Nueva etapa política turca

Las dos primeras semanas del mes de junio en Turquía estuvieron marcadas por un movimiento de protesta que reveló parte de las contradicciones de la sociedad. Más allá de la emoción suscitada por el uso excesivo de la violencia por las fuerzas policiales contra los manifestantes, cabe formular algunas reflexiones políticas.

La primera reside en el hecho de que el movimiento no fue previsto por nadie. Si, durante estos últimos años, se habían producido diversos movimientos de contestación social en Turquía, ninguno de ellos había llegado a desarrollarse. ¿Por qué este, salido del pequeño parque de Gezi, se ha expandido tan rápidamente y con tal amplitud? Probablemente porque es la expresión de un descontento latente de una parte de la población turca que contesta las decisiones de la mayoría parlamentaria y sobre todo el modo de gobernar del primer ministro Recep Tayyip Erdogan. Una parte de la población considera que numerosas declaraciones y decisiones del jefe de Gobierno son atentados inaceptables a la vida privada y ya no quiere aceptarlas más. Las decisiones adoptadas sobre proyectos inmobiliarios en el parque Gezi parecen en realidad bastante secundarias pero han sido la gota que ha hecho desbordar el vaso. En realidad es una ley de la historia que los movimientos sociales surgen frecuentemente en un momento en que no se les espera, de modo espontáneo, sin que ninguna mano invisible los desencadene. En este sentido, las declaraciones de Erdogan acusando de estos movimientos a supuestos agentes provocadores manipulados desde el extranjero –es decir, elementos terroristas– no son razonables ni se corresponden con la realidad. Este tipo de argumentario complotista, ni serio ni convincente, revela la incapacidad del Gobierno turco para escuchar y comprender las profundas aspiraciones de una parte de la ciudadanía turca y evidencia una forma de autismo político.

En Turquía, como en cualquier país democrático, es legítimo organizar manifestaciones. El único criterio es que se desarrollen sin uso de violencia y sin alterar el orden público. En contrapartida, los dirigentes políticos tienen varias responsabilidades: intentar comprender las razones que causan estos movimientos de protesta, no recurrir a la violencia de modo desproporcionado contra los que se manifiestan y, sobre todo, no enfrentar a los diversos sectores de la población unos contra otros. Un hombre de Estado se caracteriza especialmente por su capacidad para no exacerbar los conflictos sino por intentar apagarlos para que la situación no se agrave. Si nadie puede cuestionar ni la legitimidad del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) ni la del primer ministro, elegidos en el respeto del ejercicio democrático, tampoco es aceptable pretender que el Gobierno represente a la “verdadera Turquía” como ha expresado repetidas veces Erdogan. Los manifestantes turcos representan tanto Turquía como los que no se han manifestado. El hecho de que el partido en el poder haya recogido casi el 50% de votos en las últimas elecciones legislativas no le da derecho a menospreciar a los que no lo votaron. La democracia es el respeto al veredicto de las urnas al tiempo que el respeto a la minoría. Ejercer la democracia no se reduce sólo a la competición electoral, aunque esta sea evidentemente fundamental, sino que los responsables políticos han de tener en cuenta también otras formas de expresión política, como por ejemplo las manifestaciones. Así, este movimiento de protesta, pese a sus límites, es la clara expresión de una exigencia de método de gobernar distinto que el AKP haría bien en tomar en consideración en los meses próximos.

Una de las dificultades del análisis de esta situación está en su paradoja. Se puede considerar que el balance del ejercicio del poder por el AKP desde hace seis años ha modificado positivamente la cara de Turquía. Desde el punto de vista de las libertades individuales y colectivas seguramente se vive ahora mejor en Turquía que hace quince años, pero peor que hace tres años. Las múltiples reformas que han marcado los años posteriores al 2011, los resultados económicos espectaculares, el hecho de que la institución militar haya sido obligada a volver a los cuarteles y ya no pueda intervenir en los asuntos políticos, el principio de la solución del problema kurdo son incontestablemente hechos en el activo del Gobierno que le han permitido ampliar su base social y electoral. Son hechos esenciales que no hay que olvidar aunque no estén exentos de contradicciones. Así, por ejemplo, la puesta en marcha de una economía ultraliberal ha engendrado buenos resultados macroeconómicos pero también y al mismo tiempo ha desarrollado prácticas especulativas poco democráticas y no ha contribuido a reducir significativamente las desigualdades sociales, favoreciendo la aparición de un individualismo consumista desenfrenado en Turquía. Paradójicamente son partes de la población que se han beneficiado de estos progresos económicos las que critican hoy al poder porque rechazan el intento del Gobierno de meterse en su vida privada o de instaurar un orden moral que no aceptan. Por esta razón, y más allá de los incontestables buenos resultados que puede exigir el poder en numerosos dossiers, su modo de gobernar debería cambiar.

Y queda la cuestión del futuro del movimiento de protesta y de la política de la oposición parlamentaria. El carácter espontáneo del movimiento supone a la vez su fuerza y su debilidad. Su fuerza porque por primera vez se han agrupado codo con codo militantes de la izquierda radical, kurdos, kemalistas, feministas, ecologistas, apolíticos, seguidores de equipos de fútbol, jubilados, asalariados… que han cantado las mismas consignas. Su debilidad porque –y es una ley de la historia– si esta revuelta no encuentra una salida política se extinguirá. Hoy por hoy, parece que los partidos de la oposición parlamentaria no son capaces de asumir este desafío. La pregunta, entonces, es si hay que construir una nueva fuerza política capaz de consolidarse en las próximas elecciones locales y presidenciales en el 2014 y en las legislativas del 2015. En este sentido, exigir la dimisión de Erdogan es la expresión de una exasperación de parte de la población pero apenas tiene sentido si, a la vez, las fuerzas contestatarias no son capaces de proponer una alternativa política creíble.

Habrá que profundizar en estos análisis para medir los desafíos, las fuerzas y las flaquezas de la construcción democrática de Turquía. Los interrogantes que se plantean son de la misma naturaleza que en diversos países y muestran los límites de un sistema en el que la búsqueda permanente del enriquecimiento y del consumismo no es suficiente para asegurar la cohesión de las sociedades en las que vivimos.

Didier Billion, director adjunto del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas de París.

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