La fuerza gravitatoria que Madrid ejerce sobre el conjunto del país se nota con fuerza en verano cuando uno se instala en la España vacía. Una España en la que la normalidad se compone -como ocurre en la tierra sanabresa desde la que escribo estas líneas-, de lejanía y olvido a partes iguales: ni pediatras en los centros de salud, ni socorristas en las playas fluviales o lacustres, ni cobertura de Internet. Con estos ingredientes, turistas madrileños y lugareños que se fueron a la capital comparten paisaje con una población local de la que parece pender siempre una espada de Damocles: al acabar sus estudios, casi todos se van y el destino cada vez más es Madrid.
El caso de Madrid no es una excepción, así que aquí vuelven a patinar nuestros profesionales de las jeremiadas: el mundo está cambiando y el papel de las ciudades es cada vez más relevante. La modernidad es urbana y quizá por ello la fuerza de las viejas ciudades sea uno de los elementos que más está contribuyendo al debilitamiento progresivo que los Estados nación están sufriendo allá donde llegaron a consolidarse.
En cualquier caso, Madrid sí que presenta algunas notas que convienen analizar con detenimiento aprovechando el estío. La primera de ellas es lo paradójico que ha resultado el devenir de los tiempos en nuestro país a lo largo de las últimas décadas. Es verdad que, como nos avisa Suketu Metha, el pasado es un lugar peligroso y hay que ser cuidadoso cuando lo visitamos, pero un repaso a las hemerotecas y a los escritos de la España de los años 70 y 80 del siglo pasado nos muestra cómo, en el imaginario colectivo de los españoles de entonces, la modernidad se encarnaba en un conjunto de identidades periféricas. Y en nada más. Aquellas identidades se presentaban como lo más avanzando, lo más cool a lo que se podía aspirar en una sociedad deseosa de entrar para siempre en la modernidad democrática y europea a la que aspiraban nuestros padres tras la larga dictadura franquista. Como reverso tenebroso de aquella modernidad, quedaba una España negra y rancia, de la que Madrid era el epítome perfecto: una ciudad funcionarial, fea y sin brillo, sin mar al que asomarse y sin banderas con las que encarar el futuro. Todo se complicó aún más con la descentralización acaecida tras la llegada de la democracia: capital de un Estado cada vez con menos funciones, la provincia se convirtió con desgana en Comunidad y su antigua Diputación fue transformada, de la noche a la mañana, en un poder autonómico en liza con otros tantos y, además, con un Estatuto de segunda división, lejos de las cotas de poder que desde el principio disfrutaron otras regiones españolas. Muchas de estas comunidades asumieron la máxima de Ortega de que «una nación no está nunca hecha» y se lanzaron a la construcción de imaginarios colectivos de tipo nacional, con la esperanza de recuperar el tiempo perdido e intentar ganar una carrera a la que llegaban 150 años tarde. Era un camino sin futuro, pero nadie lo imaginaba. Ahora comenzamos a entender que ese intento de segmentar y fosilizar identidades culturales que supuso en realidad el Estado nación era un proyecto melancólico condenado al fracaso. Apenas ha aguantado dos siglos y los primeros embates de la globalización han bastado para dejar al descubierto sus grandes limitaciones.
Madrid no participó en aquella carrera. Quizá fue solo por azar. Quizá porque la deslegitimación de la idea nacional española asociada a la dictadura le restara atractivo, o tal vez por carecer de una identidad colectiva a la que obligar a sumarse a las decenas de miles de inmigrantes que fueron llegando; las narrativas que han ido emergiendo en Madrid han resultado a la larga las más modernas y exitosas de nuestro país. Y no creo, por cierto, que esto tenga que ver solo con la política o con una determinada ideología. Los mecanismos de cambio cultural y social son demasiado complejos como para hacerlos depender de una sola causa, pero el resultado es que en Madrid se ha ido elaborando un imaginario colectivo que pocos imaginaban en los años 60. Una ciudad-región plural -¿alguien hubiera imaginado que en Madrid se iba a asentar una de las comunidades gays más relevantes de Europa, en vez de hacerlo en Barcelona?-, cada vez más rápida y cada vez más desenganchada de su entorno físico y cultural. Muchos de estos cambios no suelen aparecer en las estadísticas oficiales, pero sí en las conversaciones informales que mantenemos a diario y que nunca ocuparán la portada del periódico. Todos sabemos que Madrid es el sitio donde hay que estar si queremos crecer en lo profesional, pero también que es el único lugar de España en el que uno puede tomarse a broma su identidad de origen.
El debilitamiento del Estado nación demuestra que, frente a esa impostada modernidad que pretendían transmitir las riadas de banderas y los himnos dolientes cantados con la mano en el pecho, -pocos madrileños saben que la región tiene un himno-, lo moderno de verdad estaba sucediendo en Madrid. Quizá por esto, desde esta España olvidada, uno tiene la sensación de que los valores dominantes en Madrid son cada vez más singulares -esa palabra tan divertida que nos enseñaron nuestros nacionalismos periféricos- en relación con los de los habitantes del resto de España. Podemos hacer sociología de guardería con las piscinas y cuñadismo con la clase política madrileña, pero el cambio que se está produciendo debería llevarnos a una reflexión colectiva sobre un fenómeno que tiene también una cara menos amable -una sociedad más desigual, más anónima y desconectada de su entorno geográfico y cultural- así como sobre sus consecuencias para los habitantes del conjunto de España.
Sándor Márai, un hombre del Danubio, escribió que «fueron los poetas los que terminaron transformando los pastos en patria». Quizá todo se reduzca a que en Madrid nunca hubo poetas para llevar a cabo esa metamorfosis...
Manuel Mostaza Barrios es politólogo.