Nuestros Bin Laden

La contundencia y el aplomo con que se han ido produciendo las manifestaciones categóricas a favor y en contra de la forma en que la Administración Obama ha acabado con la vida de Bin Laden me obligan a refugiarme en el brillante acto de apostasía de la philosophia perennis, basada en el ideal platónico, que Isaiah Berlin hizo al final de su vida.

Aprovechando la ceremonia en la que recibió en Turín el premio de la Fundación Agnelli, el casi octogenario reinventor del pensamiento liberal explicó que la experiencia le había demostrado que ni era cierto «que todas las preguntas importantes deban tener una respuesta verdadera y única» y menos aún que esas «respuestas verdaderas deban ser necesariamente compatibles entre sí».

Por el contrario, su conclusión era que «la colisión entre valores es la esencia de lo que somos» y, más aún, que «algunos de los Grandes Bienes no pueden coexistir juntos», sino que «estamos condenados a escoger y toda elección puede llevar aparejada una pérdida irreparable».

Sólo desde esta perspectiva de inseguridad e incertidumbre -que no es tanto un ejercicio de relativismo como de entendimiento de la sociedad humana- podemos acercarnos con un razonable margen de ecuanimidad a las difíciles decisiones que tuvo que adoptar el presidente Obama una vez que sus servicios de Inteligencia lograron ubicar el paradero del hombre que ordenó el ataque contra las Torres Gemelas y otras horribles matanzas contemporáneas.

Lo primero que merece la pena subrayar es que si él hubiera antepuesto su vanidad política y su rédito electoral a cualquier otra consideración, la prioridad de la operación Geronimo habría sido capturar a Bin Laden vivo para trasladarlo a Guantánamo o a cualquier cárcel de alta seguridad en los Estados Unidos. Nada hubiera disparado la popularidad de Obama como exhibir en una jaula al enemigo público número uno como Fujimori hizo con Abimael Guzmán, Julio César con Vercingetorix o Mario -el «mejor hombre de Roma»- con Yugurta, rey de Numidia.

Para un presidente demócrata de aureola progresista, ungido con los santos óleos del Nobel de la Paz, hubiera sido una manera brillante de desmarcarse del cowboy de gatillo rápido encarnado por Bush. Y todo para desembocar en el mismo desenlace: puesto que en Estados Unidos está en vigor la pena de muerte, nadie duda de que uno de los mayores asesinos múltiples de todos los tiempos habría sido condenado a ella y despachado al otro barrio mediante la correspondiente inyección letal. De hecho la exhibición de los enemigos capturados en el llamado triunfo de los generales romanos no era sino el prólogo de su sumaria ejecución, pues en palabras de Cicerón «el día en que concluye la autoridad del conquistador [su mando o imperium] también concluye la vida del conquistado».

Pero es obvio que, aunque permitiera ser fotografiado junto a Hillary y los demás miembros de su team of rivals mientras seguían el operativo que se desarrollaba en Pakistán o aunque no dejara de visitar cuatro días después la Zona Cero como si estuviera aventando allí las cenizas de la venganza, Obama ha antepuesto en este caso criterios de seguridad nacional a la iconografía de la consagración de su propio liderazgo.

Por mucho que se diga que la decisión de disparar contra el líder de Al Qaeda cuando estaba desarmado, pero tenía a su alcance un AK-47, fue tomada sobre el terreno por quienes ejecutaban el asalto, todo indica que sus órdenes eran matarlo, a nada que hubiera el menor margen para hacerlo en un contexto de aparente resistencia. Incluso no cabe descartar que ni siquiera en esa hipótesis, incompatible con el mito Bin Laden, de alguien que levanta los brazos en señal de rendición u ondea una bandera blanca, el desenlace hubiera sido otro.

Puesto que estamos hablando de algo que se preparó minuciosamente a lo largo del tiempo en una serie de reuniones al más alto nivel, hay que dar por hecho que sobre la mesa de caoba del Despacho Oval había una evaluación de las consecuencias de cada final imaginable, realizada por los máximos especialistas del país con mejores cerebros propios e importados de la Tierra. Y no hace falta dejar volar mucho la imaginación para pensar que la ponderación de las complicaciones políticas, diplomáticas y jurídicas y sobre todo de los riesgos para la seguridad que hubiera implicado la cautividad durante meses de Bin Laden en espera de juicio, inclinó la balanza de la decisión de Obama hacia la opción más expeditiva. La muerte del líder de Al Qaeda puede estimular sangrientas represalias, pero no -poniéndonos en lo peor- secuestros encadenados de aviones de pasajeros en los que las vidas de cientos de civiles se convirtieran en materia de trueque con la del monstruo encarcelado.

¿Legitiman desde un punto de vista ético estas consideraciones el atajo presumiblemente elegido por el presidente de los Estados Unidos? De ninguna manera. La grandeza de la democracia consiste en no canjear nunca una abdicación tangible de sus valores morales por la tranquilidad fruto de la supresión preventiva de un peligro hipotético. Sobre todo porque, como dijo Berlin en aquel discurso del 88 en Turín, «podemos asumir el riesgo de una acción drástica, pero no debemos nunca olvidar que podemos estar equivocados y que creer estar en posesión de la verdad sobre el efecto de tales medidas invariablemente conduce al sufrimiento evitable de inocentes». ¿Tendría Hiroshima en su cabeza?

Obama ha actuado dentro de la legalidad y con un nivel de transparencia muy superior al que suele ser habitual cuando se despachan asuntos de Estado vinculados a la seguridad nacional. Incluso podríamos decir que ha sido su propio equipo -el caso más flagrante es el del director de la CIA Leon Panetta, al admitir sin necesidad alguna el papel de la tortura en algunas fases de la investigación- el que ha proporcionado de forma deliberada, tal vez incluso expiatoria, los látigos con los que está siendo fustigado por los sectores más exigentes de la opinión pública.

Todo esto marca una distancia definitiva con cualquier terrorismo de Estado, no digamos nada con esa variedad a la vez chapucera y venal que padecimos con los GAL cuyos patrocinadores buscan ahora ansiosamente una ósmosis redentora en lo ocurrido en Pakistán. Pero Obama no es un delincuente como ellos, no ha montado una organización criminal como ellos, no ha contratado mercenarios para cometer asesinatos y secuestros como ellos, y no ha mentido ni obstruido la acción de la Justicia como ellos.

Sin embargo, el que algo sea a la vez legal, público, conveniente y cierto no basta para legitimarlo en términos morales. Parece como si los norteamericanos fueran más transigentes con una ejecución sumaria, amparada por poderes especiales otorgados por el Congreso, de lo que han demostrado serlo con el engaño y la falsedad. A Nixon no le obligaron a dimitir por espiar a sus adversarios, sino por mentir y Clinton las pasó canutas no por su affaire con la becaria, sino por los eufemismos que bordearon el perjurio. Por mucho que cueste entenderlo en España, la confianza de los gobernados en la palabra del gobernante es la base del sistema norteamericano. Por eso la inmensa mayoría no tiene la menor duda de la muerte de Bin Laden, aunque no se muestre su cadáver y lo único que sería letal para Obama es que se descubriera que lo ocurrido difiere radicalmente de su narración.

Puesto que admirar a Estados Unidos no implica estar a favor de la pena de muerte, se puede valorar positivamente el liderazgo de Obama sin respaldar la decisión de matar a una persona que podía haber sido capturada o llevada a juicio. Pocas figuras concitan tanto consenso histórico como Lincoln a la hora de atribuirles convicciones democráticas y, sin embargo, a su propio secretario de Estado Seward le pareció sacrílega su decisión de suspender el habeas corpus para poder encarcelar sin restricciones a quienes trataban de sabotear su esfuerzo bélico. Como quiera que la discusión se planteaba en torno «a la más antigua de las libertades», Lincoln tiró por la calle de en medio: «La más antigua de nuestras libertades es la supervivencia, Mr. Seward».

Tanto entonces como ahora el inquilino de la Casa Blanca tenía que afrontar una de esas situaciones que Berlin describió con tanta franqueza como fatalismo: «No hay escapatoria, debemos decidir como decidimos. El riesgo moral resulta a veces inevitable. Lo máximo a lo que podemos aspirar es a que ninguno de los factores relevantes sea ignorado». Ese y no otro puede ser el baremo para medir la calidad democrática de una resolución política, a menos que nos situemos sobre la turris eburnea de quien pretende ejercer un poder de prescripción sin asumir responsabilidad alguna por su resultado.

¿Cuáles de esos factores relevantes son los que inclinan la balanza? Esta es la cuestión y, al comparar los parámetros que a lo largo de tres siglos han impregnado esas decisiones clave de los presidentes norteamericanos con nuestras propias opciones domésticas, es imposible no sentir una mezcla de turbación y envidia al comprobar cómo la búsqueda de la cohesión nacional ha primado siempre allí y la idiocia autodestructiva sigue dominando aquí.

Por desgracia, a la España contemporánea le ha correspondido padecer una dosis inhumanamente alta de clones de Bin Laden y tres de ellos, Ternera, De Juana y Troitiño, responsables del infanticidio de la casa cuartel de Zaragoza o de las carnicerías de las plazas de la República Argentina o la República Dominicana, se encuentran en estos momentos huidos de la Justicia, mientras la organización terrorista a la que pertenecen se digna concedernos una tregua para reconstruir su frente político. Desde el jueves ya sabemos cuál es nuestra receta ante ese desafío.

Afortunadamente hemos dejado de mandar mercenarios con rifles de mira telescópica y bombas lapa para tratar de asesinar a monstruos como ellos, entre otras razones porque luego al que secuestraban era al pobre Marey y al que volaban por los aires al pobre García Goena; y es obvio que no disponemos ni de la legislación ni de los medios adecuados para efectuar operaciones como la dirigida contra Bin Laden. ¿Pero no existe algún término medio entre eliminar ilegalmente a los enemigos del Estado y proporcionarles triunfos, regalos e inmerecidas recompensas que amortizan sus atrocidades y desgarran a sus víctimas?

No es difícil imaginar el júbilo de esos dirigentes etarras fugitivos y todos sus congéneres ante la legalización de Bildu en que ha desembocado el doble juego pilotado durante años por el oportunista y ambicioso Rubalcaba; y no es difícil hacerlo porque sus seguidores ya lo han exteriorizado, mezclando los gritos de independencia con los dedicados a exigir la libertad de los «presos políticos». Pero lo más terrible de todo es la ruindad de la motivación del Gobierno socialista: a corto plazo, prorrogar su huida en pos de lo inesperado mediante el apoyo del PNV a unos inauditos nuevos presupuestos; a medio y largo plazo ampliar la alianza estructural con quienes no ocultan que su objetivo es destruir el Estado constitucional para impedir que se consolide una mayoría social en torno al PP.

La elocuente coincidencia de que el presidente del Tribunal Constitucional que se ha prestado a la farsa de revocar en 12 horas la decisión del Supremo sobre Bildu sea el mismo Pascual Sala que bloqueó hace dos décadas desde el Tribunal de Conflictos la investigación de los crímenes de los GAL demuestra la catadura servil y acomodaticia de esos funcionarios de partido disfrazados con las togas de la Justicia y el sedicente barniz del progresismo. ¿Es lo progresista ayudar a ETA a recuperar posiciones sin abandonar las armas y permitirle concurrir a los esfuerzos institucionales del PNV, Esquerra, Convergència o el PSC -sí, sí, el PSC- por descoyuntar, huesecillo a huesecillo, paulatinamente a España?

Puesto que lo penúltimo que hizo Isaiah Berlin en aquella conferencia de Turín fue evocar una de las más pesimistas reflexiones de Kant -«del fuste torcido de la Humanidad no ha salido nunca nada recto»-, cualquiera podría percibir que el «problema de España» rebrota con fatal atrocidad a través de las ramas peor hechizadas de ese tronco. Pero puesto que, en aparente contradicción con todo lo antedicho, el filósofo ruso-británico aún añadió que en una novela de Tolstoi «la verdad es lo más hermoso del mundo» y que «la mayoría de nosotros deseamos creer que esto no debe ser dejado alegremente de lado», ¿por qué no albergar la esperanza de que en medio de tanta vileza y desacierto tropecemos uno de estos 22-M, casi como por casualidad, con lo que nos conviene hacer como españoles?

Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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