Nuestro problema número 5

Algunos parecen creer que la democracia es algo consustancial a nuestra Constitución, algo así como una consecuencia inevitable de la misma. Según tal peculiar criterio, aquí la ley sería ya democrática por el mero hecho de ser ley, puesto que 'vivimos en un Estado de Derecho' y 'España es, desde 1978, una democracia'. Una vez establecido eso, sobra toda argumentación.

Por descontado, semejante andamiaje ideológico descansa en una suposición del todo falaz, aquélla que confunde lo legal con lo legítimo. Una ley puede ser ley con todas las bendiciones de la Carta Magna y resultar perfectamente ilegítima desde el punto de vista democrático. En nuestro país esa observación es especialmente pertinente en lo relativo al entramado de la representación política, a las leyes que lo regulan y, en consecuencia, a los comportamientos que tales leyes originan. Los teóricos de la democracia suelen distinguir en ese entramado tres fases: deliberación, elección, y representación. Así que vayamos por partes.

Deliberación viene obviamente de debate. Un debate es en principio un espacio en el que se intercambian razones ante los electores, pero observen la cultura política que demuestran aquí nuestros dos grandes partidos. Cuando no interesa, sencillamente el debate se rechaza. Sólo en 1993 tuvimos los ciudadanos oportunidad de ver frente a frente a los dos candidatos a la presidencia, debido a que a ninguno de los dos le auguraban las encuestas una victoria clara. En el resto de las convocatorias, el partido con ventaja rechazó el debate: el PSOE en 1989, el PP en 1996, 2000 y 2004. ¿Para qué debatir, si voy delante y me arriesgo a perder? Por eso este año toca debate, porque están igualados. La filosofía de fondo consiste en concebir el debate como un medio y no como un fin en sí mismo.

En lo concerniente a la elección, sabido es que la ley electoral que padecemos implica vulnerar principios democráticos básicos. En primer lugar porque el voto es desigual. Y lo es de acuerdo a una peculiar lotería de nacimiento. En Teruel 20.000 votos hacen un escaño, en Madrid hacen falta 100.000. Y en segundo porque el sistema electoral es diferente en cada provincia. No es lo mismo elegir tres escaños -limitación que reduce los partidos con posibilidades a dos, elimina la proporcionalidad y obliga al voto útil- que elegir 35. Ambas circunstancias explican por qué nuestro sistema arroja sistemáticamente resultados que están entre los más desproporcionales en la escena internacional. No es ya que no se respete una proporción más o menos ajustada de votos y escaños, es que incluso puede verse alterado el mero orden en el que los votantes colocan a los partidos, consiguiendo formaciones con menos votos más escaños que otras con más votos. El sistema es tan arbitrario que, desde que empezó a funcionar en 1977, los especialistas no acaban de ponerse de acuerdo en si es proporcional o mayoritario. ¿Por qué se mantiene? Porque impone el bipartidismo, y ni el PP ni el PSOE, los únicos que podrían cambiarlo, quieren hacerlo.

¿Y la calidad de representación, finalmente? Según el CIS la clase política y los partidos políticos se encuentran entre los cinco mayores problemas del país, a la zaga del terrorismo, la vivienda, el paro y la inmigración. Es decir, que se conceptualizan directamente como 'un problema', y por delante, por ejemplo, de la inseguridad ciudadana. Es obvio que los ciudadanos que emiten esa opinión no consideran a los políticos sus 'representantes' en el sentido que esa expresión tiene en el diccionario. Uno vota al menos malo, pero está lejos de considerarlo su 'representante' en ningún sentido.

Esa deplorable valoración sobre los partidos no surge de la nada ni carece de motivos. Negarse a un debate no sólo implica tener muy poca confianza en las propias propuestas, es que es sencillamente estalinista: los debates ni se ganan ni se pierden, son una obligación moral porque con ellos ganamos todos. La mentalidad democrática lo que anhela es que todos vengan al debate y que haya tantos debates como sea posible. Y si eso perjudica a mi partido, entenderé no obstante que la sociedad ha ganado, al menos si creo en el principio democrático básico del poder de la razón y de la fuerza de la palabra. El voto ha de ser igual, y así ha de garantizarse aunque la desigualdad actual beneficie a los míos. ¿Cómo es posible que un partido democrático mantenga el sufragio desigual porque le conviene?

De todo esto lo peor es, sin duda, que los ciudadanos nos estamos acostumbrando a lo mendaz y a lo falsario. A fuerza de observar comportamientos interesados, nuestra mirada se torna también interesada y cínica. Una clase política que subordina al mero cálculo electoral los más evidentes principios de la democracia necesita de una ciudadanía aletargada para subsistir. Que seamos concientes del problema y que lo hayamos colocado en quinto lugar es señal de que todavía no estamos narcotizados del todo.

Jorge Urdánoz Ganuza