Nuevas leyes penales en la Iglesia

El Derecho canónico, esto es, el Derecho de la Iglesia Católica, es un survivor. En los primeros siglos sobrevivió a la presión concertada de los dos Derechos más potentes de la época : el germánico y el romano; más tarde resistió al choque de la Codificación civil, creando también su propio Código de Derecho Canónico (1917); después, promulgó el de 1983, que es el vigente. El hecho de que sus normas obliguen a 1.300 millones de católicos explica su importancia y la cantidad de noticias que genera. La última, la reforma del vigente Código de 1983 en su vertiente penal (C. A. Pascite Gregem Dei, 23 mayo 2021).

Revisando la prensa mundial parece como si la amplia reforma del Libro VI del Código de Derecho Canónico, que contiene el Derecho penal eclesiástico, se refiriera tan solo a la inclusión en él de la legislación contra la pederastia producida durante los tres últimos pontificados. Este planteamiento es incorrecto. La verdad es que se trata de una reforma a fondo en el sistema de penas y delitos de la Iglesia. Piénsese que de los 89 cánones (artículos) que se insertan en el Libro VI del Código de Derecho Canónico, dedicado al Derecho penal de la Iglesia, han sido modificados 63 (el 71%).

Los factores de esta renovación son varios. El Código de 1983 era reticente en utilizar la palabra pena en su Derecho penal, lo que ya es llamativo. La reforma, en efecto, reconoce que las medidas penales que se establecieron en 1983 eran difíciles de aplicar por los obispos dada la indeterminación de las penas. Lo cual llevó a provocar la inobservancia generalizada de las leyes.

Si se estudia detenidamente la reforma –uno de cuyos protagonistas ha sido el canonista español Mons. Ignacio Arrieta–, lo cierto es que, sintetizando mucho, incluye la incorporación de actuaciones como la tentativa de ordenación de mujeres. También se incorporan delitos recogidos en el anterior Código de 1917, como la administración de sacramentos a personas a las que está prohibido administrarlos. Se integran delitos nuevos, como la violación del secreto pontificio. Y se legislan los delitos económicos, entre ellos la actuación de un clérigo o un religioso que comete un delito en materia económica, también en el ámbito civil.

En fin, como última novedad, se produce un cambio de entidad en el delito de abusos sexuales contra menores. Ahora se califican como actuaciones delictuosas contra la dignidad de la persona. El nuevo texto se refiere no solamente a los clérigos, sino también a los cometidos por religiosos no clérigos y laicos con algún puesto en la Iglesia, así como abusos contra adultos cometidos con violencia o abuso de autoridad.

Así las cosas, conviene abordar posibles efectos de esta reforma en la sociedad civil.

Comencemos con su posible repercusión en la polémica estadounidense acerca de la comunión a políticos católicos promotores de actuaciones delictuosas para la Iglesia, como el aborto.

Conviene recordar que el problema es ya un clásico en la vida norteamericana. Un ejemplo. Durante la visita en 2008 de Benedicto XVI a Estados Unidos, en Washington, en la misa en el National Park, comulgaron la presidenta de la Cámara de Representantes Nancy Pelosi y los senadores John Kerry, Edward Kennedy y Christopher Dodd, mientras que en Nueva York, en la misa en la catedral de San Patricio, comulgó el ex alcalde de la ciudad Rudolph Giuliani. Todos ellos católicos pro aborto. Enseguida estalló la polémica a través de un artículo aparecido en el Washington Post, con la firma del columnista Robert Novak.

Novak hizo notar que los cinco habían recibido la comunión no del Papa sino del nuncio apostólico en Estados Unidos. Recordó que, en 2004, Ratzinger, como cardenal, había escrito que los políticos católicos pro choice no debían recibir la comunión. Concluyendo que el gesto de los cinco «refleja la desobediencia a Benedicto XVI de los arzobispos de Nueva York y de Washington», sus protectores. Pocas horas después de la aparición del artículo de Novak, uno de los dos arzobispos involucrados en la discusión, el cardenal de Nueva York ,difundió el siguiente comunicado: «Acordé con Rudolph Giuliani, cuando fui nombrado arzobispo de Nueva York y él estaba en funciones como alcalde de Nueva York, que no recibiría la eucaristía por su conocida posición favorable al aborto. Estoy profundamente disgustado por el hecho que Giuliani haya recibido la eucaristía durante la visita papal a Nueva York».

La polémica siguió su curso –con alternativas varias– hasta que explotó con mayor virulencia hace unas semanas. El inicio provino del anuncio del presidente de la Conferencia Episcopal de EEUU –José Gómez, arzobispo de Los Ángeles– de la conveniencia de elaborar por la CE unas directrices acerca de la administración de la comunión a los políticos pro aborto. El prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Luis Ladaria, envió, a su vez, una comunicación al presidente de la CE pidiendo «prudencia», añadiendo que «sería confuso si tal declaración diera la impresión de que el aborto y la eutanasia son las únicas materias graves de la moral católica». A raíz de esta carta se produjeron reacciones encontradas entre los obispos acerca de la oportunidad de analizar en estos momentos la cuestión.

El nuevo canon establece: «Quien administra deliberadamente un sacramento a quienes tienen prohibido recibirlo sea castigado con la suspensión, a la que pueden añadirse otras penas…».

Este canon puede aportar un dato favorable al sector episcopal estadounidense, proclive a denegar la comunión a los políticos activamente partidarios del aborto, eutanasia, etcétera. Es verdad que en el Código de 1983 se establece (c.915) que «no deben ser admitidos a la sagrada comunión… los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave». Esta última indicación, sin embargo derivó no tanto hacia la polémica antes apuntada, acerca de la no administración de la eucaristía a los divorciados y vueltos a casar civilmente. Ahora, el nuevo canon parece centrar su foco en la polémica antedicha. Veremos la reacción de la Conferencia Episcopal norteamericana.

Respecto a Alemania y su deriva provocadora frente a las autoridades romanas, la inclusión en la reforma de la pederastia y la agravación de sanciones ha coincidido con un devastador informe de la mayor diócesis alemana: Colonia. En él (800 páginas) se identifica a 202 responsables de agresión sexual y 314 víctimas entre 1975 y 2018. Al informe ha seguido la dimisión del cardenal Marx, antiguo presidente de la CE alemana. Las nuevas normas probablemente aplacarán los exaltados ánimos. En especial de las mujeres integradas en Katholischer Frauenbund, furiosas contra el escándalo de Colonia, que incluso han clavado unas Tesis en las puertas de diferentes templos proclamando reformas en la Iglesia católica.

En fin, no parece que entre los católicos alemanes –sí probablemente entre algunas confesiones protestantes– tenga excesiva repercusión la disposición legal incluida en la reforma (c. 1379,4) que sanciona con excomunión automática a quien intente («atente») conferir el orden sagrado a una mujer, y a la mujer que lo intente. Entre otras cosas porque el intento de ordenación de mujeres ya estaba definido como delito en un decreto de 30 de mayo de 2008.

Es evidente que en las polémicas jurídicas y en los escándalos, más que la convulsión inicial es el encubrimiento lo que acaba derribando a las personas, tanto en la sociedad civil como en la eclesiástica. Sobre todo en los escándalos financieros y en los sexuales, en los que los medios de comunicación se convierten en un elemento esencial, sobre todo después del periodismo del Watergate que encendió cartuchos que explotan años después. La reforma brevemente analizada intenta, entre otras cosas, levantar un dique a esos escándalos.

Rafael Navarro-Valls es catedrático de Derecho Canónico y vicepresidente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España.

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