Nuevo estancamiento de Rusia / Politics explain Russia’s stagnation

A principios de noviembre, el gobierno ruso dio a conocer su última previsión macroeconómica. No debe de haber sido una decisión fácil: mientras que el presidente Vladimir Putin y su gobierno hicieron campaña en 2012 con la promesa de que la economía rusa crecería entre 5% y 6% por año durante su mandato de seis años, ahora se espera que la tasa de crecimiento apenas promedie el 2,8% de 2013 a 2020.

El ministro de Desarrollo Económico, Alexei Ulyukaev, explícitamente admitió que alcanzar los objetivos planteados por Putin “llevará más tiempo”. En algunos casos, eso significa mucho más tiempo. Por ejemplo, en mayo de 2012, Putin prometió aumentar la productividad laboral de Rusia en un 50% para 2018; la perspectiva actual no prevé este desenlace ni siquiera en 2025.

Para los observadores independientes, el pronóstico lúgubre del ministerio no es una sorpresa. A juzgar por los bajos precios bursátiles y los altos niveles de salida de capitales, los inversores ya apostaban a que no habría altas tasas de crecimiento. Ahora Putin y el primer ministro Dmitry Medvedev también son pesimistas. Medvedev, que públicamente había pronosticado un crecimiento anual del 5% en enero, les dijo a inversores extranjeros en octubre que la tasa de crecimiento de este año no superaría el 2%.

Con anterioridad, el gobierno culpaba a la desaceleración global por los problemas económicos del país. Hoy, ese argumento tiene poco sentido. La economía global –y la economía estadounidense, en particular- está creciendo más rápido de lo esperado, y los precios del petróleo mundiales están por encima de 100 dólares el barril.

El pronóstico del ministerio responde muy claramente el eterno interrogante de “a quién echarle la culpa”: la desaceleración refleja los propios “problemas internos” de Rusia. La perspectiva básica del ministerio supone que el precio del petróleo –la principal exportación de Rusia- aumentará 9% por año en términos reales en los próximos 17 años, o más de tres veces el pronóstico para el crecimiento anual del PBI de Rusia.

Una semana después de que se diera a conocer la proyección del ministerio, el Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo (BERD) –el principal inversor extranjero directo de Rusia- hizo lo propio y recortó su pronóstico de crecimiento para Rusia a 1,3% en 2013 y 2,5% en 2014. La opinión del BERD fue inclusive más contundente: la desaceleración es el resultado de la falta de una reforma estructural del gobierno ruso. Una mala gobernancia, un régimen de derecho débil y el ataque a la competencia por parte de las compañías estatales minan el clima de negocios de Rusia y causan la fuga de capitales.

La elite gobernante de Rusia entiende muy bien que las reformas son necesarias; de hecho, la era Putin-Medvedev, que hoy va por su año número 14, no ha tenido pocos programas de reforma. En 2008, por ejemplo, Aleh Tsyvinski y yo elogiamos al entonces presidente Medvedev por su compromiso aparentemente creíble con la implementación de los cambios que necesita la economía de Rusia. Pero la presidencia de un mandato de Medvedev –al igual que las administraciones de Putin antes y desde entonces- no cumplió con esas promesas.

La renuencia del gobierno ruso a combatir la corrupción y fortalecer las instituciones legales del país refleja un equilibrio político perverso –y a la vez estable-. En 2010, Tsyvinski y yo predijimos un “escenario 70-80” en Rusia en los próximos años: conforme los precios del petróleo, que se habían hundido hasta alcanzar 40 dólares por barril, se recuperaran y superaran los 70-80 dólares por barril, Rusia regresaría al estancamiento de los años 1970 y 1980.

Como era de esperar, el crecimiento del PBI de 2010 a 2012, aunque promedió un respetable 4%, fue impulsado por la recuperación post-crisis y el mayor incremento de los precios del petróleo a 100 dólares por barril. Ahora todos estos factores cortoplacistas se han agotado, y ha comenzado un período de estancamiento similar a la era de Brezhnev.

La elite política de Rusia entiende que la economía puede crecer un 5-6% anual. El problema es que las reformas necesarias para alcanzar ese crecimiento –lucha contra la corrupción, protección de los derechos de la propiedad, privatización e integración a la economía global- amenazan directamente la capacidad de la elite de permanecer en el poder y obtener réditos. Para quienes están en el poder, una porción grande de una torta que se achica es preferible a ninguna porción de una torta que crece, que es lo que la mayoría de la elite actual recibiría en un sistema legal justo con reglas claras y una implementación predecible.

Visto en este contexto, el pronóstico sombrío para el crecimiento difundido por el ministerio en noviembre sorprende y a la vez es bien recibido. Por lo menos, las autoridades merecen un elogio por admitir sinceramente que las promesas de Putin son imposibles de cumplir, en lugar de seguir ignorando, endulzando o desviando la atención de la evidencia.

El creciente realismo del discurso interno –y público- del gobierno no es una cuestión menor. Finalmente conduce, por ejemplo, a la discusión tan necesaria de los recortes presupuestarios. Lo que esto –y, en términos más generales, la nueva honestidad de los funcionarios- significa para el futuro político de Vladimir Putin todavía está por verse.

Sergei Guriev, a visiting professor of economics at Sciences Po, is Professor of Economics and former Rector at the New Economic School in Moscow.

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Early this month, the Russian government released its latest macroeconomic forecast. It could not have been an easy decision: Whereas President Vladimir Putin and his government campaigned in 2012 on a promise that the economy would grow at 5-6 percent per year during his six-year term, the growth rate is now expected to average just 2.8 percent from 2013 to 2020.

Minister of Economic Development Alexei Ulyukaev explicitly acknowledged that achieving the targets set by Putin “will take longer.” In some cases, that means much longer. For example, in May 2012, Putin promised to increase Russia’s labor productivity by 50 percent by 2018; the current forecast does not envision this outcome even by 2025.

For independent observers, the ministry’s grim forecast comes as no surprise. Judging by low stock prices and high capital outflows, investors were already betting against high growth rates. Now Putin and Prime Minister Dmitry Medvedev are pessimistic as well. Medvedev, who had been publicly forecasting 5 percent annual growth as recently as January, told foreign investors in October that this year’s growth rate would not exceed 2 percent.

Previously, the government blamed the country’s economic problems on the global slowdown. Today, that argument makes little sense. The global economy — and the U.S. economy, in particular — is growing faster than expected, and world oil prices are above $100 per barrel.

The ministry’s forecast answers the perennial “who is to blame” question very clearly: the slowdown reflects Russia’s own “internal problems.” The ministry’s baseline forecast assumes that the price of oil — Russia’s main export — will grow at 9 percent per year in real terms over the next 17 years, or more than three times the forecast for Russia’s annual GDP growth.

A week after the ministry’s forecast was released, the European Bank for Reconstruction and Development — Russia’s largest foreign direct investor — followed suit, cutting its growth forecast for Russia to 1.3 percent in 2013 and 2.5 percent in 2014. The EBRD’s view was even more straightforward: the slowdown is the result of the Russian government’s lack of structural reform. Poor governance, weak rule of law and state-owned companies’ assault on competition undermine Russia’s business climate and cause capital flight.

Russia’s ruling elite understands very well that reforms are needed; indeed, the Putin-Medvedev era, now in its 14th year, has suffered no shortage of reform programs. In 2008, for example, Aleh Tsyvinski and I praised then-President Medvedev for his seemingly credible commitment to implementing the changes that Russia’s economy needs. But Medvedev’s one-term presidency — like Putin’s administrations before and since — did not deliver.

The Russian government’s reluctance to fight corruption and strengthen the country’s legal institutions reflects a perverse — yet stable — political equilibrium. In 2010, Tsyvinski and I predicted a “70-80 scenario” in Russia in the coming years: As oil prices, which had plummeted to $40 per barrel, recovered and surpassed $70-80/barrel, Russia would return to the stagnation of the ’70s and ’80s.

Sure enough, GDP growth from 2010 to 2012, though averaging a respectable 4 percent, turned out to have been driven by the post-crisis recovery and the further increase in oil prices to $100/barrel. Now all of these short-term factors have been exhausted, and a Brezhnev-like period of stagnation has begun.

Russia’s political elite understands that the economy is capable of 5-6 percent annual growth. The problem is that the reforms needed to achieve such growth — fighting corruption, protecting property rights, privatization and integration into the global economy — directly threaten the elite’s ability to hold on to power and extract rents. For those in power, a big piece of a shrinking pie is preferable to no piece of a growing one, which is what most of the current elite would receive under a fair legal system with clear rules and predictable enforcement.

Seen against this background, the November release of the ministry’s grim forecast for growth is both surprising and welcome. At the very least, the authorities deserve praise for frankly admitting that Putin’s promises are impossible to fulfill, rather than continuing to ignore, sugar-coat, or divert attention from the evidence.

The growing realism of the government’s internal — and public — discourse is no small matter. It is finally leading, for example, to the much-needed discussion of budget cuts. What this — and officials’ new candor more broadly — means for Putin’s political future remains to be seen.

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