Nueva España invertebrada

Hace exactamente cincuenta años, y bajo el título que antecede, este autor decía en el semanario «SP»: «Hay que hacer un definitivo gran plan de intercomunicaciones fluviales entre todos los ríos de las tres vertientes: cantábrica, atlántica y mediterránea». Los recientes desbordamientos del Ebro, con pérdidas en cultivos, ganaderías y alguna vida humana, evidencian que nada se ha hecho en España desde 1975, en que se restauró la democracia. Los sucesivos partidos políticos constitucionales gobernantes, de una u otra ideología, han derogado sucesivamente los planes hidráulicos que habían legislado las formaciones precedentes. Aunque España pueda ser el país del mundo con mayor número de presas, la evidencia es que no se han construido las necesarias o realizado la intercomunicación de cuencas.

La pluviometría española es suficiente en su conjunto, pero irregularmente repartida en su superficie y en el tiempo, y precisa la mano del hombre para reconducir sus caudales. Las desaladoras han evidenciado que no son resolutivas plenamente, quizás un complemento. Mientras existan zonas amenazadas de desertización y despoblación no puede permitirse en España que caudales excedentes en determinados momentos y zonas se vayan alegremente al mar, mientras que en otra regiones de la península, con mejor clima, sufren la carencia del agua, esencial para producir y fomentar las exportaciones e incluso necesaria para el consumo humano, con otros complementos químicos que las desaladoras no proporcionan. A los estuarios solo debe ir el caudal mínimo ecológico.

Nuestro filósofo José Ortega y Gasset deseó la vertebración de España: «Los grupos que integran un Estado viven juntos para algo: son una comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes utilidades. No conviven por estar juntos, sino por hacer juntos algo». El agua es un bien escaso e imprescindible para el ser humano, el principio de todas las cosas. Donde hay agua hay vida, y sin ella no hay vida. La primera necesidad que tiene España es el agua y, entretenidos en dimes y diretes, los políticos llevan más de cuarenta años de democracia sin ponerse de acuerdo para consensuar un Plan Hidrológico Nacional, que exigiría una labor continuada de veinticinco a cincuenta años de aportaciones, gobernase quien gobernase. Los mediocres políticos españoles no se han percatado de que la intercomunicación reversible de todas las cuencas hidráulicas supondría una vertebración efectiva de España. Sería como una tela de araña de la nación. No se puede continuar con la disputa constante entre comunidades por la propiedad del agua. Debe ser un bien nacional regulado por el gobierno de turno. En el caso concreto del río, Ebro que discurre por siete comunidades –Cantabria, Castilla y León, La Rioja, Vascongadas, Navarra, Aragón y Cataluña– no puede ser que cada una se sienta dueña del agua que llega a sus límites y de sus afluentes. No puede dividirse el itinerario del Ebro en siete trozos, como si fuera un roscón de Reyes. En su último tramo se da la paradoja de que las vertientes del norte de Castellón de la Plana van al Ebro, y Cataluña niega a Valencia que tenga algún derecho a trasvasar agua para abastecer a su sedienta Alicante. Alicante, Murcia y Almería es evidente que son deficitarias hidrológicamente, y cualquier otra comunidad puede serlo circunstancialmente. Por eso es necesaria que la intercomunicación de cuencas sea reversible. España actualmente carece de una autoridad con la preparación y preocupación que tuvo Manuel Lorenzo Pardo por el problema hídrico en nuestra patria a principios del siglo pasado.

El 26 de febrero de 1933, en Alicante, en una asamblea sobre «Las directrices de una nueva política hidráulica y los riegos de Levante», el ministro de Obras Públicas Indalecio Prieto, dijo: «Esta no es obra a realizar en el periodo brevísimo de días, ni de meses; es obra de años para la cual se necesita la asistencia de quienes hoy gobiernan, de quienes estén en la oposición, de quienes sirven al régimen republicano y, oídlo bien, quienes a una empresa de esta naturaleza le negaran su asistencia y su auxilio, serían no enemigos del régimen, sino unos miserables traidores a España». Desde 1975, España ha tenido muchos miserables traidores.

Antonio Garrido Buendía, periodista.

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