Nuevo impulso a la relación trasatlántica

En el plan España 2050 que dio a conocer recientemente el presidente del Gobierno, se echa en falta un análisis más detenido sobre la internacionalización de la economía española. España se encuentra entre los 20 países más avanzados del mundo, pero no es menos cierto que presenta un mercado maduro, con un potencial de crecimiento interno más bien limitado. La demanda externa se perfila, por tanto, como nuestra principal vía de desarrollo económico a través de la exportación de bienes y servicios y de la inversión extranjera directa.

La apertura a los mercados internacionales debe ir siempre acompañada de una reflexión sobre las grandes tendencias que se observan en el panorama geopolítico. Y aquí hemos de referirnos en primer lugar al ascenso de China, el país que sin duda ha salido más fortalecido de la pandemia en términos económicos. Mientras que la zona euro perdía en 2020 6,6 puntos de producto interior bruto y Estados Unidos se contraía un 3,5%, el gigante asiático logró repuntar un 2,3% y este año subirá más de un 8%. En fin, unas cifras sin parangón en el resto del mundo.

Superada hace tiempo la crisis sanitaria dentro de sus fronteras, el régimen de Pekín sigue adelante con el proyecto de la nueva Ruta de la Seda y está reforzando su posición en Iberoamérica de forma acelerada. No en vano ha sabido reconvertirse en un importante suministrador de vacunas, una nueva faceta que se suma a su perfil habitual de acreedor financiero y de comprador de materias primas. De seguir así, China no tardará mucho en desbancar a España como el segundo inversor mundial en Iberoamérica, una región en la que la presencia española muestra signos de estancamiento en los últimos años.

La Unión Europea ha intentado acercarse a China para reequilibrar las relaciones económicas bilaterales, claramente descompensadas en favor del país asiático. A finales de 2020, después de siete años largos de negociaciones, se anunció un principio de acuerdo de inversiones que favorecería la entrada de las empresas europeas en el mercado chino. Sin embargo, la ratificación del tratado está en el aire por las diferencias que mantienen Bruselas y Pekín en torno a los valores democráticos y la defensa de los derechos humanos.

Tampoco atraviesan por su mejor momento las relaciones entre el bloque comunitario y Rusia. Moscú no renuncia a ser una potencia de primer orden en el concierto internacional y sigue desde hace años una política expansionista que tiene uno de sus objetivos clave en la zona del Ártico. Debido al cambio climático, la llamada «ruta marítima del norte» se prefigura como una alternativa al Canal de Suez para la navegación entre los océanos Atlántico y Pacífico. Además, las profundidades del Ártico albergan abundantes reservas de gas y petróleo aún por explorar. Ante esta perspectiva, Rusia está llevando a cabo un fuerte despliegue militar en la región, no sin el apoyo de China, y ello deja a Europa en una posición vulnerable en su flanco oriental.

Al otro lado del Atlántico, no podemos pasar por alto el cambio que se ha producido en el Gobierno de los Estados Unidos. La llegada de Joe Biden a la Casa Blanca ha supuesto una distensión en las relaciones comerciales entre Bruselas y Washington. En verdad, el conflicto arancelario que inició su predecesor, Donald Trump, carecía de sentido entre dos aliados históricos que comparten el mismo modelo político y económico y una serie de intereses comunes en materia de política exterior.

El entendimiento entre Europa y Estados Unidos fue la base del proceso de globalización que comenzaría tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y que, por muchas críticas que se le opongan, ha originado la etapa de mayor prosperidad de la era contemporánea. Aprovechando la nueva sintonía en las relaciones diplomáticas bilaterales, como se ha puesto de manifiesto en la gira de Joe Biden a Europa, convendría dar un impulso a la cooperación transatlántica y retomar el proyecto del TTIP, el tratado de comercio e inversiones que empezó a negociarse durante el mandato de Barack Obama y al que Donald Trump no quiso dar continuidad, abogando por un sistema comercial proteccionista.

Trump cometió un error estratégico. En su intento de frenar el despegue de China como superpotencia económica, debió haber unido sus fuerzas con los países miembros de la Unión Europea. El TTIP no debe ser considerado como un simple tratado de libre comercio e inversión, sino como una alianza de los dos bloques más desarrollados del planeta para mantener la hegemonía económica en un momento en el que el centro de gravedad de la economía mundial se está desplazando hacia el Pacífico.

Por lo que se refiere a España, nuestro país sería uno de los más beneficiados de los Veintisiete si se acordara con Estados Unidos una ambiciosa rebaja de las barreras comerciales y un acceso completo al mercado de licitaciones públicas. Siendo el país norteamericano el primer importador mundial de mercancías, con una cuota del 13,5%, España destina a este mercado menos del 5% de sus exportaciones de bienes (una cuantía inferior a los 14.000 millones de euros, si tomamos la cifra récord de 2019). Existe, pues, un amplio margen de mejora en los flujos comerciales, sin olvidar las oportunidades que se abren para nuestras empresas con el plan de infraestructuras de la Administración Biden, valorado en más de dos mil millones de dólares, que irán destinados a la modernización de los transportes, las energías renovables y la gestión del agua.

Debería el Gobierno español promover ante sus socios comunitarios la reanudación inmediata de las negociaciones del TTIP. Y haría bien en incorporar las políticas de libre comercio a sus estrategias de largo plazo. La política exterior de un país no puede reducirse en exclusiva a la defensa de ciertas causas –como los derechos humanos, el feminismo, la diversidad o el desarrollo sostenible– que por su propia naturaleza tienen un alcance universal y cuyo liderazgo corresponde más bien a instancias de carácter supranacional.

Sin dejar de lado los principios anteriores, la política exterior debe estar orientada a las necesidades concretas de las empresas, que son el principal agente generador de riqueza y empleo. En un mundo altamente competitivo, la diplomacia económica desempeña un papel crucial para el éxito de nuestras compañías en los mercados internacionales. Atiéndanse los intereses del sector exterior y estaremos sentando las bases de una España más fuerte y más próspera para el año 2050.

Balbino Prieto es presidente de honor del Club de Exportadores e Inversores Españoles.

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