Nunca hubo épica en el 'procés'

Si en la autobiografía intelectual que es La llamada de la tribu, Vargas Llosa hace una personalísima lectura de la evolución del pensamiento liberal a través de las lecturas que más le influyeron, desde Adam Smith hasta Jean-François Revel, en El contrataque liberal, frente a los desafíos ya presentes o avistados, Luis Garicano invita a descubrir las respuestas que nos ofrecen esos sedimentos multiformes de la doctrina liberal.

Dos obras imprescindibles y complementarias porque la descripción que hace Vargas Llosa de esos hombros de gigantes liberales sobre los que, encaramados, podemos alcanzar a ver mucho más lejos, nos conduce a las soluciones apuntadas por Garicano para encarar la llegada de esos profundos cambios (desde la globalización hasta la revolución tecnológica) que hoy nos angustian por su impacto en el empleo y en los ingresos de una gran parte de la población, y que han alfombrado el regreso de los viejos fantasmas del nacionalismo y el populismo, protagonistas -que tan ilusoriamente creíamos ya vencidos- de las páginas más sangrientas de nuestra historia.

En ambas, el nacionalismo aparece así como una de las grandes amenazas a la libertad, la justicia y la prosperidad que tanto nos ha costado conquistar. Y fácilmente se comprenderá que en este escenario, mirar a España y plantearse el porqué de su rebrote feroz en Cataluña era inevitable.

El relato de los herederos del pujolismo para justificar su salto desde un nacionalismo pactista (egoísta en la administración de su preciado y único recurso -la estabilidad parlamentaria-, pero previsible) a un independentismo urgente y traumático sitúa la gran fuente de su legitimación en la Sentencia del Tribunal Constitucional de 28 de junio de 2010, que declaró inconstitucionales varios -muy pocos- de los artículos de la reforma del Estatuto de Cataluña.

Pero los hechos no encajan con esta explicación tan exquisitamente política. Como Garicano nos recuerda, el número de asistentes a las dos Diadas que le siguieron no fue mayor que el de las Diadas anteriores (o sea, en 2010 y 2011 las calles resultaban tan confortables como en los escuálidos 11-S anteriores). Además, en las elecciones de noviembre de 2010 no se desató ni la más mínima reacción de furia independentista frente a la depuración estatutaria, ni siquiera en la forma -la habitual de las epopeyas clásicas- de llamamiento a la sagrada comunión entre los hermanos de fe frente al enemigo común. Antes al contrario, la vida siguió igual en el Paraíso catalán: Convergència disfrutando del odio habitual de Esquerra, que votó en contra de la investidura de Mas; y Convergència pactando presupuestos, alcaldías y diputaciones con el mismo PP que había desencadenado con su recurso de inconstitucionalidad la laminación del soberanismo estatutario.

Resulta así evidente que la eclosión identitaria no puede describirse como la reacción indignada de un pueblo frente a un Leviatán desatado que, cometiendo un grave error de cálculo, se excede en la opresión ejercida a través de sus terminales de control (o en frase de Puigdemont: “Gracias, Constitucional: contigo empezó todo”).

En realidad, la ceremonia inaugural del procés se produce con la Diada de 2012, en la que se pasa de los diez mil mendicantes del 11-S anterior, a la riada de más de un millón de entusiastas heraldos del “Catalunya, nuevo estado de Europa”. Y ocurre que ese 2012 fue el año del rescate financiero, del paro descontrolado y de la aplicación por el PP de una terapia drástica contra la crisis, con severos recortes sociales, sobre todo en Cataluña.

Por ello, concluye Garicano que si el vértigo de las clases medias y trabajadoras ante el cambio de modelo que se está produciendo (con la destrucción de empleos, el deterioro de los salarios y el aumento de la desigualdad) fue el combustible para la pira gigantesca que es hoy el populismo nacionalista catalán, los rigores derivados de aquel tratamiento enérgico de la crisis fueron la chispa que la prendió, en definitiva, el golpe de fuego final a un plato de ansiedad e incertidumbre que se estaban cocinando en el caldo de cultivo de una amenazante transformación económica estructural. O en forma de secuencia temporal: cambio de modelo, inseguridad, crisis financiera, ajustes y eclosión independentista.

Aunque quizás haya, incluso, una razón más: 2012 fue también el año en el que el cerco periodístico se fue estrechando cada vez más sobre la corrupción de CiU y el clan Pujol, a la vez que la maquinaria judicial también iba acelerando su acecho sobre las comisiones y las cuentas suizas de unos y otros. En estas circunstancias, parece evidente que crearse una baza con la que negociar futuras impunidades no era una mala táctica: la desactivación de la bomba independentista, puesta en marcha por los propios dirigentes convergentes, a cambio de no pisar Can Brians y asegurar el retorno a su añorada Pax catalana, con su tradicional y confortable perímetro de impunidad.

Por tanto, hubo combustible y hubo chispa, pero también hubo un maestro de ceremonias que decidió deliberadamente la forma y el momento de acercar ésta a aquélla. La furia independentista que se desató en la Diada de 2012 no fue un movimiento espontáneo del indignado pueblo catalán contra la injusta opresión españolista, sino una reacción cuidadosamente inducida por el Gotha político catalán en su desesperación por evitar la cárcel. Se trataba de manipular al monstruo, alimentándolo a su conveniencia para que el miedo de Rajoy creciese, y, con él, las ganas de llegar a un acuerdo: impunidad a cambio de extinguir la llama creada por ellos mismos. Éste era el juego.

Lo que ocurre es que los monstruos no saben de reglas y, al final, terminan saliéndose del escenario marcado. Con lo que su creador, o les sigue, o termina devorado por ellos… Pero esto ya es otra historia.

En todo caso, la conclusión es inevitable: en este eterno procés jamás hubo épica. En la calle sólo hubo egoísmo o manipulación, o tal vez las dos. Y en los despachos, el independentismo catalán nunca fue una cuestión de Alta Política. Tan solo un vulgar asunto de política penitenciaria.

Marcial Martelo de la Maza es abogado y doctor en Derecho.

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