Nuestro gran cine

Aunque pueda resultar sorprendente para algunos -así es nuestro actual adanismo- hay que recordar que el cine español nació mucho antes de que se crearan los Premios Goya. No hace mucho, dando clase de literatura española contemporánea, comenté una escena de ‘Bienvenido Mr. Marshall’. Al advertir la expresión perpleja de los jóvenes, unos cincuenta alumnos de quinto curso de Filología Hispánica, pedí que levantaran la mano los que habían visto la película: ni un solo brazo se alzó. Probablemente, conocían al dedillo las últimas series norteamericanas pero no sabían nada de la película de Berlanga. Además de perderse una auténtica joya, ignoraban una clave importante para entender nuestra posguerra. Me pregunto a cuántos jóvenes españoles les está pasando algo semejante.

Nuestro gran cineEn ‘Las películas de mi vida’, Bertrand Tavernier, fallecido el pasado jueves, comenta, con una antología de imágenes, algunas películas y personajes del cine francés que marcaron su biografía. Algo semejante ha hecho Martin Scorsese con relación al cine de su país. TVE hizo algo parecido en 1978: ‘Memorias del cine español’, de Diego Galán. No sería mala idea volver a emitirlo ni encargar una nueva serie a directores como José Luis Garci o Santiago Segura. De momento, nos contentamos con algunos programas de televisión (‘Cine de barrio’, ‘Historia de nuestro cine’, ‘Viva el cine español’) y con el riquísimo catálogo que ofrece Flick Olé.

Por culpa de la repetición de manifiestos políticos e ideológicos, bastantes espectadores se han alejado de nuestro cine. Es justo subrayar que, mucho antes de estas anécdotas recientes, el cine español ya había dado muchas películas excelentes.

Quiero empezar recordando el No-Do. La ignorancia actual suele reducirlo a pura proganda del régimen de Franco: me parece una burda simplificación. Ante todo, posee una calidad técnica más que notable. Además, ofrece una ventana inapreciable sobre la vida cotidiana de los españoles. Me gustaría que algún empresario se arriesgara a programar películas clásicas españolas, precedidas de un No-Do: para algunos, tendría el valor de la nostalgia; para otros, el de un descubrimiento.

Desde el comienzo de su historia, el cinematógrafo alternó el documental con la fantasía. Los cinéfilos conocen de sobra el ‘Viaje a la Luna’ de Meliès, cuando un cohete se estrella en el ojo de esa redonda cara blanca. Pocos españoles, en cambio, recuerdan al turolense Segundo de Chomón, inventor de los trucos para superproducciones como la italiana ‘Cabiria’ y el ‘Napoleón’ de Abel Gance.

Si me dejo llevar por la pasión personal, creo que nuestro cine ha dado, por lo menos, cuatro verdaderos genios: Florián Rey, Luis Buñuel, Edgar Neville y Luis García Berlanga. El primero, con técnicas muy modernas, logró éxitos populares como ‘Morena Clara’ y ‘Nobleza baturra’, junto a Imperio Argentina, nuestra primera gran estrella. Los dos aportan una finura casi de ‘lied’ romántico a un género como la jota: «Bien se ve que estás, mañica...».

Otro aragonés, Luis Buñuel, tan bronco y tan sutil como su paisano Goya, escandalizó con el surrealismo de ‘Un perro andaluz’ y ‘La edad de oro’. El exilio aumentó su pasión española, patente en sus versiones de Galdós, ‘Nazarín’ y ‘Tristana’.

Neville, gran amigo de Chaplin, lo hacía todo con elegante finura: el cine, el teatro, la novela, el humor... No es inferior a ninguna comedia inglesa ‘El baile’, que Conchita Montes representó en Londres durante meses; ni ‘Mi calle’ lo es al neorrealismo italiano. Su amor por la cultura popular española se ve en ‘Duende y misterio del flamenco’.

Berlanga es un sabio mediterráneo, anárquico, tan burlón como lírico, amante por encima de todo de la libertad. Si Innesfree, el pueblecito irlandés de ‘El hombre tranquilo’, representa el sueño de John Ford, ‘Calabuch’ es el paraíso perdido de Berlanga, donde ‘sólo importa vivir’.

No le faltan al cine español buenos directores, en todos los géneros; ni guionistas, ni cámaras, ni decoradores, ni músicos... Quiero subrayar especialmente un sector, el de los grandísimos actores. A la cabeza están, para mí, sin duda, dos auténticos genios, Pepe Isbert y Fernando Fernán Gómez. Ninguno de los dos estudió el método Stanislavski ni necesitaba hacer meditación trascendental antes de actuar. Aprendieron su oficio sobre las tablas y añadieron su personalidad única. Recuerdo a Pepe Isbert como el inolvidable alcalde de ‘Bienvenido Mr. Marshall’, que «nos debe una explicación y nos la va a dar». A mi amigo Fernando lo recordaré siempre como el viejo cómico de la legua que, en ‘El viaje a ninguna parte’, desespera al director de la película al recitar, con retórica campanuda: «Estaba deseando que viniese usté por acá, señoritooo... para decirle una cosa un tanto delicá».

Pepe Isbert y Fernando Fernán Gómez están al mismo nivel de Lawrence Olivier, Alec Guinness y Vittorio Gassman, por ejemplo. José María Rodero no es menos grande que Anthony Hopkins. Tampoco Alfredo Landa, en ‘El crack’ y en ‘Luz de domingo’, tiene nada que envidiar a Marlon Brando; ni Julia Gutiérrez Caba, a Helen Mirren; ni María Jesús Valdés, a Jeanne Moreau... Así lo veo yo.

La nómina de grandes actores españoles es enorme. A la mayoría de ellos les une algo: no venían de una serie de televisión ni de un ‘reality’, sino del teatro (igual que los ingleses, que aprenden su oficio interpretando a Shakespeare). Quiero subrayar la nómina de extraordinarios actores secundarios, uno de los tesoros de nuestro cine: Irene y Julia Caba Alba, Guadalupe y Matilde Muñoz Sampedro, Alberto Romea, Pepe Orjas, Juan Espantaleón, Jesús Tordesillas, Mariano Azaña, Félix Dafauce, Antonio Riquelme, Pepe Nieto, Juan Calvo, Manolo Morán, Rafael Alonso, Manuel Alexandre, Rafaela Aparicio, Luis Ciges...

Todos ellos, protagonistas o no, sabían recitar perfectamente: no cabe imaginar que no se les entendiera lo que decían. Y, tanto en el teatro como en el cine, transmitían verdad artística, autenticidad.

Sin querer, he usado tiempos verbales pretéritos. ¿Sucede eso hoy mismo? Me temo que no es un problema exclusivo del cine, sino de nuestra cultura; de la España actual, en definitiva.

En tiempos difíciles, muchos cineastas españoles sortearon con talento e ingenio las dificultades económicas, empresariales y políticas; también, dieron una respuesta española a las grandes cuestiones que cada momento histórico plantea. La ventaja del cine es que sigue estando vivo, a nuestra disposición: podemos seguir disfrutándolo siempre.

Hemos de estar orgullosos de nuestro gran cine, sea del año que sea: es una parte importante de nuestra cultura y un testimonio insustituible de cómo han vivido los españoles. Nuestro cine actual debería ser digno de esa herencia.

Andrés Amorós Guardiola es catedrático de Literatura Española.

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