Este artículo forma parte de la serie

Nueva crisis, viejas desigualdades

En los últimos meses, el debate sobre los factores que explican las diferencias de impacto de la pandemia entre España y otros países europeos ha ganado protagonismo, no solo en los medios, sino en los organismos especializados. ¿Menores restricciones públicas o indisciplina social? ¿Características de nuestro modelo productivo y de relación? No hay un consenso claro, pero quisiéramos incidir en tres ingredientes de este cóctel, menos visibles y motivados por la interacción entre las características del mercado de trabajo español, la capacidad de respuesta de los servicios públicos y el comportamiento social. Un análisis que estimamos relevante, no solo para explicar lo que sucede, sino para encontrar alternativas que contribuyan a cerrar esta brecha.

Nueva crisis, viejas desigualdadesPrimer elemento, nuestro mercado de trabajo. Con datos previos a la pandemia, sintetizados en el Informe Conjunto sobre el Empleo de la Comisión y el Consejo Europeo y en el Informe sobre España 2020 del Semestre Europeo, resulta que España cuenta con la más alta tasa de empleo temporal, que llega a duplicar la media de los 28 países de la UE. El 30% de estos contratos tienen una duración inferior a la semana, abarcando esta realidad a todas las actividades, así como al sector público. A su vez, la transición desde la contratación temporal a la indefinida es muy limitada, lo cual explica que tengamos la mayor tasa de la UE de trabajadores temporales que afirman estar en esta situación debido a la imposibilidad de encontrar un empleo fijo. España cuenta también con el porcentaje más alto de trabajadores que, en alguna ocasión, han prestado servicios a través de plataformas y de aquellos cuya actividad principal se produce a través de las mismas. Respecto al trabajo a tiempo parcial, siendo su incidencia inferior a la de la media de la UE, cuenta España con la mayor proporción de empleados que preferirían trabajar más horas. Del mismo modo, las posibilidades de prosperar laboralmente están muy segmentadas, presentando nuestro país los niveles más bajos de movilidad ascendente entre el conjunto de los países comunitarios, junto a un alto riesgo de movilidad descendente, lo cual implica un indudable deterioro de las condiciones de trabajo para quienes parten, ya de por sí, de una peor posición laboral. Sumemos que el 22% de los puestos de trabajo en España corren el peligro de ser automatizados y reforcemos la ecuación con otros datos que inciden en el contexto vital cotidiano de esta gran masa de trabajadoras y trabajadores precarios, al disponer de la segunda tasa de desempleo y desempleo juvenil más alta de la UE, una situación crítica —según la Comisión Europea— en la capacidad de las transferencias sociales para disminuir el riesgo de pobreza, la más alta proporción de jóvenes que ni estudian ni trabajan, el tercer lugar en las tasas de pobreza de los trabajadores ocupados y el hecho de ser uno de los ocho Estados miembros cuyos trabajadores autónomos no tienen acceso a la protección por desempleo. Finalmente, las cifras de teletrabajo en nuestro país también están por debajo de la media europea.

Es cierto que España había mostrado mejoras en varios de estos indicadores, pero no hay duda de que la crisis de la covid-19 amenaza con un fuerte retroceso dentro de un panorama sociolaboral que no era precisamente halagüeño y que, para mucha gente, se concreta ahora en un incremento exponencial de la inseguridad, el sufrimiento y una zozobra respecto al futuro muy superior a la experimentada por otros sectores sociales que disponen de mayor capital económico, educativo y relacional para subsistir. Porque a menores ingresos, peores condiciones de salud, más grado de movilidad y trabajos que requieren contactos estrechos, mayor precariedad, menos metros cuadrados y por ende distancia social, inferiores recursos para adquirir productos de higiene, más opciones de perder ingresos por confinamiento.

En segundo término, la segmentación laboral está íntimamente asociada con la segregación territorial, y esta, a su vez, con la calidad e integralidad de la respuesta de los servicios sociosanitarios, no solo de atención, sino de prevención, detección, aislamiento de los focos de contagio y acompañamiento social. Imaginemos ser una de esas personas: crees que te has contagiado y pides hora para una prueba. No te la puedes hacer privadamente porque no tienes medios, con lo cual es casi seguro que te toque esperar. Si tienes la desgracia de que el resultado sea positivo, entonces te corresponde hacer cuarentena, por supuesto sin poderte confinar porque nadie te ofrece alternativas eficaces de aislamiento, y, si además eres madre o hija sola, no sabrías qué hacer en el entretanto con tus niños o mayores dependientes. Así es que, teniendo en cuenta el mix entre contexto de vida y déficit de servicios, ¿qué comportamiento cabría esperar? Es más que probable que, en este angustioso lapso de tiempo, no hayas dejado de contagiar silenciosamente a las personas que están a tu alrededor. No por falta de consideración o irresponsabilidad, sino porque autoconfinarte es un lujo. Encima sientes horror por la posible pérdida de ese trabajo precario que tienes, por la estigmatización que pudieras padecer por parte de tus jefes y ante la angustia de qué va a ser de tu familia frente a las grandes dosis de fragilidad que la pandemia ha sumado a la vulnerabilidad en la que ya vivías antes de ella. Puede que seas una cuidadora sin papeles que va cada día a casa de una pareja de mayores de la cual depende el sustento de tus hijos repartidos entre España y Ecuador. Así, según los datos de octubre y noviembre de la encuesta ciudadana Covid-19 Impact Survey, un 33% de quienes reportan haber sufrido impacto económico y un 43% de quienes reportan haber sufrido impacto psicológico por la pandemia afirman poderse aislar si fuese necesario, frente a un 60% y un 66% de las personas que no han sufrido impacto económico y psicológico, respectivamente. Esta misma encuesta desvela diferencias significativas entre quienes reportan haber tenido un test de coronavirus negativo o positivo y el impacto económico y/o psicológico que han sufrido por la pandemia. En esta combinación entre una mejor o peor condición económica, la eficacia e integralidad de la cadena de servicios sociosanitarios y el comportamiento social derivado del manejo de los dos condicionantes anteriores, podemos encontrar un conjunto de factores relevantes, pero escasamente identificados, que explican muchas diferencias y que se resumen en uno: la desigualdad. Por ello, las alternativas pasan por aplicar un enfoque que conjugue lo coyuntural y lo estructural, trascendiendo y ampliando unos relatos con los que se ha colonizado el discurso mediático (el ocio nocturno, las reuniones familiares, los botellones) como motivos centrales del alarmante nivel de contagios y fallecimientos.

No podemos tampoco limitarnos a enfocar el debate de manera exclusiva en el mundo de la medicina. Debemos reconocer que España está realizando un notable esfuerzo para incorporar un mayor foco social a las respuestas frente a la pandemia, como bien recoge el reciente informe del Ministerio de Sanidad Equidad en salud y Covid-19. No obstante, conviene insistir en que nuestros viejos problemas estructurales, ahora dramáticamente recrudecidos, son complejos y no tienen soluciones únicas ni inmediatas. El país necesita ser revisado a fondo y cuenta con la capacidad humana para hacerlo, pero no sirven las recetas simples, sino los consensos, la inteligencia colectiva y el trabajo duro. Ahora que contamos con la oportunidad histórica que representa para España el denominado Next Generation EU y el Marco Financiero Plurianual de la UE 2021-2027, es momento de pensar y trabajar más integralmente en el mejor modo de reparar costuras socioeconómicas y sanitarias rotas desde hace mucho tiempo y construirnos como una sociedad saludable, inclusiva y avanzada, capaz de forjar su futuro con sabiduría, autenticidad y optimismo.

María Ángeles Sallé es doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Valencia. Cecilia Castaño es catedrática en Economía Aplicada en la Complutense de Madrid. Capitolina Díaz es catedrática de Sociología en la Universidad de Valencia y Núria Oliver es doctora en Inteligencia Artificial por el MIT.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *