O defensa de la unidad, o desastre

Durante décadas el concepto de España como Nación fue objeto de amores o de odios, pero no fue un concepto discutido. Tampoco lo fue en el ámbito del Derecho Internacional y menos aún en la doctrina constitucional. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, han aparecido términos que están abriendo brechas en aquella concepción indiscutible de Nación, como comunidad humana, social, territorial, histórica y sobre todo con proyección hacia un futuro común; así han aparecido términos como «nación cultural», «nación de naciones» y «Estado plurinacional».

La «nación cultural» está pretendiendo convertirse en la única formulación políticamente correcta, cuando la realidad es que podrá integrar uno de los elementos nacionales, pero nunca el único y, sobre todo, el que haya más de una cultura no ha impedido que existan naciones bien asentadas y políticamente fuertes. Esta concepción, que se presenta como inocua, sin embargo puede resultar destructiva, porque las culturas suelen asentarse sobre el idioma y construir una nación sobre una lengua conduce a una batalla con las demás, cuando hay un ejemplo de nación única con varias lenguas y ninguna dominante, como es el caso, verdaderamente espléndido en la historia y en el presente, de Suiza que, a pesar de titularse Confederación, su Constitución siempre habla de Federación, sin más nación que Suiza.

O defensa de la unidad, o desastreEn definitiva, lo importante es vivir en una civilización común y tener los elementos necesarios para vivir juntos, como tenemos en España y si es posible, en grandes agrupaciones territoriales, como Europa, porque ahora la única posibilidad de supervivencia es precisamente la unión frente a los enemigos de nuestra civilización, de raíz cristiana, como han demostrado, en nuestra propia carne, los atentados de Barcelona y Cambrils.

El concepto de «nación de naciones» es difícilmente entendible, porque supondría que dentro de una nación y sin dejar de serlo, existían otras, lo que sociológica y jurídicamente sería un galimatías territorial y los ciudadanos no sabrían a que nación pertenecían o si pertenecían a todas.

Lo de «Estado plurinacional» sí es posible y de hecho los ha habido; así eran el Imperio Austro-Húngaro, la Unión Soviética y Yugoslavia y así pueden considerarse Reino Unido, Canadá y Bélgica; aunque sea incómodo recordar como acabaron los tres primeros ejemplos y las tensiones que están sufriendo los contemporáneos.

De lo que no cabe duda es de que, si se quiere establecer en España cualquiera de estas fórmulas, será preciso reformar los artículos primero y segundo de la Constitución que, respectivamente, consagran la soberanía nacional, residenciada en el conjunto de los españoles y la unidad de la Nación, en su doble condición de única y unida. En esta página, el que fuera presidente de la comunidad autónoma de Madrid, Joaquín Leguina, lo puso de manifiesto, reproduciendo los preceptos citados y el Art. 168 de la Constitución y con impecable rigor jurídico, más elogiable si cabe porque son otros sus saberes profesionales, hizo visible, con poderosos argumentos, la imposibilidad practica de articular esa reforma.

Pero lo que ahora empieza a preocupar no es que se intentara una reforma constitucional imposible de aprobar, con la consiguiente frustración, sino que se intentara soslayarla, mediante interpretaciones «imaginativas» o con la aprobación de Leyes Orgánicas inconstitucionales, que no se impugnarían con eficacia suficiente para su inmediata suspensión (art. 161.2 CE que solo el Gobierno puede activar) convirtiendo la Constitución en papel mojado, es decir, usando el mismo procedimiento que sufrió la Constitución alemana de Weimar, de trágico recuerdo.

El anunciado referéndum secesionista de Cataluña, para el primero de octubre, marca el punto de no retorno, porque es la fecha señalada por las enloquecidas autoridades autonómicas de aquella comunidad, para perpetrar la más grave agresión que puede sufrir un Estado: el ataque a su soberanía y la mutilación de su territorio nacional. Por eso no es posible aceptarlo, ni por las instituciones democráticas de España, ni por los españoles que creen en su Patria. Y que abandonen la esperanza, que parece alimentar los ingenuos partidarios de hacer política, de que pueda pararse el golpe de Estado con un diálogo rechazado de antemano, –referéndum sí o sí–; es más, aunque se tolerase un referéndum inconstitucional y ganara el «No», también sería inútil, porque los separatistas exigirían su repetición una y otra vez hasta lograr la secesión. Pero es que, además, hasta un impensable consentimiento a la separación de Cataluña (ya fuera por la vía directa o la indirecta de crear una relación bilateral de aire puertorriqueño) tampoco resolvería nada.

En efecto, dejaríamos de tener un problema interno, que debemos resolver entre nosotros y habríamos creado un problema internacional, porque los nacionalismos acaban siendo imperialistas y enseguida empezarían las reclamaciones territoriales sobre Aragón y la pretensión expansionista hacia Valencia y Baleares; y mientras tanto, habríamos cometido la inmensa injusticia de dejar solos a los millones de ciudadanos que quieren continuar siendo catalanes y españoles, condenándoles a un futuro de desamparo, lo que aparte de ser una traición a esos compatriotas, es ya una realidad visible; basta observar lo que han sido capaces de hacer los separatistas insultando al Rey en Barcelona, cuando iba a acompañarles en la tragedia, para advertir lo que sucedería con otros españoles en el día a día en una Cataluña separada de España.

Y todo ello sin contar con que el separatismo también es contagioso y más pronto que tarde surgirían nuevas pretensiones de «autodeterminación» por todas las regiones y acabaríamos regresando a los tiempos de la Primera República, de triste recuerdo y vida breve, y hasta salpicaría a Europa, desestabilizándola. Verdaderamente no hay alternativa: o la defensa de la unidad y la soberanía de España, o el desastre; por eso, es necesario mantener la serenidad y la firmeza, confiando en y apoyando a nuestras instituciones.

Afortunadamente, consuela releer la Historia y comprobar que todos los que intentaron acabar con España, fracasaron siempre.

Ramón Rodríguez Arribas fue vicepresidente del Tribunal Constitucional.

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