Es una historia de sobra conocida. En 1815, un volcán en Indonesia llamado Tambora entró en un ciclo de erupciones de agresividad inédita en casi trece siglos de historia. El fenómeno terminó provocando un invierno volcánico extendido por todo el planeta que destruyó las cosechas desde China hasta el noreste de EE UU y que provocó miles de muertes. Una anomalía climática por una atmósfera llena de dióxido de azufre, polvo y ceniza que redujo la luz del sol hasta alcanzar los meses de verano de 1816. El año sin verano fue un largo y frío invierno de oscuridad, lluvia y nieve del que nos quedan algunas señales en forma de arte; la luz, extraña sobre los cielos en ocaso de Londres, en la pintura de un maestro llamado William Turner y uno de los textos de mayor relevancia en la literatura universal del siglo XIX escrito por Mary Godwin Wollstonecraft.
Como es bien sabido, la autora pasó aquel oscuro verano junto a Byron, Percy Shelley y John Polidori en Suiza, a orillas del lago Lemán, en un viejo caserón conocido como Villa Diodati. De aquel encierro nacería, posteriormente, la gran radiografía de la época: Frankenstein o el moderno Prometeo, de cuya publicación revisada se cumplen ahora 200 años.
La obra es un aviso sobre los peligros de la época; la disección entre uso tecnológico y valores humanistas en la fase temprana de la Revolución Industrial; la supeditación de la vida humana a la máquina y la tecnología, y la ausencia de límites, no tanto del ser sin nombre —el que gracias al cine ocupa la iconografía de la obra— sino del verdadero monstruo, su creador. El texto de Mary Shelley como reacción y denuncia ante la ciencia desprovista de los límites de la razón, del ocaso de las estructuras sentimentales de pertenencia ante los instantes iniciales de la industrialización, la transformación productiva y tecnológica más importante de la historia de la humanidad.
Trascurridos dos siglos desde aquel verano en Villa Diodati, volvemos a encontrarnos de nuevo ante un cambio de época. Como telón de fondo, una globalización desregulada que ha puesto contra las cuerdas a las soberanías de varios Estados. Como desencadenante, una década de crisis económica con consecuencias laborales, sociales, económicas e institucionales que no terminan de superarse en buena parte de Occidente. Como horizonte, una cuarta revolución tecnológica que transformará las relaciones productivas, económicas y comerciales hasta modificar a fondo la propia naturaleza de las relaciones humanas.
Ahí es donde estamos, al menos en no pocos países del mundo desarrollado, ante problemáticas de una complejidad pocas veces vista que, en algunos casos, reciben respuestas de una simplicidad sorprendente. Un momento en el que la intensidad en las transformaciones aumenta la intensidad en la percepción de amenazas. ¡Qué descriptiva la comparativa entre inmigración real e inmigración percibida en los países de la UE!
Un instante, en fin, donde la velocidad de los cambios produce una nueva velocidad de los miedos. La placenta perfecta para la aparición de nuestros monstruos particulares, los de nuestra era: nuevos líderes mesiánicos, nuevos flautistas de Hamelin, con rostro humano y nombre propio: personajes que en el ejercicio del poder llegan a colocarse por encima de la ley o de los principios democráticos. Liderazgos de personas sin ética ni concepto de límite que sustituyen realidad por apariencia, que de la mentira y la imagen han hecho una teología. Falsos profetas que encuentran espacio, sobre acompañamientos acríticos, para proyectos personalistas de naturaleza casi siempre existencial.
La normalización de las distorsiones y patologías que producen, aceptadas y aplaudidas por amplios sectores de nuestras sociedades y el impacto que generan en el funcionamiento de nuestras democracias es, sin duda, el monstruo más relevante de nuestra época. Y en este caso, en la comparativa, es mucho menor la amenaza percibida que la amenaza real que suponen. Su arquetipo, Donald Trump, pero con más imitadores de los aparentes. Steve Bannon y su proyecto de sociedades cerradas y aisladas hasta la destrucción final de la Unión Europea, los Le Pen y los Salvini, normalizando el ultranacionalismo, la xenofobia y el odio al diferente como iconos de los múltiples liderazgos que han proliferado y que personifican proyectos esencialistas de purificación nacional. La oscuridad que se vislumbra en las intenciones de todos ellos no ha venido en este caso del Tambora, sino de la homeopatía antipolítica con la que estos falsos curanderos se ofrecen para gestionar el miedo y la inseguridad humana.
No sé si sería necesaria una nueva cumbre a orillas del lago Lemán. Pedirle a la literatura la receta ante los monstruos de nuestra época es, seguramente, mucho pedir. Pero no estaría mal acelerar en el diseño de la vacuna. Avances decididos en regulación transnacional de la economía, el comercio y las finanzas para una globalización mejor conducida y gobernada. Pasos sólidos en el fortalecimiento institucional y democrático de sociedades abiertas ante los aprendices de brujo que recorren cancillerías y parlamentos con el todo vale por bandera. Políticas orientadas a la igualdad, los derechos laborales y la cohesión social de sociedades que ven amenazadas muchas de las conquistas del pasado.
Sean cuales sean las políticas, solo pueden partir de un paso previo; de la revitalización de los valores dañados en esta frontera de época en la que estamos, de un rearme de principios ilustrados que plante cara a los discursos del odio que van ganando cada vez más espacio en la atmósfera política de Occidente.
Ya es verano en Villa Diodati. Con todos esos monstruos acechando ahí fuera. Falta la fuerza que revitalice y rearme esos valores para el proyecto que los derrote. No descartemos que vuelva a ser femenina. En este caso no la de una mujer sola, oculta en aquella larga noche de 1816 entre las habitaciones de un viejo caserón suizo, sino la de una inmensa obra colectiva, racional, necesaria y justa. La que ya empieza a mostrarse de forma visible y a plena luz del día en las calles y los despachos de medio mundo.
Eduardo Madina es Director de KREAB Research Unit, unidad de análisis y estudios de la consultora KREAB en su división en España.