Cuenta Bertolt Brecht en una de sus historias que un trabajador fue citado a juicio y se le preguntó si deseaba emplear la fórmula profana o religiosa de juramento, es decir, si quería prometer o jurar. El trabajador contestó: “Estoy sin trabajo”. Y Brecht comenta: “A través de esta respuesta dio a entender que se encontraba en una situación en la que tales preguntas y, quizá todo el procedimiento judicial, carecían de sentido”. Podríamos decir que las urgencias de nuestro trabajador eran otras, las mismas tal vez que quitan el sueño a nuestros cinco millones de parados.
Pues, de urgencias, de las que esperan al nuevo papa, quieren ocuparse estas líneas. Obviamente no pretendemos ponerle deberes, sería una descortesía. Está recién llegado y es él quien con todo derecho puede pedirnos el voto de confianza que se debe otorgar a toda persona que inicia una gran tarea. Pero, sin ánimo alguno de “atosigar”, queremos dar rienda suelta a algunos deseos. Por otra parte, los datos biográficos que vamos conociendo del papa Francisco animan a dirigirse a él. Según cuentan los que le conocen, la especialidad de este jesuita de 76 años es el diálogo, la humildad y la sencillez; posee la austeridad y la profunda espiritualidad de las grandes órdenes religiosas. En pocas horas nos hemos enterado de que se ha pasado la vida mirando de frente a los pobres y excluidos, curando sus heridas, defendiendo sus derechos y viajando en sus mismos transportes públicos. Las televisiones del mundo entero enfocaban anoche a un mendigo que sostenía una pancarta en la que se podía leer: “Francisco I, papa”. A lo mejor lo veía como uno de los suyos. Se comenta también que es “doctrinalmente conservador”. Habría que señalar que de la Capilla Sixtina no podía salir lo que no entró. Y no entró ningún cardenal que no fuese “doctrinalmente conservador”. Sin embargo, a veces, la sotana blanca opera pequeños o grandes milagros: el incomparable Juan XXIII comenzó su pontificado imponiendo el uso del latín en los centros superiores de enseñanza de la Iglesia. Bien poco podíamos sospechar los que en aquellos días criticábamos semejante medida que su artífice sería también el alma del Concilio Vaticano II, según Aranguren “el acontecimiento más importante del siglo XX”. Ningún futuro negará ya a Juan XXIII, el papa de transición del que poca cosa se esperaba. Y casi nadie podía imaginar que el papa Ratzinger, medularmente conservador, haría un espectacular guiño a la modernidad renunciando con generosidad y valentía al pontificado. Todo esto viene a cuento de que quién sabe lo que nos deparará el doctrinalmente conservador papa Bergoglio… Siempre es bueno esperar lo mejor de un recién llegado, es casi un deber de amable hospitalidad.
Pero pasemos ya a las anunciadas urgencias. Nos gustaría que el nuevo papa hiciera de barquero que une dos lejanas orillas: la de los primeros tiempos del cristianismo y la de nuestro duro presente. Se tiene la impresión de que las necesidades del lejano ayer no se diferencian mucho de las que hoy nos causan turbación y desasosiego. Destacan los historiadores que las gentes de los primeros siglos se convertían al cristianismo movidas principalmente por los siguientes acicates. Ante todo, por la urgencia material. Lo expresó, con incomparable acierto, el filósofo marxista Ernst Bloch: “El estómago es la primera lámpara que reclama su aceite”. La primera historia del cristianismo, la de los Hechos de los Apóstoles —aunque muy novelada—, deja nítida constancia de la preocupación social de la nueva religión. Se insiste en la necesidad de ponerlo “todo en común”. Un estudioso de aquella primera época, E. R. Dodd, reconoce que aquellos primeros grupos de cristianos poseían un sentido comunitario “más fuerte que cualquier otro grupo isiaco o mitraico equivalente”. Incluso algunos paganos, poco favorables al nuevo movimiento religioso, dejaron constancia de la buena disposición de los cristianos para prestar ayuda material. El amor al prójimo, por suerte muy anterior al nacimiento del cristianismo, fue practicado intensamente por este. La Iglesia constituía una especie de seguridad social: cuidaba de los huérfanos y las viudas, atendía a los ancianos, a los enfermos y a todos los que carecían de medios de vida; tenía incluso un fondo común para los funerales de los pobres y un servicio médico para las épocas de epidemias. Las capas marginadas de las grandes ciudades se beneficiaron ampliamente de esta acción benéfica. A ella, más que a Constantino, se debe la rápida difusión del mensaje cristiano.
Sin embargo, a pesar del indudable atractivo que semejantes prestaciones sociales debían suponer, no parece que, a la hora de convertirse al cristianismo, fuesen ellas el factor determinante. Era más decisivo, informa E. R. Dodd, “el sentimiento de grupo que el cristianismo estaba en condiciones de fomentar”. Y es que entonces, como hoy, la soledad hacía estragos. Epicteto describe “el horrible desamparo que puede experimentar un ser humano en medio de sus semejantes”. Desamparo, cuentan las crónicas, que experimentaban los bárbaros urbanizados, los campesinos llegados a las ciudades en busca de trabajo, los rentistas arruinados por la inflación y los esclavos manumitidos. El ingreso en la comunidad cristiana suponía para todas aquellas gentes la única forma de dar algún sentido a sus vidas.
Y, por supuesto, contaba la promesa de incomparables bienes futuros en el más allá. Se anunciaba la instauración de una justicia final, de una armonía sin fisuras. El naciente cristianismo defendía, pues, un doble frente: por un lado, procuraba aliviar el hambre, el desamparo, el desarraigo y la soledad; por otro, anunciaba otra ciudad, otra tierra y otro cielo, libres ya de las tribulaciones de la hora presente. El cristianismo nunca se dedicó a tiempo completo a la escatología, pero nunca la perdió de vista.
El papa Bergoglio no necesita que nadie le recuerde estas urgencias. Viene de vivirlas en su Argentina natal, en el barrio pobre donde nació y se crió. Hoy ha dicho a los cardenales que lo eligieron que la Iglesia no puede limitarse a ser una ONG. Nunca lo fue, siempre se movió en el doble frente que acabamos de mencionar.
Finalmente, al nuevo papa le aguardan otras dos urgencias delicadas. La primera: tendrá que poner orden y limpiar la “suciedad” de su nueva casa. Es un trabajo que ya ha iniciado su predecesor, pero queda tajo. El Vaticano, uno de los grandes centros religiosos del mundo, no puede prescindir de la ética. La religión y la ética deben caminar de la mano. La pregunta crucial de la religión “qué me cabe esperar” no es separable del gran interrogante ético “qué tengo que hacer”. Y, al parecer, en la curia vaticana, y en otras sucursales, se ha hecho lo que no se debía.
Más grato le resultará al papa Francisco atender a una última urgencia. En el año 1941 moría el gran filósofo francés Henri Bergson. En sus últimos días constataba con enorme tristeza que la humanidad tenía “un cuerpo muy grande y un alma muy pequeña”. Habíamos logrado un desarrollo científico-técnico sin precedentes, pero sufríamos un notable enanismo espiritual. Urgía buscar un equilibrio. “La mecánica, sentenció Bergson, exige una mística”. Y a los místicos, a los nuestros, a santa Teresa y a san Juan de la Cruz dedicó páginas memorables.
Bergson se marchó pidiendo “un suplemento de alma” para la humanidad. Al nuevo papa no parece faltarle alma. Sería magnífico que, con su ejemplaridad y autoridad espiritual, nos la contagiara a los demás.
Manuel Fraijó es catedrático de Filosofía de la Religión en la UNED.