2005, cuando se celebraba el cuatrocientos aniversario de la publicación de la primera parte del libro, quizás porque los presupuestos públicos han menguado o porque al titular de Cultura no le gusta el texto, pero yo tengo la impresión de que el cuatrocientos aniversario de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha está pasando casi de puntillas ante nosotros. Creo que fue exactamente el último día de abril de 1615 cuando vieron la luz las nuevas aventuras del más grande caballero español de todos los tiempos, casi un año justo antes de que falleciera, en un 23 de abril, su autor, don Miguel de Cervantes. Y no deja de ser curioso –y muy español– que, mientras celebramos cada año la muerte del escritor con toda suerte de pompas y honores en el llamado Día del Libro (¡qué no veremos el año próximo!) y andamos enredados con la búsqueda de sus molidos huesos en el convento de las Trinitarias –una tarea bastante tenebrosa–, dejemos el libro un poco arrinconado.
Todavía hay quienes debaten si es mejor la primera parte del Quijote que la segunda. Ya se sabe que, dado el éxito del relato desde su aparición, un tal Avellaneda –«escritor fingido y tordillesco, de pluma de avestruz grosera»– trató de birlarle al buen Cervantes la idea de la continuación de la novela y que el ilustre manco, cabreado, le echó todo el genio que pudo a la nueva narración. Aunque a mí se me hace, también, que había otro motivo mucho más hondo, si se quiere una suerte de revancha histórica. Sus contemporáneos vieron en la narración primera un carácter exclusivamente cómico, cuando el autor tenía la certeza de que, bajo el humor, había mucha miga. Y quiso darle en la continuación de la obra más lustre a esa figura del vagabundo manchego en cuya cabeza se confunden la realidad y el sueño. Cervantes sabía muy bien lo que hacía, como reconocerían después los ilustrados, más tarde los románticos y ya todos nosotros. «Para mi sola nació don Quijote, y yo para él», dejó escrita la pluma cervantina.
Es curioso comprobar el hecho de que no son pocas las gentes que confunden a autor y personaje, sino más bien abundantes. Recuerdo que, estando en cierta ocasión en Barcelona, en las cercanías de la Facultad de Naútica –en donde hubo playa tiempo atrás y, según es tradición, fue el lugar el arenal en el que Don Quijote cayó descabalgado por el Caballero de la Blanca Luna–, pregunté a un viandante cuál era la casa que habitó Cervantes durante su supuesta estancia en la ciudad. El hombre me señaló un edificio cercano, en el Paseo de Colón, y me indicó que había un busto en la entrada que lo celebraba. Y añadió: «Aquí nadie duda de que don Quijote estuvo en Barcelona». El busto, por supuesto, es de don Miguel de Cervantes.
A la historia del caballero le sucede como a los libros de la Antigüedad Clásica: que todo el mundo conoce el argumento y que su riqueza cultural era patrimonio de todos. Antes de nacer la lengua escrita, las historias corrían «de boca a oído» en la voz de los cantores, ciegos en su mayoría, como dicen lo era Homero. Eran narraciones que venían de siglos atrás, que por decirlo así carecían de derechos de autor y que pertenecían a los pueblos que las creaban. Cuando Homero y los trágicos las convirtieron en relatos entramados en una forma literaria, eran ya conocidos por todos. No existía la intriga, cualquier lector o espectador sabía de antemano que Aquiles vencería a Héctor en duelo, que Edipo mataría a su padre, que Orestes asesinaría su madre y que Odiseo haría lo mismo con los pretendientes de su trono. Se gozaba del cómo se contaba un historia y de su sentido íntimo, no del suspense y la sorpresa. En buena parte, ahí reside uno de los más sólidos valores de la literatura. No sólo es qué se cuenta, sino en cómo se hace.
En el año 2005 escribí un reportaje sobre el recorrido de Don Quijote por los territorios de la Mancha, Aragón y Barcelona. Fue un viaje imaginario, pues en su libro, Cervantes sólo cita tres puntos geográficos concretos: el Toboso, las Lagunas de Ruidera y la Ciudad Condal. En una carretera comarcal de las proximidades de Argamasilla de Alba –citada por sus «académicos» tan sólo–, encontré una venta antigua, en ruinas, que algún libro señala como aquella en la que juró armas don Quijote. Sus trazas las tenía, desde luego: muros, portones, patio, pozo, aposentos colectivos, chimenea de amplio tiro, abrevaderos, pesebres, ganchos de amarrar caballerías y comedor, además de una aspillera para estudiar las trazas, desde dentro y antes de abrirle, de quien viniera de noche en busca de posada.
Di un paseo alrededor del lugar haciendo fotos y, en una casa cercana, encontré a un hombre que arreglaba el motor de un tractor en el patio de su casa. Charlamos un poco. Me dijo que era dueño de unas pocas hectáreas de cereal que él mismo trabajaba. Le pregunté si aquella era la venta de don Quijote. Y él respondió sin dudarlo: «Desde luego que estuvo aquí alojado, eso se lo puede decir cualquier de la zona». Añadí: «¿Ha leído usted el libro». Quedó desconcertado, miró hacia los lados, tomó aire y con voz grave respondió: «No lo he leído; pero me lo sé».
De modo que nuestro don Quijote ha pasado a ser patrimonio de todos y Cervantes ya no es el único dueño de la historia, sino que nos pertenece a los demás, incluso a quienes no han leído el libro. El libro ha terminado por ser, casi, literatura oral. Y su personaje de ficción se ha convertido en historia verdadera. Mi campesino de Argamasilla, como los burlones duques cervantinos, creía en la realidad de don Quijote.
Esa es, tal vez, la mayor de las grandezas de este libro.
Javier Reverte, escritor.