Nunca cazaré un Bulbasur

Estos días, a raíz del éxito y la repercusión mediática del juego Pokémon Go (si no sabe de qué hablo, considérese fuera del mundo) me he formulado una pregunta inquietante: ¿Qué tipo de reclamo tendrían que poner frente a mis narices para que yo trotara enloquecida por descampados, calles, parques, túneles, locales públicos o privados, abandonando previamente mi coche, a mis hijos, a mis amigos, o la atención necesaria para deambular sin hacerme daño por cualquiera de los sitios mencionados? No me lo invento: hay gente capaz de todo eso. Si lo dudan, busquen en YouTube 'Pokemon Go Central Park' y verán.

El fenómeno no conoce fronteras ni excluye a nadie. En Bosnia, por ejemplo, donde la llegada del juego es inminente, se pide a los ciudadanos que no ignoren las señales que indican la presencia de campos de minas por perseguir bichitos virtuales. Las autoridades tienen razones para no tener mucha fe en la gente: hace dos días un usuario del juego embistió a un coche de policía en Baltimore, Estados Unidos. Una pareja de los mossos rescataron hace una semana a una pareja de japoneses que caminaba por el túnel de la Rovira -prohibido a los peatones- tras la pista de otro animalito virtual. Una comisaría de policía de Darwin, Australia, fue invadida por un grupo de 'cazadores' que perseguía al pokémon llamado Sandshrew. Según mi hijo Álex, experto pokemólogo, es algo parecido a un topo que evoluciona a erizo.

Porque los pokémon evolucionan y megaevolucionan, y en el juego hay pokeparadas y gimnasios (no me pregunten para qué sirven) y una de las cosas más terribles que puede ocurrirnos desde el jueves pasado es que los creadores del jueguecito tomen tu casa por una de esas dos cosas, porque entonces la invasión masiva de cazapokemons es inminente, como le ha ocurrido a un pobre señor de Massachussetts que vive en una vieja iglesia restaurada.

La verdad, de algunos yo me esperaba que se entregaran a la caza loca del pokémon. Justin Bieber, por ejemplo, que hace unas noches corría por Central Park detrás de un tal Gyarados, una especie de serpiente azul con cara de mala leche, una criatura «de agua y voladora». De otros, les confieso, lo esperaba menos. Javier Ruescas, por ejemplo, 'cazaba' un Bulbasur esta semana nada más llegar a Asturias, y lo proclamaba, feliz, en sus redes sociales. Aunque claro, qué se puede esperar de los escritores, si nos pasamos la vida en otros mundos. Aclaro: el Bulbasur es una especie de perrito rechoncho, de color verde, un «pokémon de tipo veneno con planta», dice el experto.

Hay quien asegura que esta locura beneficiará enormemente a ciertas cadenas de restaurantes. Parece que los cazabichos, al ser humanos, también sienten necesidades primarias que les obligan a levantar la vista de sus pantallas. Si se descubren de pronto en un restaurante, igual comen. Por la misma razón, algunos reclaman que Nintendo ponga bichejos en las bibliotecas, para que los adictos tengan la oportunidad de saciar su repentina pasión por leer.

Qué curioso, por cierto, que algo tan primario como el instinto de cazar tenga un éxito tan apabullante. No es muy halagüeño hacia la condición humana, pero desde luego hay que felicitar a sus creadores, que en solamente o unos días han facturado millones y millones de dólares al tiempo que han conseguido infiltrarse en la privacidad de los dispositivos móviles de millones de usuarios de un modo que no tiene precedentes hasta la fecha. Esto último, aseguran, por error, y ya está solventado (también aseguran).

Dicho lo cual, y aun a riesgo de parecer: 1) antigua, 2) aburrida, 3) desfasada, 4) gruñona, 5) impermeable a las innovaciones y 6) todo lo anterior junto, proclamo:

Uno: Que nunca cazaré un Bulbasur, ni nada parecido. Ni siquiera por curiosidad. Mis instintos cazadores los sacio cada semana (a mi pesar) haciendo la compra en el Mercadona y mis necesidades de virtualidad o de 'realidad aumentada' las resuelven la literatura y las (buenas) series de televisión, de un modo -a mi juicio- más inteligente.

Dos: Que ayer descubrí, no me pregunten cómo, que hay pokémons de esos en mi jardín, sobre los muebles de mi salón y hasta en la cabeza de mi gato. Me pregunto si habrá algún servicio municipal encargado de exterminarlos.

Tres: Que si de pronto la paz de las bibliotecas se ve perturbada por las hordas de 'pokehunters', juro por Virgilio que dedicaré el resto de mi vida a perseguir a los directivos de Nintendo para arrojarles a la cabeza grandes clásicos de la literatura universal. Todos de más de 500 páginas.

En fin, que cuando anochece y siguen llegando noticias de usuarios que se accidentan, se pierden, se matan o se arruinan por perseguir bichos que no existen, me pregunto, con una honda desazón: ¿Tanto nos aburrimos los seres humanos de ser nosotros mismos que precisamos de tales idioteces?

Care Santos, escritora.

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