Nuestro peor enemigo

EL tiempo ya no es lo que era. Lo refleja bien una conocida boutade de J. G. Ballard, ingeniosa como muchas otras frivolidades postmodernas: «Sólo creo en los próximos cinco minutos». Tampoco es lo mismo el espacio, al que la sociedad global desafía con todas las bazas para ganar la apuesta. Ya saben: las alas de una mariposa…, y la bolsa baja o sube, y quién sabe por dónde van a discurrir las andanzas de un mundo que supera nuestra capacidad de comprensión. Eso sí, la condición humana es eterna, como bien decían los clásicos menos ilusos: Tucídides o Maquiavelo, entre ellos. No tiene ninguna intención de cambiar. Sabemos convivir con las contradicciones, estamos entrenados para ello.

Hablamos de la democracia contemporánea, la nuestra y todas las demás, porque España goza (el verbo no es inocente) de un sistema político igual de «bueno» e igual de «malo» que los demás países que comparten con nosotros el mismo destino histórico. «Los partidos están en el corazón de la política». Así comienza un clásico contemporáneo, Why parties?, de J. H. Aldrich, cuya nueva versión acaba de publicarse en español. La política es y debe ser capaz de integrar el conflicto mediante un consenso sobre las reglas del juego y los principios esenciales. Soy muy consciente de que los partidos ya no son lo que eran, o lo que nos imaginamos que fueron algún día. Tampoco los Parlamentos o los jueces. El reino feliz de un tiempo imaginario y, por ello, no susceptible de ser sometido a pruebas empíricas es la expresión perfecta de las falsas ilusiones que nos permiten seguir viviendo. Todoloqueerasólido se desvanece, dice Antonio Muñoz Molina en un análisis brillante de nuestro malestar contemporáneo: por suerte para el autor, su enfoque es más «literario» que «científico». El reciente (y merecido) premio Príncipe de Asturias apunta con rigor cuáles son las razones que reflejan la crisis nacional: «conciencia delirante»; «sensibilidad postmoderna»; «organismos híbridos»; «gente avispada»; «economía especulativa», porque los pescadores en río revuelto «no eran expertos en economía, sino en brujería…». Hay, por tanto, un país que se define por «los simulacros y los espejismos», donde «la zafiedad (…) se disculpaba como llaneza» y «el paroxismo de la fiesta como dádiva populista». El notable escritor de Úbeda intenta, y en parte lo consigue, ser imparcial en el terreno partidista. Le doy la razón en casi todo. Me recuerda a los arbitristas del siglo XVII, a la «república encantada» de Martín González de Cellorigo y otros curiosos escritores hoy olvidados. Gente interesante, sin duda, aunque –como suele decir Pedro Schwartz– no hemos producido un pensamiento económico comparable a los grandes clásicos en aquella edad de oro de la cultura.

¿Por qué somos incapaces de apreciar lo bueno? Ya sé que lo fácil es ahora culpar al mercado y a ciertos conspiradores malvados en lugar de asumir la propia responsabilidad. Desde siempre, es de buen tono en España fustigar a un país incapaz de defenderse. Todos los males nos suceden a nosotros. Será verdad, digo yo, si todo el mundo lo dice, pero me pregunto por qué aquí tenemos una sociedad que no se dedica a quemar coches los fines de semana (como en la banlieue de las ciudades francesas), no genera partidos ridículamente contrarios al sentido común (como el populismo de Beppe Grillo) o no vota con gusto a los partidarios del nacionalismo antieuropeo (como el UKIP británico), aunque no falta entre nosotros el localismo de vía estrecha. Por no mencionar las explosiones sociales en países emergentes, al estilo de Turquía o Brasil, que los politólogos y otros colegas académicos somos incapaces de interpretar con un mínimo de rigor.

Tal vez España es una sociedad más madura de lo que algunos piensan, o acaso desean. Imperfecto, sin duda, el sistema D’Hondt genera una estabilidad política que es –a día de hoy– nuestro mejor activo contra una insensatez que se extiende de forma preocupante. Siempre hablamos de lo mismo, dicen mis amigos extranjeros, y no les falta razón. El debate territorial es un hándicap que agota los esfuerzos de los mejores españoles desde hace ya demasiado tiempo. Nuestra vida política parece hipotecada, secuestrada más bien, por personajes éticamente infames y (garantías jurídicas al margen) con todo el fumus propio del delincuente cuya conducta encaja en media docena de tipos penales. En lugar de concentrar esfuerzos en la lucha contra la crisis económica y la creación de empleo, jugamos con fuego para hacernos daño allí donde más duele, en ese núcleo genuino de la legitimidad política que John Locke acertó a definir con una palabra mágica: trust, es decir, confianza. Es triste, pero somos el país de la eterna desconfianza. Ya lo han adivinado: nuestro peor enemigo… somos nosotros mismos.

La ciudad de las ideas está vacía. El siglo XXI nos pide planteamientos creativos y sólo le ofrecemos tópicos desgastados. Vivimos tiempos de inquietud democrática y –una vez más– los «políticos» son el objetivo a batir. La historia siempre se repite, desde los días fundacionales de la vieja democracia clásica. El populismo juega en campo abonado cuando lanza sus huestes contra esa «casta» que los escritores más o menos de moda definen –copiando unos de otros– como «élites extractivas». El truco es muy antiguo, pero siempre funciona: una inmensa mayoría de ciudadanos honestos explotada por una minoría de parásitos sin escrúpulos. En todos los tópicos hay un fondo de verdad, pero para obrar con justicia y hacer diagnósticos certeros tenemos que dejar al margen ese falso consuelo. He escrito muchas veces que la política es el espejo de la vida. La (mal llamada) «clase política» es el reflejo de la (mal llamada) «sociedad civil», y no una exótica tribu que nos invade procedente de algún planeta lejano. Por eso, si acertamos con el diseño de instituciones apropiadas, cerraremos espacios a la corrupción y a otros males que afligen a nuestras democracias pudorosas, pero menos ingenuas de lo que parece. Lo mismo ocurre con la educación: cuando está bien concebida, extrae lo mejor del ser humano. No hace falta creer a Hobbes, pero tampoco es obligatorio dar por bueno todo lo que dice Rousseau. Con reformas orientadas en la buena dirección (transparencia, responsabilidad, gestión eficiente), nuestra democracia será mejor. Ojalá sea posible que nos ocupemos de lo importante y no sigamos atrapados en la miseria interesada.

Benigno Pendás, director del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

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