Nuestros hijos vivirán mejor

En este momento, no existe un tópico más arraigado en la juventud occidental, desde la europea a la estadounidense, que el de pensar que su futuro será menos radiante que el de sus padres. Se lo oigo decir, entre otros, a nuestras cuatro hijas, como si para nosotros, los padres, todo hubiera sido fácil, y también que nunca conseguirán un ascenso económico y social comparable al nuestro. Este pesimismo, que me parece que carece totalmente de fundamento, lo fomentan los medios de comunicación y los actores políticos. La campaña de Trump es, en cuanto a esto, significativa, porque propone restablecer el EE.UU. de «antes». ¿«Antes» todo era mejor?

En la década de 1940 y de 1950, en casa de mis padres –en la periferia parisina– no teníamos calefacción central, ni televisión, ni teléfono ni automóvil. Si estábamos enfermos, la medicina era incipiente y poco rigurosa, y casi todos los medicamentos de hoy en día no existían. La esperanza de vida era del orden de los 65 años, frente a los 90 años actuales. Cierto es que durante mi generación se lograron avances inesperados y se pasó en treinta años de la Edad Media a la época posmoderna. Éramos optimistas, y con toda la razón del mundo. Los que hoy tienen 20 años, pesimistas en su mayoría, refunfuñan en compañía y la mayoría de las veces muestran desafecto por la política, porque consideran que no tiene ninguna influencia sobre su futuro. Los que todavía militan se adhieren con frecuencia a ideologías retrógradas, como el nacionalismo tribal o el marxismo pintado de verde. Por tanto, la tendencia que predomina entre la juventud occidental es el repliegue a la vida privada, algo que se ve facilitado por redes sociales como Facebook, que se ha convertido en el pasatiempo mayoritario de los jóvenes.

Lo más sorprendente de este nuevo espíritu de la época, el Zeitgeist, es el contraste entre el progreso real, ininterrumpido, y la negación de ese progreso. No cabe duda de que la esperanza de vida, si se tiene buena salud, seguirá aumentando y que la generación más joven dispondrá de mayores opciones en su modo de vida, en su trabajo y en su tiempo libre. Su perturbación psicológica, colectiva, se debe quizás al hecho de que el progreso ya no es lineal: mirar al pasado ya no permite plantearse el futuro.

Por ejemplo, hace cincuenta años, los automóviles eran frágiles, ruidosos y contaminantes; ahora son seguros, irrompibles y limpios. El progreso de los transportes ha sido lineal. Pero ¿cómo nos desplazaremos dentro de veinte años? Del progreso lineal pasamos a una nueva época de rupturas. Los coches ya no necesitarán conductores, eso es seguro, pero ¿qué los sustituirá? Es imprevisible. Probablemente, ya no acudiremos a la consulta del médico porque estaremos equipados con sensores en tiempo real controlados por la telemedicina. ¿El trabajo asalariado? Será poco frecuente a horas fijas y en un lugar determinado, y será sustituido por micro-ocupaciones según demanda. La «uberización» de la economía es solo el primer paso. La mayoría de las actividades estarán robotizadas, salvo la ayuda a las personas, la investigación fundamental y la creación artística. La enseñanza se impartirá a distancia, las óperas serán sustituidas por hologramas, etcétera. A eso se le añadirá todo lo que no nos imaginamos. Estas revoluciones son muy probables, porque en el laboratorio se encuentra lo que se busca; alterarán los modos de vida en sociedad y las formas actuales de solidaridad. Ahora bien, el alma humana no está hecha para vivir en aislamiento, ni para comunicarse solo con máquinas y no unirse en torno a unas pasiones colectivas, ya sean religiosas, ideológicas, deportivas o lúdicas. ¿No se debería, en el debate público, reflexionar sobre ese futuro en vez de evitar hablar de él o de balbucear eslóganes caducos en torno a unos desafíos anticuados?

Otro ejemplo: en política se pelea por un derecho al trabajo que se concibió para unos obreros asalariados en fábricas, a pesar de que los obreros, los asalariados y las fábricas van a desaparecer. Eso no quiere decir que las formas colectivas de solidaridad y de protección de los derechos vayan a dejar de ser indispensables, pero ya no podrán organizarse en torno a la sociedad del pasado. Hay que reflexionar sobre la sociedad del mañana.

Volviendo a nuestra pregunta inicial, ¿vivirán nuestros hijos mejor que nosotros? Tenemos que preguntarnos qué significa «mejor»: desde un punto de vista material, la respuesta será afirmativa. ¿Y desde el punto de vista social o espiritual? No lo sabemos, pero si tuviese 20 años me sentiría motivado por el hecho de lanzarme a lo desconocido y la reflexión futurista que esto debería provocar. Durante mi generación se consiguieron avances increíbles, y en la de mis hijos habrá más todavía. El aprovecharlos bien es cosa suya; ya es hora de que reflexionen sobre ello en vez de deprimirse o de «indignarse».

Guy Sorman

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