Nuevamente no es esto

EL diccionario de la Real Academia Española define la Historia como la «relación de los sucesos públicos y políticos de los pueblos», relación que en el caso de España no solamente es antigua y larga en el tiempo, sino que además es a la vez continuada y permanente.

Hay pueblos y civilizaciones que sabemos han sido importantes en los anales del mundo: los babilonios, los egipcios, los incas o los aztecas son manifestaciones de naciones y culturas que en un tiempo fueron poderosas e incluso hegemónicas, pero que ya desaparecieron. La humanidad ha conocido incluso explosiones temporales de pueblos que no fueron capaces de asentar un legado permanente, como acaeció con los hititas o con las hordas mongolas.

Desde la noche de los tiempos, la nación que conocemos como España se ha ido configurando como una realidad singular en un territorio propio, incorporando e integrando las aportaciones recibidas de invasores y de colonizadores.

Nuestra historia no ha tenido ni interrupciones ni cambios de escenario. Es la relación de los sucesos ocurridos a las gentes que han convivido en esta gran porción de la Península Ibérica y que generación tras generación han desarrollado un carácter, un espíritu y un estilo de vida propios y singulares.

Nuevamente no es estoSiempre he considerado a España desde sus orígenes, como un proyecto compartido, ya que nace y se construye precisamente gracias a los lazos comunes de las gentes que morando en este apéndice de Europa fueron capaces con el paso del tiempo de conformar una sola nación, aunque esta fuese plural en muchos de sus usos y costumbres.

Una pluralidad natural y enriquecedora, como plural es la tierra sobre la que se asientan sus habitantes: plural en su geografía y en sus paisajes, bañada por tres mares, con climas diversos, tierras fértiles y húmedas al lado de campos yermos y secos, pueblo de agricultores, de ganaderos, de pescadores o de mineros, pero siempre tierra habitada por una sola nación construida sobre un dilatado itinerario histórico.

Durante estas últimas décadas hemos asistido a un proceso político e intelectual en el que constantemente se ha exaltado la diversidad de nuestra realidad como nación, llegándose a negar incluso la existencia de una sola España, planteando la existencia de una entidad plurinacional definida por algunos como una nación de naciones, las Españas, contraponiendo las partes al todo en un afán revisionista de nuestro pasado.

Surgen las autocalificadas nacionalidades históricas, las cuales no serían España, reduciéndose esta simplemente al resto, una especie de reino de Castilla cercenado y mutilado. De esta guisa, Galicia, Euskalerria, entendida como el País Vasco más Navarra, y los expansivos Países Catalanes, resultantes al menos de la unión de Cataluña, Valencia y Baleares, gozarían del derecho a la autodeterminación que les permitiría constituirse en estados independientes, sin más vínculos con España que los que ellos mismos establecieran en su libre decisión de pertenecer o no al estado plurinacional español, voluntad que sería expresada en referéndum tan sólo por los ciudadanos de sus respectivos territorios a través del ejercicio de su pretendido derecho a decidir. Ni más ni menos.

Todo este dislate surge del constante enaltecimiento de la diversidad, argumento siempre acompañado en paralelo por la condena y exclusión de los valores comunes. Se pone el énfasis sólo en lo propio, negando cualquier tipo de vínculo o de pertenencia a un ámbito político y territorial que no sea el exclusivamente establecido por la ortodoxia nacionalista, falseando y tergiversando la realidad histórica reflejada en siglos de convivencia común y compartida.

Nada existe fuera de su interpretación excluyente. Lo propio es únicamente su lengua, sus costumbres, incluso en algunos casos su raza. Todo lo demás es lo ajeno, lo extraño, lo hostil. Siempre lo español es lo foráneo en contraposición a lo autóctono. La maldad frente a la bondad.

La presión social y la intensa propaganda política imponen la uniformidad ideológica obligatoria, la dictadura del pensamiento único, cuya faceta más peligrosa se manifiesta en la vertiente educativa, concretamente en unos planes de estudio donde la enseñanza de la lengua y de la historia fabrica el auténtico germen responsable del proceso de ruptura de la unidad de España que actualmente sufrimos.

Los discrepantes son reputados de traidores y de malos patriotas. La consideración de «españolista» se convierte en un estigma, sinónimo de reaccionario y de fascista. Nada importa que la Constitución, las leyes y las sentencias firmes de los tribunales, incluidos el Supremo y el Constitucional, amparen y protejan los derechos conculcados de los discrepantes; el visionario ideario nacionalista obliga por igual a correligionarios y adversarios, aunque paradójicamente estos últimos sean mayoría.

Las reglas de juego nacionalistas son la mera traslación al presente de los mismos excesos que ellos mismos denuncian como cometidos en el pasado contra sus señas de identidad.

Las diversidades territoriales, ya sean de naturaleza foral, económica, lingüística o cultural, son ejercidas sin cortapisa alguna, yendo incluso más allá de los límites que marcan las leyes y las competencias. Por el contrario, los valores comunes, amparados y reconocidos por la propia Constitución, son acotados e incluso sencillamente excluidos por considerarlos ajenos e invasores de sus respectivas «realidades nacionales».

No nos engañemos. Nunca como hoy la unidad y la continuidad de España atraviesan una situación de tanto peligro. Todos los españoles tienen que ser conscientes de que los partidos políticos plantean abierta y públicamente la apertura, bajo el eufemismo de la necesidad de reformar y actualizar la Constitución vigente.

Nadie dice cuál será el contenido de esa reforma, pero las propuestas que vamos conociendo están principalmente encaminadas a dar satisfacción a las pretensiones nacionalistas. Se habla de establecer nuevas fórmulas de referéndum para así permitir ejercer el supuesto derecho a decidir a una parte de España. Se promete el blindaje de la inmersión lingüística. Se acepta la exclusividad autonómica en las competencias en materia educativa y cultural.

Nuevas concesiones, nuevas claudicaciones que como las anteriores serán irreversibles, sin posible marcha atrás y que ayudarán a quemar etapas en la consecución del objetivo último de los nacionalistas, que no es otro que el de lograr la independencia de sus territorios, finalidad que por cierto nunca se han recatado en ocultar.

Para millones de españoles no es esta la España que queremos. Es hora de decir que ya no caben ni más diálogos ni más concesiones. Reformar la Constitución es quebrar el acuerdo nacional que permitió superar las divisiones y enfrentamientos del pasado.

Ningún partido constitucionalista puede incurrir en la traición de para gobernar, pactar con quienes quieren derogar la Constitución, para sí romper la unidad de España. Nuevamente «marchemos francamente por la senda constitucional».

Francisco Vázquez, embajador de España y exalcalde de La Coruña.

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