Nuevo escenario en Centroamérica

América Central es una de esas regiones del mundo a menudo olvidadas. Las dictaduras y los conflictos civiles fueron una constante en las tres últimas décadas del siglo XX , y en algunas de estas pequeñas repúblicas el precio pagado en víctimas y desaparecidos a causa de la violencia política (Guatemala, 200.000; El Salvador, 75.000; Nicaragua, 50.000) es escalofriante en relación con su escasa población (Guatemala tiene alrededor de 14 millones de habitantes, Honduras supera los siete, pero el resto se sitúa entre los cuatro y los seis). La excepción es Costa Rica, donde José Figueres –hijo de un médico catalán– abolió el Ejército en 1948, cambiando los cuarteles por escuelas (la educación primaria y secundaria es gratuita y obligatoria), centros asistenciales y hospitales. Los servicios públicos permiten un buen nivel de vida de la población y Naciones Unidas clasifica el país en el puesto número 50 entre los de alto desarrollo humano. Pero en el resto de países, este pasado traumático reciente está aun muy vivo entre la población, y por eso el golpe de Estado de Honduras ha puesto en alerta a toda América central: el fantasma de un nuevo y sangrante conflicto civil planea sobre la región si fracasa, como hasta la fecha, la mediación del presidente costarricense, el socialdemócrata Óscar Arias.

Y, sin embargo, el apoyo internacional y de la Organización de Estados Americanos (OEA) a la mediación de Arias –premio Nobel en 1987 por sus esfuerzos en favor de la paz en América Central que culminaron con la firma del acuerdo de Esquipulas II que comprometía a todas las repúblicas a impulsar la reconciliación nacional y la democratización– es un síntoma claro de que nadie quiere romper la precaria estabilidad de estos últimos años en que parecía haberse dejado atrás los conflictos y el horror de décadas anteriores.
El origen de la crisis es la propuesta del presidente Manuel Zelaya de llevar a cabo una consulta para determinar si la asamblea que saldrá de las elecciones del próximo noviembre debería cambiar la Constitución para permitir la reelección del presidente. Es obvio que, en primera instancia, Zelaya no repetiría, porque de producirse la reforma constitucional, esta sería posterior a las elecciones presidenciales. Pero el problema de fondo es otro.
La actual Constitución de Honduras data de 1982 y fue redactada en un proceso de transición tutelado por los militares e instado por Washington, que había hecho del país la principal base de la contra nicaragüense y reclamaba una cierta normalidad constitucional que permitió, sin hacer mucho ruido, acabar con la oposición de izquierdas. A partir de entonces se han alternado en el poder el Partido Liberal (centroderecha) y el Partido Nacional (derecha). El depuesto presidente Zelaya, un rico terrateniente conservador, llegó a la presidencia de la mano de los liberales, pero posteriormente se alineó progresivamente con los postulados populistas de Hugo Chávez. Esto provocó la irritación de sus propios correligionarios, que optaron por deponerlo bajo el pretexto de que pretendía cambiar la norma de la no reelección, lo que la propia Constitución impide explícitamente.
La batalla ideológica parecía estar servida. De un lado, Cuba, Chávez y sus aliados denunciando el golpe de Estado y una nueva ingerencia de Estados Unidos. Del otro, el imperialismo yanqui defendiendo sus intereses al prestar apoyo a un golpe de Estado. Pero no, no ha sido así y la respuesta de Barack Obama ha causado desconcierto en el campo chavista. La Administración norteamericana ha denunciado con contundencia el golpe de Estado, ha reclamado el retorno a la normalidad constitucional, que pasa por la restitución y la no reelección de Zelaya, y la celebración de las elecciones; y ha apoyado a la OEA –que ha expulsado de la organización a Honduras mientras no se restaure la legalidad– y la mediación de Arias.

Un cambio de escenario que refleja bastante bien las intenciones de la nueva política exterior de Estados Unidos: priorizar el diálogo y la mediación, legitimando así el uso de la fuerza cuando sea indispensable. Está claro que el principio de no reelección, consagrado en muchas constituciones de América Latina, resulta problemático y discutible y que, tanto desde la derecha como desde la izquierda, hay dirigentes que abogan legítimamente por su derogación. Otra cosa es el populismo de Daniel Ortega cuando hace unos días reclamaba el voto del pueblo en contra del principio de no reelección. Será para profundizar aun más en la degradación de Nicaragua, que es ya el tercer país más pobre de América Latina. Está claro que Honduras es el segundo, mientras Zelaya y Micheletti apelan a las proclamas altisonantes para justificar sus posiciones, amenazan con un nuevo baño de sangre –que probablemente podría producirse si Zelaya retorna sin un acuerdo previo– y dejan al descubierto sus ambiciones de poder basadas en la explotación de una población que a menudo vive al límite de la miseria. Pero esta vez, afortunadamente, la reacción de la comunidad internacional (Estados Unidos, OEA, UE) ha sido lo bastante sensata como para poner a cada cual en su lugar. Mediación, cumplimiento del principio de respeto a la legalidad constitucional y aislamiento internacional de los golpistas, sí; populismo, demagogia y llamadas gratuitas al uso de la fuerza, no.

Antoni Segura, catedrático de Historia Contemporánea de la UB.