Nunca estás solo cuando estás en Google

Nunca estás solo cuando estás en Google

A primera vista, parece seguro decir que la mayoría de nosotros alberga ideas inconsistentes —por no decir neuróticamente contradictorias— acerca de nuestra privacidad personal.

Decimos atesorarla, pero tenemos muchas ganas de que nos conozcan y nos vean (publicamos en Instagram, nos vanagloriamos en Twitter). Nos sentimos perturbados cuando los mismos anuncios publicitarios nos persiguen, pero nos enfurecemos cuando nuestros iPhones no tienen idea de dónde estamos cuando buscamos un restaurante (“Que no, ¡no estoy en esa zona!”). Aborrecemos que extraigan y recolecten nuestros datos, pero preferimos usar Google en lugar de DuckDuckGo (qué más da que Google esté tras nuestros pasos como un asesino); usamos Facebook (sin importar que recolecte nuestra información personal como muchos órganos internos); y hacemos clic en “Acepto” al descargar nuestras aplicaciones, totalmente conscientes de que esas aplicaciones se comunican con otras y les dicen cuánto comemos y qué música escuchamos y cuándo ovulamos.

Además: ¿ha hecho alguna diferencia que nos hayan alertado sobre el uso de cookies en los sitios de internet, gracias a esa regla reciente emitida por la Unión Europea? En mi caso diría que no. Esas alertas me hacen sentir peor, porque revelan mi impaciencia, mi imprudencia, mis fracasos diarios de autorregulación. Parece que todo el tiempo estoy entregando mi privacidad a cambio de alguna ventaja a corto plazo, en lugar de esforzarme por seguir el árbol de decisión para optar por no utilizar cookies.

Por eso, la pregunta es la siguiente: ¿por qué tantos actuamos constantemente de maneras que se oponen directamente a los valores de privacidad a los que según nosotros somos tan fieles? ¿Qué explica este fenómeno, que a los expertos les ha dado por llamar la Paradoja de la Privacidad?

Como intento de reconciliación —y expiación y clarificación— hice muchas llamadas telefónicas y leí muchas cosas al respecto en las últimas semanas; gran parte de mi investigación fue en línea. Al final, me acosaban casi exclusivamente anuncios de Google acerca de libros y pódcasts relacionados con la privacidad: estaba en las profundidades de una casa de metahorrores. Aquí, quizá, se encontraba mi descubrimiento más liberador: nuestros impulsos contradictorios en realidad son bastante racionales. Como lo señala Alessandro Acquisti, profesor de Tecnologías de la Información en Carnegie Mellon, a veces cada una de las creencias contradictorias en una paradoja está perfectamente fundamentada.

Consideremos, solo como ejemplo, por qué siempre nos saltamos las letras chiquitas de internet. En 2008 —¡2008! Antes de Instagram, Uber o WhatsApp— dos de los colegas de Acquisti en Carnegie Mellon calcularon cuánto le llevaría al usuario promedio de internet leer las políticas de privacidad de todos los sitios web que visitaba en un solo año. La respuesta: más de treinta días laborables, con un costo de oportunidad de 781.000 millones de dólares.

Por eso parece tan razonable ignorar esas políticas. Incluso parecería una necesidad.

Ahí hay una explicación para esta supuesta paradoja: para comprender por completo nuestros puntos débiles como criaturas digitales se necesitaría mucho más tiempo y energía. Además: se necesitaría un conjunto completamente nuevo de instintos, un marco cognitivo radicalmente distinto del que tenemos ahora.

Joyce Searls, activista en materia de privacidad y consultora en Santa Bárbara, California, se la pasa recordándole a la gente que apenas hemos comenzado a entender quiénes o qué somos en internet, en parte porque es una experiencia inmaterial. Creemos que estamos solos mientras exploramos las neblinas del ciberespacio, que una búsqueda en Google es lo mismo que hojear las Páginas Amarillas, porque se siente igual de solitario. Pero no lo es. Nos están observando, nos siguen el paso; simplemente no nos damos cuenta porque no podemos verlo ni sentirlo.

Eso sugiere otro motivo por el que somos menos minuciosos respecto a nuestras costumbres en internet: la mayoría de nosotros no ha pagado un precio humillante por ser observados o rastreados. “Hemos tenido una experiencia enorme que consiste en caminar por ahí desnudos sin consecuencias perceptibles”, dice Searls. ¿Para qué molestarse en vestirse?

Así que continuamos. Aunque todos estén recolectando discretamente nuestras búsquedas, preferencias, fetiches, ansiedades.

Google. Amazon. Facebook. YouTube. Pandora. Pinterest. The Weather Channel. Reddit. Wikipedia. Las Ligas Mayores de Béisbol. PornHub. Zillow. Tu periódico. Tu banco. Tu proveedor celular. Todos.

Danah Boyd, fundadora del Data & Society Research Institute, quizá lo dijo de la mejor manera cuando escribió que somos “públicos por defecto, privados mediante el esfuerzo”.

Para la mayoría de la gente, ese esfuerzo —cambiar la manera en que buscan, cómo compran cosas, cómo se conectan con los demás y absorben las noticias— es demasiado grande. “Hay una idea de que la lucha para proteger tus datos no puede ganarse”, dice Acquisti, de Carnegie Mellon. “Tendrías que aprender a usar otras herramientas, es costoso a la larga, y quizá ni siquiera ayude, porque tus datos ya están ahí”.

La resignación también explica la paradoja de la privacidad. Es una respuesta perfectamente racional a una situación en la que los seres humanos tienen muy poca injerencia.

Si ese es el caso, mi instinto inicial —decir que nuestros hábitos son “neuróticamente contradictorios”— en realidad es poco generoso. “No es una contradicción neurótica”, me dijo Shoshana Zuboff, profesora emérita de la Escuela de Negocios de Harvard, de la manera más amable que pudo. “Es una contradicción intolerable”.

Zuboff es autora de The Age of Surveillance Capitalism, un ambicioso libro que examina el nuevo tráfico corporativo de costumbres humanas y las consecuencias de ese fenómeno en nuestra sociedad. Cree que es absurdo —sin mencionar que estamos culpando a la víctima— decir que somos imprudentes con nuestra privacidad en línea. Más bien, argumenta, no tenemos otra opción. En internet es donde satisfacemos nuestras necesidades individuales porque no podemos hacerlo en la vida real. “El verdadero mundo institucional nos ha abandonado”, me dijo.

Como lo señala: llamamos a las aerolíneas —o a nuestras aseguradoras o nuestros bancos— y pasamos diez minutos hablando con robots, y después otros quince minutos en espera para hablar con una persona de verdad. ¿Acaso es sorprendente que prefiramos manejar los asuntos relacionados con nuestra salud, viajes y finanzas en línea?

Zuboff muestra la misma compasión por nuestras promiscuidades en las redes sociales, por mucho que afecten nuestra privacidad. El estatus en línea se ha convertido en una manera de compensar el hecho de vivir en un entorno de inestabilidad económica. Quizá incluso rinda dividendos económicos. Las personas influyentes en internet pueden generar dinero. (Tres palabras que me hielan la sangre: celebridad de Instagram).

De lo que  muchos no nos damos cuenta cuando estamos en línea, es de cómo las tecnologías que usamos están formando nuestras ideas sobre la privacidad sin que seamos conscientes de ello; a su vez esto les da otra forma a nuestros comportamientos.

Ese es uno de los temas principales de Re-Engineering Humanity, de Brett Frischmann y Evan Selinger. Argumentan que no es accidental que ahora tratemos a nuestra privacidad de manera distinta. Las herramientas que usamos han sido diseñadas exactamente con ese objetivo en mente.

Pienso, en mi propia vida, en la primera persona desconocida a la que acepté como una amistad en Facebook. Ya no recuerdo su nombre. Simplemente recuerdo haberme dado cuenta de que, hasta donde yo sabía, no era amigo de un amigo, sino que nos habíamos comunicado mediante una serie de vínculos dispersos. Aun así, hice clic en “Aceptar”. De un momento a otro, ya lo estaba haciendo de manera bastante regular, sobre todo en 2014, cuando tenía un libro que vender. (¡Estatus! ¡Visibilidad! ¡Ventas!) Y todo estuvo bien con este sistema libre hasta el día en que una de esas personas desconocidas —alguien que había solicitado mi amistad, no al revés (jamás era al revés)— me escribió un mensaje detestable en Facebook Messenger para hacerme saber que me había visto en televisión y pensó que era una perfecta imbécil.

Lo eliminé de mi lista de amigos. Pero también me sentí angustiada y bastante furiosa conmigo misma: para ese momento, seguramente ya había visto fotografías de mi hijo, de mi boda en el ayuntamiento, de mi reunión de preparatoria veinticinco años después. ¿Cómo había decidido que algo así estaba… bien?

“El peligro que la ‘privacidad’ no capta es esta idea de lo perturbador”, dice Frischmann, experto en derecho en internet de la Universidad de Villanova. Como agregar a esa persona desconocida a tu círculo de Facebook, o —y esto le pasó a Frischmann— ver que tu hijo llega a casa de la escuela con un dispositivo de seguimiento de ejercicios, lo cual parecería una victoria total (obtienes tecnología gratuita y el niño podría aprender algo sobre las costumbres saludables) hasta que te pones a pensar en qué significa.

“Se está condicionando a una generación de niños para que acepten la vigilancia física por parte de otros sin dudarlo”, dice.

La manera en que usamos las grandes tecnologías no solo se basa en nuestros propios deseos, sino en los deseos de quienes las diseñaron. Hay una automatización aterradora al respecto. (“Acepto”. Clic). Es como si fuéramos robots.

La ironía —¿o quizá no lo es?— es que el sector demográfico más susceptible a la influencia de estas tecnologías quizá también sea el más experto sobre la privacidad. Danah Boyd me lo dejó muy claro. Su libro It’s Complicated, aclara que a los adolescentes les importa mucho la privacidad. La diferencia es la manera en que tratan de mantenerla. Algunos, por ejemplo, solo publican todo. “Se ofuscan por medio del bombardeo”, explica.

Saben que nuestra mente es una trilladora poco eficiente, lenta y ruidosa al separar el trigo de la paja. Pero si les dices todo a todos, nadie sabe adónde mirar ni qué es importante.

Desde luego, hay alguien más en la vida estadounidense que con regularidad inunda la zona, en concreto, con su cuenta de Twitter. Él también ha podido distraer y confundir mediante este medio engañosamente sencillo. De acuerdo con una encuesta reciente de Gallup, su índice de aprobación ahora es del 46 por ciento. Casi la mitad de los estadounidenses no creen que esté desnudo en absoluto. Aún creen, en contra de todas las probabilidades, que el emperador lleva ropa puesta.

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