Nuevos horizontes para el derecho a la paz

Una de las marcas distintivas del año que termina han sido las protestas de asombrosas dimensiones, con movilizaciones populares en centenares de ciudades del mundo. Esas manifestaciones han sido posible gracias a los cambios radicales acaecidos en los medios de comunicación: ahora se puede conectar de forma rápida, instantánea, con gentes geográficamente lejanas, y se puede conseguir una movilización global. En esta nueva situación, que con toda probabilidad seguirá copando portadas e informativos a lo largo del año entrante, hay que reflexionar sobre el modo de reconocer y proteger los derechos fundamentales.

Una advertencia previa. Los derechos fundamentales, según yo los entiendo, son una elaboración de la historia. Paso a paso, día a día, el quehacer de hombres y mujeres ha ido configurando como derechos fundamentales, en cuanto bases o cimientos de sus organizaciones jurídico-políticas, determinados derechos humanos. Estos últimos pertenecen a «todos los miembros de la familia humana» -que es la fórmula consagrada por la Declaración Universal-, pero pocos son los regímenes que reconocen y protegen, como fundamentales de su modo de ser y de convivir, todos los derechos humanos. Por tanto, yo sugiero una contraposición, entre las varias propuestas, que diferencia, por un lado, derechos humanos, que son inherentes a la naturaleza de todas las personas (las cuales «nacen libres e iguales en dignidad y derechos», según el artículo primero de la Declaración de 1948); y, por otro lado, derechos fundamentales, que son aquellos formalizados por la historia.

El derecho fundamental, en definitiva, es un concepto histórico. La historia no es algo externo o añadido al concepto, sino que es quien lo configura. Sin historia no hay derechos fundamentales. Aquí cabría recordar la conocida afirmación de Dilthey: «Lo que el hombre es, lo experimenta sólo a través de la historia».

Al ser los derechos fundamentales una conquista de la historia, nos interesan ahora de modo particular, en la sociedad planetaria, su presente y su futuro. Pienso que en el momento actual, de interrelaciones intensas, tienen especial relieve y gravedad, por ejemplo, los atentados contra la paz. Ocurre en diversas zonas del mundo. Hoy voy a fijarme, por su importancia grande, en lo ocurrido en Israel con motivo de la liberación del soldado Gilad Shalit y la entrega, como contrapartida, de varios centenares de presos palestinos. (Lo que sucede en el País Vasco es especialmente complicado, difícil de enjuiciar. Hay que tratarlo con suma cautela. Quizás otro día).

Recordaré algo que personalmente experimenté en Israel. En la primavera de 1989, efectivamente, conocí los sentimientos pacifistas de una mayoría de jóvenes universitarios israelíes. El 29 de mayo de aquel año, los estudiantes de la Facultad de Derecho de Tel Aviv, reunidos en el Auditorio Malka Brender, reaccionaron con expresiones de adhesión calurosa a la argumentación que yo les exponía sobre el derecho a la paz. Fue para mí una sorpresa, lo reconozco, pues a distancia me había forjado la idea de que en Israel predominaban los temperamentos belicosos, con mucha gente dispuesta a empuñar las armas, como herederos de los vencedores en la lucha que puso fin al mandato británico (15 de mayo de 1948) y admiradores de los diversos halcones aparecidos en la difícil etapa de la construcción de un Estado nuevo. Estaba equivocado. La paz era anhelada por más israelíes de los que yo pensaba, y en la conciencia de aquellos universitarios, concretamente, habían sido erradicados los viejos deseos de exterminación de los enemigos vecinos.

Al terminar el acto académico, el decano Uriel Reichman me invitó a pasar a su despacho. Este buen profesor estaba de acuerdo con la idea de colocar el derecho a la paz en la cabecera de la tabla de los derechos fundamentales. Pero conocía mejor que yo, claro es, la realidad de su propio país. Se acercó a la biblioteca y me indicó un libro de Moshe Bella, titulado Olamo shel Jabotinsky, que en español quiere decir El mundo de Jabotinsky. «Ahí tiene usted», me dijo, «la doctrina básica del modo de pensar de otro sector de israelíes, que hoy no se han notado durante su conferencia, y el breviario de la manera que ellos tienen de hacer política».

El pensador Vladimir Zeev Jabotinsky murió en 1940. Muchas de sus observaciones no son aplicables al mundo actual, ni algunas de sus recetas políticas tienen sentido después de lo ocurrido a partir de 1948. Pero el meollo de su doctrina sigue atrayendo a la extrema derecha. Primera idea: el hecho nacional hay que realizarlo en un lugar determinado, no en cualquier sitio, y ese lugar es Eretz Israel. Segunda idea esencial de la extrema derecha, tomada de Jabotinsky: «Sólo por la fuerza se llevará a cabo el proyecto sionista».

No quiero decir que los extremistas de la derecha israelí sólo se alimenten ideológicamente con las teorías de Jabotinsky, pues, por desgracia, hay otros apóstoles de la violencia que también son allí escuchados. Su discípulo Avraham Stern, por ejemplo, lanzó a la luz pública tesis más radicales. Tampoco he pretendido ampliar más allá de lo razonable la muestra sociológica que conocí en la Universidad de Tel Aviv. ¿Serviría la actitud pacifista de unos centenares de estudiantes para definir el modo de ser y pensar de la totalidad de los israelíes?

Transcurridos más de 20 años, y teniendo en cuenta el giro de los acontecimientos en los últimos meses, sospecho que efectivamente muchos hombres y mujeres de Israel no defienden ahora el derecho a la paz como uno de los fundamentales en este inicio del siglo XXI.

Ocurre, además, que en las relaciones de derechos que se incluyen en las constituciones de los estados modernos no figura de forma expresa el derecho a la paz.

El derecho a la paz es una aspiración social en sectores amplios de ciudadanos (en el País Vasco esto es indiscutible), pero unas minorías encerradas en círculos reducidos se oponen al reconocimiento con fuerza suficiente para malograr el proyecto, o hacer muy difícil su realización.

Con el fin de superar la contradicción, y que ésta pierda su actual fuerza destructiva al integrarse en el ordenamiento jurídico, conveniente sería que los educadores dedicasen más atención a la polemología o ciencia de la guerra. A mi juicio, los saberes sobre las guerras, el porqué y el para qué fueron desencadenadas, los factores reales de estos sucesos, con sus motivaciones de todo orden (desde las puramente ideológicas a las económicas, desde las auténticas a las falsas causas), tendrían que integrarse en una disciplina obligatoria de los planes de enseñanza. Los datos científicos sobre la guerra deberían divulgarse también por los medios de comunicación.

Me referiré, por último, en esta consideración de derechos fundamentales, al tratamiento diferente de los ya existentes en la actual sociedad en red.

La presencia de internet, como hecho revolucionario a finales del siglo XX, ya tiene efectos grandes e importantes en el Derecho del siglo XXI. Será necesario cambiar algunos de los actuales modos de enjuiciar los fenómenos sociales. Vivimos en el tránsito de una sociedad sólida y estable a una segunda modernidad, que dijera Ulrich Beck, con una situación de incertidumbre que el filósofo polaco Zygmunt Bauman califica como «tiempos fluidos». La eclosión de internet ha tenido el efecto de cambiar el modo de enfrentarse a la realidad.

En esta era de redes sociales hay que reconsiderar la protección jurídica del derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen. También han de revisarse los modos de protección de los datos de carácter personal, con especial atención a los menores de edad. La propiedad intelectual está experimentando el impacto de las redes sociales.

Se abre también la revisión del Derecho internacional, que debe ser homogéneo en este mundo de una sociedad planetaria.

Por Manuel Jiménez de Parga, catedrático de Derecho Constitucional, presidente emérito del Tribunal Constitucional y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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