Nuestros padres mintieron

EL 27 de septiembre de 1915, en el curso de la batalla de Loos, otra de las terribles, absurdas y mortíferas batallas de la I Guerra Mundial, desparecía en combate el segundo teniente de los Irish Guards, John (Jack) Kipling. Hacía apenas un mes que había cumplido 18 años y era hijo, el único hijo varón, de Rudyard Kipling, que para entonces ya era una de las glorias vivientes de la literatura inglesa (en 1907 había sido el primer escritor británico en obtener el premio Nobel de Literatura). Aquella muerte trastornó para siempre la vida de Kipling, que dedicó a su desaparecido hijo Jack algún poema especialmente emocionante. Al acabar la contienda, redactó un estremecedor epitafio dedicado a su hijo, pero también a tantos chicos jovencísimos que, como él, habían perdido la vida en aquella guerra incomprensible: «If anyone asks why we died/ Tell them, because our parents lied» («Si alguno pregunta por qué hemos muerto/ diles, porque nuestros padres mintieron»).

Nuestros padres mintieronObsesionado por esa muerte, que a él también le había destrozado la vida, Kipling no dejó de indagar en las razones que habían llevado a millones de jóvenes a morir en aquella carnicería sin sentido que fue la I Guerra Mundial, y, con este epitafio impresionante, las resumió en una sola: las mentiras que les habían contado sus padres. ¿A qué mentiras se refiere Kipling en su impresionante epitafio? Por supuesto que se refiere, en primer lugar, a la frivolidad con que los líderes políticos de entonces llamaron a la guerra, con el reclamo de que sería cosa de cuatro días (en agosto de 1914, cuando empezaron los enfrentamientos bélicos y comenzaron a morir soldados a millares, seguían repitiendo con total irresponsabilidad que «para Navidad, todo estaría acabado»). Pero también se está refiriendo a las desmesuradas dosis de nacionalismo en vena que se inyectó a las sociedades de los países contendientes para convencer a sus ciudadanos de que, no sólo había que amar y defender al propio país, sino que también había que odiar y destruir a los países adversarios.

Muchos años después, en 1986, Jon Juaristi, hastiado de los crímenes de los terroristas de ETA y con los versos de Kipling presentes en su memoria, escribió un corto poema que también quería resumir las razones por las que en el País Vasco había tantos asesinos: «¿Te preguntas, viajero, por qué hemos muerto jóvenes,/ por qué hemos matado tan estúpidamente?/ Nuestros padres mintieron: eso es todo». Aquí Juaristi también identifica a las mentiras como la causa primera que ha llevado al crimen y al terror. Las mentiras que los padres han contado a los hijos acerca de una historia, una cultura y una raza, sobre las que han querido sustentar la llamada al odio al otro. En definitiva, las mentiras sobre las que siempre se construyen las ideologías nacionalistas.

Ante la ofensiva desatada por los secesionistas catalanes es evidente que la respuesta del Gobierno no puede ser otra, aunque quisiera, que la defensa del Estado de Derecho y el cumplimiento de la Ley. No cumplirla o permitir que alguien no la cumpla nos llevaría inmediatamente, a los españoles y, por supuesto, a todos los catalanes, a vivir en un país sin ley, es decir, en la jungla.

Pero además de la ley, los que queremos, como quería Cambó, «una Cataluña grande en una España grande», tenemos el deber de dar la batalla dialéctica, tenemos el deber de desmontar los argumentos que los secesionistas llevan décadas inoculando en las escuelas y en los medios de comunicación catalanes. Entre estos argumentos ocupan un lugar principal los históricos. Porque los escolares de Cataluña llevan décadas aprendiendo una Historia plagada de esas mentiras que denunciaban los dos poetas antes citados. Y ya es hora de que escuchen, también de boca de los políticos, una reivindicación de algunas verdades históricas que desmienten radicalmente los mitos que, desde hace años, quieren construir los nacionalistas.

No se puede seguir admitiendo, por ejemplo, que la Guerra de Sucesión fuera una guerra de España contra Cataluña. Cualquier persona mínimamente informada sabe que aquello fue una guerra europea en la que los españoles y los propios catalanes estuvieron divididos entre los partidarios del pretendiente francés y los del pretendiente austriaco. En ningún caso, la guerra que se les cuenta a los niños en las escuelas catalanas. Como también hay que saber y hacer saber que el espectacular desarrollo de Cataluña en el siglo XVIII se debe, en gran parte, a las medidas que tomaron los ahora denostados Borbones para abrir el comercio americano a los catalanes. O que la respuesta de los catalanes a la invasión napoleónica no tuvo nada que envidiar en heroísmo y amor a España a la de los madrileños, los zaragozanos, los gaditanos o los asturianos. Y, desde luego, ya está bien de tergiversar la historia de la Guerra Civil, en la que, aunque la realidad les duela a los nacionalistas de hoy, los catalanes se dividieron, como el resto de los españoles, y muchísimos de ellos –catalanes y nacionalistas– corrieron a alistarse en las filas de Franco. Con el que siguieron colaborando con entusiasmo todos los años que duró su régimen.

Siempre habrá derecho a defender pacífica y civilizadamente el proyecto político de una Cataluña independiente, pero nunca puede haber derecho a mentir a la hora de exponer las razones por las que se quiere esa independencia. Y las razones históricas que los independentistas esgrimen no resisten la prueba del algodón de la verdad. Son demasiadas mentiras.

Esperanza Aguirre, presidente del PP de Madrid.

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